El franquismo lo invade todo como una moda extraña, nihilista, fatal. Franco está más vivo que nunca y su careto vuelve a los mecheros y al salpicadero del coche, junto a la bandera con el pollo, el Sagrado Corazón y la estampita de la Virgen. Tras años de desidia y dejación de funciones de los diferentes gobiernos del bipartidismo, constatamos con estupor que el dictador empieza a ganar la batalla de la historia después de muerto. Medio siglo de libertad y Estado de derecho para terminar otra vez en 1936. Triste, patético, terrorífico.
Vivimos una auténtica plaga o epidemia de franquismo sociológico que seguramente irá a más en los próximos años (esto no ha hecho más que comenzar y no pararán hasta que unos desfilen al paso de la oca y otros hagan el paseíllo rutinario a la tapia del cementerio). Las redes sociales, ese Gran Hermano orweliano que lava cerebros y almas, reclutan a miles de incautos que no han leído un libro de historia en su vida (el analfabetismo integral retorna con fuerza, tal como alertan los sucesivos informes PISA sobre fracaso escolar). Los jóvenes (y no tan jóvenes) se intercambian memes que blanquean al viejo general y lo presentan como un simpático abuelete pacífico y bonachón. Y la inteligencia artificial hace pasar por real un vídeo fake de Aitana cantando el Cara el Sol que va ya por los dos millones de reproducciones y subiendo.
La historia del ser humano ha entrado en una peligrosa curva del tiempo que parece devolvernos, sin remedio, a comienzos del siglo XX, cuando germinaron los totalitarismos en toda Europa. A muchos que desde hace años venimos alertando ante el siniestro proceso de involución, ante el macabro déjà vu, ante el resurgir del monstruo, se nos ha tachado de alarmistas y asustaviejas solo porque tratábamos de advertir de que Vox –el partido que hábilmente ha sabido construir el clásico mundo al revés del fascismo para colocar el mensaje racista, machista, clerical y antidemocrático entre las masas obreras desnortadas– era exactamente lo que parecía. “Vox no es un partido fascista, hombre, infórmese usted bien antes de hablar”, nos decían en Twitter, con displicencia y como queriendo silenciarnos o asfixiarnos, cada vez que escribíamos un artículo denunciando el falangismo trumpizado de Santi Abascal.
Para proteger a la serpiente que sale del huevo, periodistas, tertulianos y analistas de la caverna se han esforzado en ponerle al engendro un nombre que no asuste demasiado al personal, como “populismo demagógico”, “nuevo movimiento patriótico” o “nacionalpopulismo”. Paparruchas, desde el principio Vox fue lo que fue: el partido heredero del franquismo de toda la vida; una fuerza política admiradora del nazismo al que antes idolatraban en silencio y ahora alaban sin pudor desde las tribunas de las mismísimas instituciones del Estado. Fachas con todas las letras. No hay más que escuchar los discursos y loas a Hitler que se han propalado en el Senado, escenario de la reciente cumbre ultraderechista internacional, para concluir que no solo hemos acertado en nuestros augurios más pesimistas, sino que quizá nos hemos quedado cortos.
La fiebre por el nacionalcatolicismo crece sin parar. Los muchachos vuelven a la religión y se convierten por doquier en meapilas de las sectas más duras. El ideal mítico medieval, militarista y tribal se extiende. El irracionalismo se impone a la lógica y la razón. Invocaciones a la raza, la patria, Dios y el orden vuelven a escucharse en todas partes como un mantra espeluznante. Los valores de la Ilustración como la igualdad, la fraternidad y los derechos humanos han entrado en decadencia, en buena medida gracias a tipos y tipas como Isabel Díaz Ayuso que, a fuerza de manosearlo, ha terminado prostituyendo el término libertad, proclamando la muerte de la justicia social como gran patraña de la izquierda. El supremacismo seduce, igual que lo macho; las minorías vuelven a considerarse guetos de apestados, enfermos y miserables. La “batalla cultural” contra el socialcomunismo no es, ni más ni menos, que otro eufemismo de los futuros autócratas para hablar de la guerra, que en realidad es el lenguaje que siempre ha entendido esta gente fanatizada.
Extrañamente, hemos caído en el mismo truco de siempre: aceptar entre nosotros a quienes quieren acabar con la democracia liberal, a la que desprecian con todas sus fuerzas. Todo ese falso lirismo de que Només el poble salva al poble, el eslogan enarbolado por los indignados de la riada de Valencia, esconde la trágica verdad a la que nos enfrentamos: la denigración de todos los políticos sin distinción, la antipolítica como fascinación, el bulo de que la democracia conduce al Estado fallido. Pudieron haber ilegalizado a los grupos ultras cuando estaban en plena eclosión y no lo hicieron (¿dónde andaban los jueces con las cartas marcadas?). Pudieron haber impuesto fuertes multas por exaltación del nazismo cuando eran cuatro gatos los que se reunían en el Valle de los Caídos para celebrar el 20N y dar rienda suelta al delirio. No lo hicieron, y no solo eso, sino que nos vendieron sutilmente la moto de que nuestra Constitución “no es militante”, de modo que permite la convivencia con todas las ideas en pie de igualdad, incluidas las que hablan de matar rojos republicanos, exterminar judíos en cámaras de gas y blanquear el Estado del terror totalitario.
Han sido demasiados años de tolerancia con los nostálgicos del Régimen anterior, de bulos, de películas de vaqueros antes de tertulias con mucho odio en las teles ultras, de emisoras de radio patrocinadas por obispos antiabortistas, de truños editoriales como los de Pío Moa y su banda de escritores revisionistas domingueros y, claro está, de aquellos polvos estos lodos. Hemos confraternizado en paz con el nazismo, que es el mal; hemos querido ser más demócratas que nadie, más papistas que el papa. Permitimos que se hiciera proselitismo de la tiranía fascista en prime time, consentimos que se abrieran nauseabundas páginas web, canales en Internet y periódicos digitales y hasta le pusimos la alfombra roja al nazi en las instituciones. Si a esto añadimos que muchas escuelas, públicas y privadas, jamás enseñaron a los alumnos lo que fue el franquismo de verdad –consumando la quiebra del sistema educativo en asuntos de memoria histórica y alimentando una nueva generación de jóvenes abducidos por el fascio redentor–, no podremos más que concluir que hemos vuelto a cometer, incomprensiblemente, los mismos errores del pasado. La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas, ya lo dijo Camus.
Ahora ya es demasiado tarde para frenar el inmenso drama que se cierne sobre todos nosotros y nuestro modelo de convivencia en paz con respeto a los derechos humanos. Una nueva hornada, una muchachada bravucona y enérgica, impetuosa y violenta, como la que arrastró al mundo a dos guerras mundiales, suspira de admiración cuando le entra en el teléfono móvil, más fresca y vívida que nunca, la foto del Tío Paco convertido en el nuevo youtuber espectral que lo peta. Así es el ciberfascismo. Cuenta la prensa que Pedro Sánchez le ha dado a Meloni la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. Y este es el antifa combativo que ha de librarnos de la pesadilla. Estamos perdidos.