Desde hace unos días, un cotilleo circula intensamente por el Congreso de los Diputados: el cambio de look de Alberto Núñez Feijóo. El líder de la oposición se ha quitado las gafas (dicen que para siempre), se ha rejuvenecido el rostro y parece otra persona. ¿Estrategia de mercadotecnia política, cuestiones de estética tan de moda en un tiempo regido por la imagen y el culto al cuerpo o razones de salud? El enigma está servido, aunque opiniones y teorías más o menos conspiranoicas sobre las lupas del candidato popular las hay para todos los gustos.
Es cierto que el presidente del PP sufrió un desprendimiento de retina no hace mucho y que en esa cirugía se le implantaron lentes multifocales para que pudiera abandonar los incómodos anteojos. Pero ya sabemos que el líder conservador no da puntada sin hilo y quizá haya aprovechado la coyuntura para cambiar de aspecto, para transformar su persona, para darse un aire más fresco y juvenil. No hay nada peor que un político naftalínico y acartonado y en ese terreno estaba perdiendo el partido, por goleada, frente al poderío y sex appeal del Míster Handsome de Moncloa. Tras quitarse los espejuelos que le hacían pasar por un envarado funcionario aburrido y gris, él se ve más joven, más modernete y milenial, y ya piensa en que Broncano lo llame a La Revuelta.
En cualquier caso, según dicen, Feijóo salió de la clínica ovetense de los Vega, el Houston de la oftalmología española, viendo fetén tanto de lejos como de cerca. Ya nadie volvería a llamarlo cuatro ojos, como en el colegio; adiós a las gafitas de intelectual sensible que se llevaban antaño, pero que hoy por hoy, por el influjo de la extrema derecha y el retorno del macho ibérico, no le convenían. Y puede ser que así sea, puede ser que físicamente, anatómicamente, la visión del ciudadano Alberto sea ahora mucho más clara, más nítida que nunca. El problema es que esa mejoría en la vista no parece ir acompañada de una mejoría en la capacidad de percepción política, en la agudeza para predecir el futuro y adelantarse a la jugada, que debe ser propia de todo buen estadista.
Pese al láser milagroso, todo apunta a que el líder conservador sigue viendo la política española poco y mal, y no solo con un ojo, sino con los dos. Solo así se explica que no se haya percatado aún de que alguien, una, esa señora de la que usted me habla, o sea Ayuso, se le haya acercado por detrás, silenciosamente, y le haya robado la cartera. La presidenta madrileña, con todo descaro, ejerce como jefa in pectore del partido. Por momentos da la sensación de que el gallego ya no pinta nada (probablemente nunca pintó) y que es ella la que marca la agenda del día. Mazón, Moreno Bonilla, López Miras, Guardiola y todos los demás barones y baronesas pasan por el aro de Moncloa cuando los cita Pedro Sánchez, pero ella sigue yendo a su bola, verso suelto, y se permite darle el plantón al presidente sin que la Ejecutiva nacional le diga nada. ¿Hay miedo a la diva de Chamberí? Más que a una operación de almorranas sin anestesia. Ninguno lo confiesa en público, pero todo el mundo sabe quién lleva los pantalones en Génova 13. O Feijóo no lo ve (en cuyo caso sería preocupante porque el tratamiento ha fallado) o no quiere verlo (lo cual sería aún más grave). Cualquier día Ayuso va, entra en el despacho de su superior y le pregunta aquello de Groucho: ¿a quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?
La vida es fascinante, sólo hay que mirarla a través de las gafas correctas, decía Alejandro Dumas. El problema es que, de alguna manera, Feijóo sigue miope, cegato, ciego como un gato de escayola, y no solo porque no encuentra a los paganinis con bolsas de dinero para Ferraz (el juez Pedraz le ha cerrado el caso), sino porque no se entera de la estrategia a seguir para derrocar el sanchismo. Un día se levanta ultra, al siguiente socialdemócrata. Si esta transformación del personaje pretende ser un chapa y pintura para parecer más joven y enrollado después de los sesenta (que son los nuevos cincuenta), un lifting para poder salir en la portada de Men’s Health sin miedo a desentonar, sin miedo a parecer un cura con sotana en una rave salvaje, vale. Pero mucho nos tememos que esta operación de maquillaje, de cirugía estética política, va a darle escaso resultado. De hecho, son más los que en el Congreso de los Diputados se preguntan por qué está tan raro Feijóo sin sus antiparras de siempre (y no solo en la bancada de la izquierda, también entre los suyos, que no le reconocen). Y con razón. El hombre parece otro, es como si uno de esos marcianos traviesos de Men in Black se lo hubiese tragado una noche, abduciéndolo. Se le ve como abotargado, plastificado, ceniciento, no es él. Ha cambiado tanto que ya hasta pacta leyes con los comunistas de Sumar. Quién le ha visto y quién le ve. Así es la maldición de las gafas. Te las quitas y te conviertes en otra persona. Lo cual no es raro viniendo de alguien que en el pasado ya ha dado serias muestras de personalidad desdoblada o múltiple. Feijóo sin sus quevedos no es Feijóo. Debería pensar en volver a ponerse la montura, aunque sea sin cristal. Hombre de broma, gafas de broma. ¿Qué será lo siguiente, machacarse en el gimnasio hasta ponerse cachas como el socio Abascal? Este no es nuestro Feijóo. Nos lo han cambiado.