Tras el quilombo argentino con Milei y el culebrón venezolano con Maduro, España se enfrenta ahora a la hostil y humillante ranchera mexicana. No salimos de una y nos metemos en otra, y a este paso no nos va a quedar nada de aquellos lazos fraternales de amistad con nuestros primos hermanos latinos del otro lado del charco.
El último embrollo diplomático ha estallado después de que Claudia Sheinbaum, nueva presidenta de México, haya dejado fuera de la lista de invitados al rey Felipe VI. El desplante viene de lejos, concretamente de 2019, cuando el entonces presidente del país, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), envió una carta al monarca y otra al papa Francisco exigiéndoles que ambos pidan perdón a los pueblos precolombinos por los “abusos” cometidos durante la colonización española de América. López Obrador, tratando de enarbolar la bandera del indigenismo, habló de “matanzas, imposiciones, la espada y la cruz”, atentados a los derechos humanos cometidos por nuestros ancestros desde 1492. Aunque es cierto que cortamos muchas cabezas por allá, la declaración de Obrador fue una exageración sin duda, ya que por ese camino todo el género humano tendría que pedir perdón por haber aniquilado a los neandertales. Además, los derechos humanos son una conquista de la modernidad y no se consagraron como tales hasta la Declaración de Virginia de 1776, así que por ahí tampoco.
La historia de la humanidad se ha escrito con sangre y fuego. El problema de raíz de AMLO es que tratar de analizar el pasado con los parámetros y criterios del presente es una solemne estupidez que conduce a la melancolía, además de a un callejón sin salida. Por esa misma regla de tres, los egipcios del faraón tendrían que disculparse por haber esclavizado a los hebreos de Moisés, los italianos tendrían que pedir perdón a los cristianos por haberlos echado a los leones en el circo romano, los franceses por las tropelías que cometieron cuando nos invadieron en 1808, los británicos por todo lo que hicieron en el Oriente medio y lejano, y los norteamericanos por no haber dejado un solo indio vivo (tal como nos enseña John Ford en sus películas). El mismo imperio azteca, antes de que llegara Colón, esclavizó a otras tribus a las que consideraba inferiores, como los mixtecos, los totonacos y los huastecos. Pero de eso no dice nada la nueva progresía mexicana, como tampoco habla de las miserables condiciones en las que malviven, ya en la actualidad, miles de descendientes de aquellos indígenas de antaño hoy tratados como apestados.
Quiere decirse que todo esto de revisar la historia es un monumental absurdo. El pasado fue como fue y nada ni nadie podrá cambiarlo (por mucho que se esfuerce el nuevo fascismo posmoderno en hacer pasar a García Lorca por falangista). Esta loable posición ideológica, la de no tratar de manipular la historia, es la que ha mantenido Pedro Sánchez en las últimas horas al calificar de “inaceptable” la exclusión de Felipe VI del protocolo de invitados para la toma de posesión de la nueva presidenta mejicana. De esta manera, el Ejecutivo mantiene la debida lealtad institucional con la Casa Real, como no podía ser de otra manera. En realidad, esta no era solo la mejor opción del premier socialista de salir de este atolladero, sino la única. Acudir a la ceremonia mientras el rey era apartado del acto que va a congregar a todos los jefes de Estado de Latinoamérica, como un colonizador imperialista, hubiese sido tanto como caer en una peligrosa trampa demagógica. Los más gamberros del PP habrían caído sobre él, como hienas hambrientas, para despedazarlo; Vox habría desplegado a sus Tercios de Flandes para sitiar Ferraz y los obispos de la Iglesia habrían dado inicio a una de esas campañas de propaganda para aparecer como los honrados misioneros que evangelizaron a los pobres inditos en taparrabos (en realidad, en cada pueblo invadido y colonizado primero entraba el virrey para dominar los cuerpos y luego el clérigo, Biblia en mano, para dominar los espíritus).
Esta no era la guerra de Sánchez, así que mejor no viajar a México. Lo más oportuno era no acudir, así que el Ministerio de Asuntos Exteriores (en coordinación con Moncloa) ha declinado la invitación con un escueto comunicado en el que “rechaza la exclusión de S.M. el Rey de la toma de posesión de la presidenta electa de México”, al tiempo que aprovecha para comunicar “que no enviará a ningún representante” al evento. Limpio y aseado. A otra cosa mariposa. Una munición menos para Feijóo y un problema menos para el Ejecutivo de coalición, que empezaba a resquebrajarse otra vez a cuenta de otro asunto latinoché sin pies ni cabeza. Lo de Milei lo montó Ayuso dándole una medalla de honor al pirado. La crisis con Maduro la generó el PP reconociendo a Edmundo González como presidente electo. Esta nueva pedrada sudamericana no le iba a dar a Sánchez, y la ha sabido esquivar con acierto. Acudir a la investidura de Claudia Sheinbaum hubiese dado pólvora al arcabuz de las derechas. El presidente habría sido acusado de dictador con ínfulas, de autócrata golpista, de ambicioso arribista o trepa capaz de todo, incluso de puentear al rey, con tal de asumir el papel de jefe de Estado. Últimamente los enemigos políticos del líder socialista aprovechan cualquier oportunidad para retratarlo tal cual lo hizo el pintor Antonio María Esquivel con Baldomero Espartero: vestido de militar, el pecho repleto de las más altas condecoraciones, un brazo sobre el casco de abundante penacho y otro suavemente posado sobre el espadón. Omnipotente, de rictus autoritario, como el nuevo Príncipe de Vergara. Casi un dios.
Es evidente que el PSOE quiere pasar página a un asunto que no le reporta beneficio de ningún tipo, mientras que Sumar y otros socios puntuales del Gobierno como Esquerra entienden que España debería aceptar algún tipo de reparación moral, como pedir excusas o perdón por los genocidios imperiales en las Indias. El mismo Gabriel Rufián, ayer en el Congreso, soltó un “¡Viva México, cabrones!”, una boutade que no deja de ser un aviso con pitos a Moncloa. La cosa, que a simple vista podría parecer una tontería, corría el riesgo de convertirse en una cuestión de Estado, cuando no en una nueva bomba trampa para Sánchez, que ha sabido desactivar a tiempo la carga de profundidad.
En cualquier caso, algo está haciendo mal la diplomacia española cuando estamos peleados con medio mundo hispano. Huelga decir que todo este lío lo organizó el propio rey Felipe cuando, tirando de cierto orgullo de imperialista blanco, evitó contestar a la carta de López Obrador. Tratar a un mexicano de puro macho como a un lacayo o súbdito es un grave error. Te pueden mandar a un par de sicarios de la narcosantería, o casi peor, a una banda de mariachis para darte la serenata por la noche. El monarca podría haber sido más templado y menos frío, más condescendiente y menos altivo, más compresivo y menos visceral con este tema. No hubiese estado de más algo de cariño para nuestros parientes de allá. Como el que dio su padre, el emérito, cuando en 1990, durante una reunión con las siete tribus supervivientes en Oaxaca, tuvo la sensibilidad de lamentar los abusos cometidos durante la Conquista. Otra cosa no, pero habilidad y talento para resolver conflictos (y no crearlos) sí tenía el hombre. Por algo lo llamaban el Campechano.