El pasado mes de julio, un incendio provocado por una mano negra en la nueva mezquita de Piera (Barcelona) arrasaba el templo a solo unas semanas de su inauguración. Hubo manifestaciones y condenas, pero el suceso quedó silenciado por los graves incidentes racistas de Torre Pacheco. Cada día se producen conatos xenófobos relacionados, de una forma o de otra, con las políticas de odio que Vox ha introducido en la agenda y en el debate político de este país. Unos llegan a los periódicos y telediarios, otros quedan en el olvido. Sin embargo, para miles de personas el racismo es la gran noticia del día. Lo viven y soportan en sus propias carnes de forma habitual y cotidiana. En el autobús, en el supermercado, en el ascensor cuando coinciden con algún vecino extremista con mirada de asco. Y, créanme, no es lo mismo escuchar cómo un grupo de tertulianos debaten fríamente sobre el problema en un plató de televisión que salir a la calle y tener que soportar que un energúmeno/a te llame “puto moro de mierda” antes de invitarte a abandonar un país que también es el tuyo. Pocas cosas marcan más que ese estigma social.
El bando xenófobo de Jumilla que prohíbe celebrar fiestas religiosas musulmanas en el polideportivo municipal no es un hecho aislado o episódico. Forma parte de una estrategia perfectamente diseñada en municipios y comunidades autónomas, instituciones controladas por la derecha. Una hoja de ruta que tendrá más estaciones siniestras. Hoy ha sido Jumilla, mañana será cualquiera otra localidad española, uno de esos apacibles pueblos donde hasta hoy se vivía tranquila y pacíficamente, en armonía entre autóctonos e inmigrantes de otras culturas, y que a partir de ahora se convertirán en pequeños campos de batalla. Porque lo que Abascal ha denominado como “guerra cultural”, muy eufemísticamente, es simplemente la guerra, la guerra contra el diferente, la guerra de siempre y de toda la vida. La coletilla de “cultural” se la ha puesto el Caudillo de Bilbao muy ladina y hábilmente para que miles de incautos piquen sin miedo en el anzuelo, pero en realidad, lo que está prometiéndole al pueblo, es una especie de activismo bélico, la movilización militarista, un escuadrismo falangista que más tarde o más temprano terminará con el modo de vida de democracia, integración y tolerancia del que hemos disfrutado en las últimas décadas. Todos a la trinchera y con el chopo al hombro, ahí es donde quiere vernos el aprendiz de Führer.
El líder de Vox propone el conflicto a los españoles, la confrontación rupturista, el choque violento contra otras civilizaciones como forma de resolver los problemas sociales y políticos. El suicidio de una sociedad entre las más avanzadas del mundo. El episodio de Jumilla ha sido solo la declaración de guerra, el principio de una ofensiva sin cuartel que se mantendrá en los próximos meses y que promete ser cruenta, descarnada, despiadada. Vox no va a levantar el pie del acelerador de aquí al final de la legislatura. Sabe que tiene al PP comiendo de su mano, a Meloni en el poder de Italia y a Le Pen llamando a las puertas del Elíseo para consumar el auge de la nueva internacional fascista en toda Europa. Es ahora o nunca, a todo o nada. Y no puede fallar o su proyecto quedará atrás haciendo el ridículo ante papá Trump. Por eso está ajustando las clavijas al personal, por eso nos aprieta las tuercas un poco más cada día. Y en ese retorno delirante al pasado, a la medieval Reconquista, a la pureza de la sangre y un país de españoles blancos, cristianos, machos, heterosexuales y de derechas (un recurrente mito infantil enquistado en las mentes enfermas del fascismo), vamos a ver cosas cada vez más desagradables, más violentas, más salvajes.
La última de Abascal es ese arrebato rabioso que le ha entrado de repente contra los obispos, a los que ha acusado de callar y ponerse de lado del sanchismo izquierdoso en la defensa de los derechos humanos. “No sé si es por los ingresos públicos que reciben o por los casos de pederastia”, ha dicho para sorpresa de muchos clérigos de la Conferencia Episcopal que creían que el bueno de Santi era uno de los suyos. En la curia empiezan a caer en la cuenta de que el nuevo populismo nacionalista choca de lleno contra los principios más elementales del cristianismo, como dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Durante la dictadura franquista, la Iglesia se alineó sin fisuras con el dictador en pos de la santa cruzada contra el infiel ateo y marxista. Pero estamos en el siglo XXI y la izquierda ya no quema conventos. El PSOE se ha convertido en una especie de manso partido de centro con tintes democristianos (algunos socialistas son tan beatos y de misa de doce como los señoritos de la derechona) y hasta Yolanda Díaz viaja de cuando en cuando al Vaticano para entenderse con el papa de Roma y regalarle un incunable. Hoy los partidos progresistas son respetuosos con las diferentes confesiones y el viejo lema de Marx sobre la religión como opio del pueblo ha pasado a un segundo plano. Toda aquella fiebre anticlerical, toda aquella rabia analfabeta, roja y revolucionaria, ha quedado como una página oscura de la historia. La izquierda (la templada y la radical) se ha moderado, se ha civilizado, se ha culturizado. Todo lo contrario que la extrema derecha, cuyos integrantes se dan sin rubor a la caza del negro, como en un Ku Klux Klan a la murciana, por los campos de Cartagena. Ningún obispo en su sano juicio puede justificar o defender semejante ideología que supone un atentado a los valores del cristianismo y a los derechos humanos.
Queremos pensar que la Iglesia católica ha asumido sus errores del pasado, sus complicidades con el genocidio franquista, aunque eso es mucho suponer. En la cúspide eclesiástica de hoy sigue habiendo fanáticos integristas que aún sueñan con misas en latín y paseos bajo palio del tirano de turno. Pero no está mal que la Conferencia Episcopal Española haya regañado a Vox por alimentar la islamofobia y la guerra contra el musulmán. A Abascal le ha sentado como un tiro que los obispos hablen de paz. Por una vez la curia ha estado en el lado bueno de la historia. Por algo se empieza.