Las elecciones europeas y el crecimiento de la ultraderecha en todo el continente pusieron a las democracias de la UE en situación de alarma. Salvo contadas excepciones, las formaciones extremistas habrían tenido un incremento del apoyo popular muy profundo. Sin embargo, todas las miradas estaban puestas en un país: Francia. Marine Le Pen había logrado la victoria y la convocatoria de legislativas por parte de Emmanuel Macron provocó que toda Europa contuviera la respiración.
Ayer, finalmente, se pudo respirar, puesto que Reagrupación Nacional quedó en tercer lugar por debajo del Nuevo Frente Popular y de la coalición creada en torno al presidente Macron.
Sin embargo, el peligro está ahí, latente, expectante y millones de franceses tienen ya preparadas sus guadañas y sus picas afiladas en espera de que el nuevo gobierno salido de las urnas falle. Entonces será el momento en el que la inestabilidad política pase a rebelión ciudadana.
Ayer, Le Pen ya advirtió de que su derrota era la consecuencia de alianzas antinaturales pero que «si tiene que ser así…». Ahora ha llegado el momento de la alta política. El pueblo cumplió, frenó democráticamente a la extrema derecha. Pero el proceso sigue y los políticos suelen tener la mala costumbre de enredarse en guerras internas, partidistas o ideológicas que, finalmente, se convierten en la gasolina de los ultras.
Los resultados determinaron que ningún partido o coalición tiene mayoría absoluta, por lo que serán necesarios pactos y consensos entre formaciones en las que hay profundísimas diferencias programáticas. Ya lo advirtió el ex primer ministro macronista Edouard Phillipe: «Vamos a tener que escuchar al país, mirar al mundo y a la realidad a la cara, y trabajar duro para proponer un proyecto coherente y sólido al pueblo francés. La credibilidad de nuestro país podría verse dañada y las fuerzas políticas centristas deben llegar a un acuerdo sin concesiones para estabilizar la política, pero sin Francia Insumisa ni Reagrupación Nacional».
Antes de sentarse a negociar, se están poniendo vetos, lo que derivará en una inestabilidad que alimentará aún más a Le Pen. Ese es el riesgo.
La izquierda puso sobre la mesa algo que millones de franceses sospechan: la posibilidad de que Emmanuel Macron no quiera pactar con la izquierda o que, incluso, se pudiera negar a nombrar a un primer ministro de la coalición progresista.
«El presidente Macron tiene el poder y el deber de hacer un llamamiento al Nuevo Frente Popular para que gobierne. Nuestro pueblo ha votado con conciencia. Esta noche Agrupación Nacional está lejos de tener la mayoría absoluta. Esto es un gran alivio para un gran número de personas en nuestro país, que se han visto terriblemente amenazadas», ha dicho Jean-Luc Mélenchon, líder de La Francia Insumisa, la formación del Nuevo Frente Popular que más votos y diputados puede haber conseguido.
La clase política, no sólo la francesa, sigue sin realizar un análisis certero de lo que está sucediendo. El crecimiento de la extrema derecha no es la consecuencia de que hubiera una población de millones de fachas durmientes que antes no iban a votar. El crecimiento de los Le Pen, Abascal, Meloni, Alvise de turno no es más que la consecuencia de más de 15 años de políticas ineficaces. En Francia, como en el resto de las grandes economías, las familias de clase media y trabajadora están perdiendo poder adquisitivo a pasos agigantados. En la Unión Europea se ha dado la patente de corso a las grandes multinacionales de todos los sectores para que puedan aplicar abusos que en otras circunstancias hubieran sido imposible.
La extrema derecha es la consecuencia de la corrupción absoluta del concepto de servicio al pueblo. Todas las democracias occidentales están permitiendo que las políticas económicas se centren en lo macroeconómico, mientras que la economía de los hogares se deja al albur de las fluctuaciones de los intereses de las élites. Los datos oficiales demuestran que los crecimientos espectaculares del PIB sólo tienen un reflejo positivo en las cuentas de explotación de las grandes corporaciones y en las cuentas corrientes de los altos ejecutivos. El pueblo no está recogiendo ningún fruto. Más bien al contrario, es el que está pagando la fiesta gracias a la ineficacia o a la sumisión de los gobiernos democráticos, tanto de izquierdas como de derechas, a cumplir con las necesidades de las clases dominantes. Si sobra algo, entonces se reparte al resto de la ciudadanía. Eso es lo que está sucediendo y de eso se aprovecha la extrema derecha.
Por otro lado, la atomización del panorama político francés generará la misma inestabilidad que existe en España, por ejemplo. La clase política tampoco se está dando cuenta de que el momento actual requiere de la implicación de todos y, sobre todo, de generar la estabilidad suficiente que derive en prosperidad económica y social.
En consecuencia, estamos en un momento en el que para frenar a la extrema derecha hay que abandonar las luchas partidistas, derribar los muros ideológicos a través de enormes consensos, y avanzar en gobiernos de gran coalición. Ahora Francia lo necesita. En países como Alemania o en los países nórdicos se dieron cuenta de ello hace tiempo. En España, es fundamental, sobre todo cuando se tiene a un presidente que genera desprecio por, precisamente, las decisiones adoptadas en el pasado en referencia a las coaliciones que, con la perspectiva del tiempo, se demostraron equivocadas.