Gisèle Pelicot, la mujer a la que su marido entregó a decenas de hombres para que la violaran brutalmente, está pasando por un segundo calvario, el del juicio, tal como suele ocurrir con las víctimas de agresiones sexuales. No solo la están obligando a entrar en la sala de vistas por la misma puerta que los degenerados que arruinaron su vida, sino que tiene que verles la cara cada día y escuchar sus mentiras, desprecios y maldades. Además, algunas preguntas del tribunal están resultando indignantes, repulsivas, ya que se está poniendo en duda la versión de la denunciante hasta hacerla parecer la culpable. Una vez más, el mundo al revés.
Sugerencias veladas de que ella se dejó hacer, insinuaciones intolerables de que todo ocurrió con su consentimiento y faltas de respeto están a la orden del día en cada sesión de la vista oral, y a los abogados de los monstruos que la violaron solo les ha faltado decir aquello de que Gisèle se lo pasó en grande, con alegría y jolgorio, cuando la drogaban para ser utilizada como una muñeca sexual. “Me parece insultante y entiendo que las víctimas de violación no denuncien porque tienen que pasar un examen humillante”, exclamó la víctima –una de esas mujeres inquebrantables bajo su aspecto de cierta fragilidad–, durante el interrogatorio ante el Tribunal de lo Criminal de Vaucluse.
Estremece la entereza con la que la víctima está afrontando este segundo infierno, el de tener que enfrentarse no solo a las mentiras de sus depredadores sino a la tolerancia machista de un tribunal que permite demasiadas licencias. Todo esto ocurre no ya en la carpetovetónica y rancia Justicia española –donde todavía se sigue preguntando a la agredida si cerró las piernas a tiempo, si ofreció suficiente resistencia para que no la penetraran o si llevaba la falda demasiado corta, provocando al personal– sino en la Francia de la liberté, la egalité y la fraternité. Algunas sesiones del juicio están resultando difícilmente digeribles, además de surrealistas y algo lisérgicas, como cuando la letrada defensora de uno de los depravados se dirigió a gritos a Gisèle Pélicot, tratando de humillarla con una reprimenda durante largos minutos que parecieron eternos. El tribunal consintió el atropello a la víctima, que se mantuvo firme cuando cualquiera en su lugar se hubiese derrumbado. Más tarde sus abogados, ya en la calle y ante los periodistas, hicieron un desesperado llamamiento a las mujeres violadas para que “no callen” ante las agresiones, aunque tengan la impresión de que al final se hace “el proceso a la víctima”.
Como también sorprende la condescendencia con la que se está tratando a los 51 acusados, a los 51 monstruos que participaron en algo tan nauseabundo como que un hombre drogue a su mujer y la ponga a merced de otros para que hagan con ella lo que quieran. La mayoría han reconocido que violaron a Gisèle, pero algunos lo niegan y se justifican con coartadas tan peregrinas como que la forzaron involuntariamente o por error (ellos pasaban pasar por allí cuando cayeron por casualidad encima de su cama); que no sabían que la mujer no había prestado su consentimiento ante tal atrocidad; o que pensaban que ella y su marido Dominique, el demonio Dominique, formaban un matrimonio “libertino” practicante del intercambio de parejas. Excusas y actitudes (algunos se ríen, murmuran cínicamente entre ellos y hasta dormitan durante el juicio) como para enviarlos a prisión sin fianza. En ese grupo salvaje –hay de todo, camioneros, militares, un enfermero, un informático y hasta un periodista– se materializa una perfecta radiografía de esa clase media y proletaria de la Francia rural de hoy, un agujero negro en el tiempo donde habita gente deshumanizada y bestializada al extremo hasta votar al nuevo fascismo posmoderno de los Le Pen. La bucólica y verde campiña francesa no solo está dando jugosos champiñones, también nazis del tamaño de vacas normandas.
Por fortuna, el desalmado esposo, arrastrado por los remordimientos de su adicción a un sexo enloquecido y criminal, ya ha cantado de plano durante su declaración: “Hoy sostengo que soy un violador”, confesó ante el tribunal sin hacerle perder más tiempo a sus señorías, de modo que todo apunta a que los 51 integrantes de esta manada, la peor detectada hasta la fecha, pasarán una buena temporada entre rejas, que es donde deben estar las fieras (aunque hay leones en el zoo mucho más humanos que esta ralea de miserables tarados).
De poco van a servir los sollozos pueriles del esposo tratando de conmover al tribunal, o su petición pública de perdón, o su forzada declaración de amor a Gisèle para evitar la cárcel (un caso clínico digno de un drama de Molière el del hipócrita marido que se declara enamorado de su pareja tras haberla narcotizado para prostituirla masivamente). La sentencia no puede ser otra que condenatoria, por mucho que algunos medios de la extrema derecha, y el propio sistema judicial francés, estén tratando de blanquear el siniestro burdel doméstico del hasta hace poco respetado señor Dominique.
Sin duda, el caso Pelicot va a ser un punto de inflexión en la sociedad francesa, esos vecinos del otro lado de la pared pirenaica que desde fuera siempre nos parecieron tan evolucionados y educados, tan refinados y civilizados, pero que, tal como se está viendo ahora, también chapotean en el fango del machismo tribal, institucionalizado y estructurado. Tras asistir al juicio más impactante de los últimos años, vamos a tener que decir aquello de que France is different, como se ha dicho de nuestro país lastrado por una leyenda negra secular tan exagerada como injusta. A Gisèle no podemos más que enviarle ánimos para soportar esta película de terror kafkiano y judicial en la que la han metido unos energúmenos. Al menos podrían haberle ahorrado la pesadilla de tener que cruzarse con sus violadores por los pasillos (durante días y semanas), permitiéndole declarar por videoconferencia. Pero a alguien se le ocurrió que era buena idea arrastrarla al banquillo para que diese la cara, quizá por roja y feminista en rebeldía contra el imperio de la crueldad del macho galo.