En medio del desastre de la dana llega otra riada arrolladora: la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Muchos valencianos van sacando lodo de sus casas entre la tristeza y la rabia contra el sistema, con un ojo puesto en las noticias y preguntándose cuándo llegará un Trump de La Albufera, un Trump fallero, para sacarlos del fango, nunca mejor dicho.
Conviene recordar que el triunfo del movimiento MAGA (el magnate neoyorquino ha liquidado el partido republicano para fundar una dinastía familiar de corte monárquico/autoritario) tiene mucho que ver con los cataclismos naturales que han asolado USA en los últimos años. Trump es un monstruo que nace del barro y la miseria del huracán Katrina y el fenómeno puede repetirse aquí también. Al igual que el farmer empobrecido de Kentucky se levantó entre las ruinas cuarteadas de su tierra, rogándole al cielo que le enviara un salvapatrias iluminado ante la deserción del Estado de bienestar, el llaurador naranjero paiportino que siempre votó demócrata, o sea PSOE, hunde sus manos en el cieno pidiéndole a Dios un hombre fuerte o Führer para él también. El fascismo fluye en el cenagal de la desesperación humana.
El huracán Trump arrasa en las zonas rurales perdidas de la América profunda, en los cinturones industriales –donde el proletario renegado de la lucha de clases se abraza al acratismo supremacista– y también entre las minorías afroamericanas y latinas. Ese proceso de revolución social desde el obreraje izquierdista hacia el populismo facha lo constatamos hace solo unos días, cuando la masa ultraderechizada se dio a la caza del hombre contra Sánchez, garrote en mano, por las calles de Paiporta. Si lo pillan, lo cuelgan por los pies como a Mussolini, ya lo dijo en su día Abascal, nuestro aspirante a trumpito patrio. Aquella revuelta antisanchista entre tatuajes con la esvástica y la bandera del pollo (con los reyes Felipe y Letizia de testigos) no fue solo una protesta ciudadana lógica y legítima por la nefasta gestión gubernamental de la dana, sino un atentado terrorista planeado y orquestado por los grupos reaccionarios que tratan de frenar la agenda verde woke.
Trump se ha autodefinido como un “enviado de Dios” preparado para rescatar a la grey descarriada de la democracia y ese discurso teocrático cala en todos los rincones del planeta. El Gran Satán de las finanzas, el nigromante del nuevo fascismo posmoderno, el mago de MAGA, ha abierto las puertas del infierno, donde crepitan las llamas del bulo y la mentira. Vivimos un retorno al medievo. La razón y la ciencia son sustituidas por la superstición, el esoterismo y la religión (evangélicos al poder); el parlamentarismo burgués por las autocracias; y la cultura por las tradiciones folclóricas (los taurinos proliferan, los intelectuales desaparecen). Entramos en una noche oscura sin poder ver hacia dónde vamos. Lo único cierto es que la rebelión social ha cuajado bajo una falsa idea repetida una y otra vez en el altavoz mediático de Elon Musk: la democracia nos ha traído el Estado fallido.
Solo el pueblo salva al pueblo. Eso es lo que gritaban los valencianos que, palas y cubos en mano, cruzaron los puentes de la solidaridad para sacar a sus paisanos del barro en los primeros momentos de la hecatombe. Pero tras ese eslogan, sin duda bien intencionado por lo que tiene de altruismo y generosidad colectiva, se esconde una perversa manipulación. España no es un Estado fallido como pretenden hacernos creer los proselitistas del franquismo. La dimensión de la catástrofe (un auténtico tsunami más que un temporal) fue tal que el Estado se vio desbordado. Y a ese colapso inicial se unieron los errores garrafales, la falta de coordinación, la negligencia e ineptitud para el mando de algunos que han quedado retratados en su inutilidad para dirigir nada. Sin embargo, pasadas las horas críticas del caos, el Estado se recupera del mazazo y poco a poco se avanza en las tareas de recuperación. Más de diez mil soldados del Ejército desplegados en la zona; miles de personas de los cuerpos de bomberos, Protección Civil, Cruz Roja, médicos, sanitarios y personal de limpieza, más los voluntarios, trabajando cada vez más coordinadamente; cientos de operarios y técnicos luchando por restablecer el servicio de agua y luz, la circulación ferroviaria, las carreteras, las telecomunicaciones. Cada hormiga humana (así nos trata el planeta enfermo, como a insectos a los que es preciso exterminar) asignada a un trabajo concreto. Poco tiene que ver esta imagen con un Estado fallido.
Pasan las horas y las calles empiezan a despejarse de barro, de coches amontonados y basuras. Y mientras tanto irán llegando las ayudas. Más de 10.000 millones para un plan de reconstrucción anunciado por Sánchez (más el fondo de solidaridad de la Unión Europea) que será la mayor partida dedicaba jamás a paliar los efectos de una catástrofe natural en nuestro país. ¿La apoyará Feijóo en el Congreso de los Diputados como parte de los Presupuestos Generales del próximo año o seguirá practicando el bloqueo antisistema? No, el Estado no está fallido, en todo caso hay políticos fallidos a los que los ciudadanos podrán enviar a sus casas por ineptos, si así lo desean, en las próximas elecciones.
España no es Siria, ni Somalia o Afganistán, por mucho que algunos se empeñen en propalar esa imagen de subdesarrollismo para desmoralizar a la población, generar desafecto político y preparar el advenimiento del caudillo de turno. Una catástrofe semejante en cualquiera de estos países tercermundistas y sus ciudadanos se quedarán tal cual están hoy, a oscuras, entre detritus y con una mano delante y otra detrás, por muchos años, durante décadas, quizá para siempre. No es el caso. Aquí va a haber indemnizaciones a fondo perdido, planes de reconstrucción, ayudas ingentes. Los más de sesenta pueblos anegados de Valencia irán recuperando la ansiada normalidad. Será un proceso largo y tedioso y probablemente nada será igual que antes, pero terminaremos viendo los resultados más pronto que tarde. Otra cosa es que aprendamos algo de este sindiós. Está todo por hacer, construir mejor, sacar los núcleos urbanos de cauces y ríos secos como la maldita rambla del Poyo, invertir más en protección y seguridad y prepararnos para la emergencia climática que los trumpistas niegan y que se nos viene encima como un ángel exterminador imparable. Porque esta riada valenciana tan cruel como distópica, que nadie tenga ninguna duda, volverá a suceder.
No es hora de escuchar al tonto del altavoz y la gorra de béisbol subido a una tribuna entre espasmódicos bailecillos, frente al paisaje devastado, sino de hacer las cosas bien. Y aunque el enemigo demagógico, con su ejército de embusteros, es fuerte, en algún momento la gente de bien caerá en la cuenta de que el triunfo de Trump es en realidad el triunfo de las élites y las oligarquías, no del pueblo. Lo malo es que cuando se descubra el pastel, la gigantesca manipulación de masas, la inmensa estafa trumpista, ya nos habrán caído encima unos cuantos chaparrones del tamaño del Diluvio Universal. Y para entonces, todos calvos.