Tras liquidar y enterrar el Derecho internacional, instaurando el tiempo de la ley de la jungla, del más fuerte y la guerra de todos contra todos, China reclama su parte de la tarta global. El gigante asiático mira con ambición a Taiwán y aguarda el momento de darle el zarpazo a la isla. Si el magnate neoyorquino anhela plantar las barras y estrellas en Groenlandia, con un par de hamburgers, ¿qué impide a los chinos hacer lo propio en un territorio que considera suyo? Nada.
Un clima prebélico como no se respiraba desde 1945 impregna al mundo entero. La guerra eterna de Ucrania, el exterminio del pueblo palestino, los países árabes organizándose para la Yihad... Y ahora también China. Los informes de inteligencia apuntan a una posible invasión de Taiwán antes de 2027. Y el Gobierno taiwanés ha puesto en marcha maniobras militares, lo que se conoce como “estrategia del puercoespín”. Cuando se ve en peligro, este animal despliega sus pequeños pinchos para disuadir a los depredadores más fuertes. “El dolor de pisar las púas se convierte en el principal impedimento para aplastarlo”, asegura el diario local Taipei Times en un artículo editorial. En realidad, tal estrategia no es más que un ingenuo y cándido intento de los taiwaneses por demostrar su orgullo herido, por reforzar el espíritu de unidad nacional y por canalizar el pánico ante los planes bélicos de Pekín. Cuando Xi Jinping dé la orden de atacar, los soldados de Taiwán parecerán soldaditos de plomo al lado de la formidable y feroz maquinaria china. Y las patrulleras locales barquitos de papel. No será una invasión, será un paseo militar.
El régimen capitalcomunista de Xi no hace más que lo que ve hacer al niño malcriado Trump. Coger lo que más le apetece en cada momento. Si al nuevo presidente norteamericano le pone quitarle el canal a los panameños, lo hace; si le da por meter los marines en México y Canadá, no ve reparos; y si le entra la venada de tirar un par de misiles en el Yemen, no hay problema. Trump ve el mundo como un inmenso solar de su propiedad donde poder construir muchos chalés para los ricos y colonos de MAGA. Es la política internacional como suculento negocio inmobiliario. Gilismo en Wall Street (Jesús Gil fue un pionero, un visionario del pelotazo político). El problema es que los chinos no son tontos, al contrario, son los más listos de la globalización, unos fieras del plasma y los dueños de facto del planeta, ya que sin sus chips, robots, motores baratos e inventos informáticos, la civilización occidental colapsaría sin remedio. Xi Jinping tiene el mando a distancia de la historia y si le da al interruptor de apagado colapsa la economía mundial. Si China estornuda, el trancazo en Occidente puede ser antológico. Trump no es consciente de nada de esto porque no lee libros (en realidad, no lee nada que tenga más de cuatro letras, los balances de la Bolsa para ver si se hunde Tesla, la empresa de su amigo Elon, y poco más) y esa visión yanquicéntrica de la vida le pierde. Trump es un señor del siglo XIX, un esclavista colonial, un bóer de manual, y cree que a un chino se le puede engañar como a un ídem, tal como decía aquel dicho racista salido de la Union Pacific, la empresa que abrió el ferrocarril al Oeste con la sangre y el sudor de miles de asiáticos explotados. Sobre esa realidad despiadada, injusta y cruel, se construyó el imperio yanqui, el nuevo imperio romano condenado al desplome cual gigante con pies de barro.
Esa visión distorsionada del cateto de mente obtusa es la que puede llevar a Trump a hacer realidad su sueño más húmedo: un combate a muerte con China. Menospreciar el inmenso poder del régimen de Pekín puede traer nefastas consecuencias, no solo para el futuro de Estados Unidos, sino para toda la humanidad. En las redes sociales circula una declaración de Mary Anne Trump, madre del susodicho, quien, tiempo atrás, advirtió de las pocas luces de su hijo. “Sí, él es un idiota con sentido común cero y sin destrezas sociales, pero es mi hijo. Espero que nunca se meta en política. Sería un desastre”. Vaya por delante que la cita puede ser un bulo o fake, ya que no hay evidencia de que la señora Trump soltara esa frase, aunque vista la catadura del ceporro, no nos extrañaría nada que lo hubiese dicho.
La llegada al poder del millonario de Mar-a-Lago ha instaurado la guerra en sus diferentes acepciones como forma de relación humana. Guerra cultural, guerra religiosa, guerra arancelaria y, por supuesto, la guerra de siempre, esa que parece cada vez más cercana. La amistad de Trump con Putin no puede traer nada bueno. Von der Leyen pide a los europeos que se hagan cuanto antes con el kit de supervivencia por si a Rusia se le ocurre obsequiarnos con sus ojivas nucleares. Sobrecoge la frivolidad con la que la presidenta de la Comisión, y los prebostes de la UE, tratan el asunto del Apocalipsis. Las tiritas, latas de atún, pilas y botellines de agua de la señora Ursula nos servirán para bastante poco llegada la hora del Fin del Mundo. Primero el esperpento, luego el espanto. Primero el trumpismo con el satánico payaso Pennywise activando la palanca de la guerra, después lo grotesco como paso previo a la barbarie. ¿Nos tratan como a borregos, como a niños a los que engañar con cuentos infantiles o como simples números? Cualquiera de las tres interpretaciones resulta de lo más siniestro. De la decadente democracia del hombre blanco emerge un lejano imperio amarillo que reclama el poder total. Si Trump le toca el bambú a los chinos estamos perdidos. Más madera, esto es la guerra, como dijo Groucho. Pues todos al súper, que se agota el kit.