Juan Lobato ya es historia del PSOE. Ayer, como hicieron otros muchos antes que él –las personas pasan, el partido permanece– el joven político madrileño se despidió de los suyos, metió sus cosas en la clásica caja de cartón y con las mismas salió de su despacho para siempre. Fue un despido cantado, un despido en diferido, tal como anunciamos en primicia en esta misma columna. No le quedaba otra salida que dimitir, y dimitió.
Los errores de Lobato, los cinco lobitos de Lobato, ya los hemos analizado en días anteriores. Uno, irse al notario con información sobre el novio de Ayuso que podía ser una peligrosa bomba para el partido. Dos, las críticas internas de alcaldes de peso de Madrid, que siempre lo han visto demasiado blandito o timorato con la presidenta castiza. Tres, consecuencia de lo anterior, sus decepcionantes resultados electorales (hasta Más Madrid le ha comido la tostada). Cuatro, su tibieza o escaso entusiasmo con las políticas del Gobierno Sánchez (se alineó con Page y Lambán cuando la amnistía y su plan alternativo para revertir el paraíso fiscal madrileño no gustó a nadie). Y cinco, la federación socialista madrileña era, si no la casa de tócame Roque, sí un barco sin rumbo y sin un capitán con un liderazgo fuerte y decidido. A la vista del currículum del dimisionario, no puede decirse que el partido pierda precisamente a Alfonso Guerra, por poner el ejemplo de un socialista que hizo historia.
Pero, sin duda, lo que termina de condenar a Juan Lobato, más allá de su insuficiente gestión política, es esa ida y venida al notario para dar fe de los datos fiscales de la pareja de Ayuso. Nadie que recibe unos recortes de prensa por correo electrónico o WhatsApp (como ha jurado y perjurado) se va con ellos al fedatario público para levantar acta y cubrirse las espaldas. Es evidente que tenía material altamente comprometedor, material judicial probablemente salido del horno de la Fiscalía, y esa documentación confidencial que le remitía Ferraz (o Moncloa, vaya usted a saber) podía ser letal para otras personas del partido, entre ellas el propio presidente del Gobierno. Pues sabiendo todo eso, al muchacho no se le ocurre otra cosa que ponerse una carpetilla bajo el brazo y pedir cita con un notario de Madrid. Ya puestos, ¿por qué no le llevó los papeles a un abogado de la trama Gürtel? Y aún se extraña de que lo echen.
A Juan Lobato (quizá habría que llamarlo Juan “Novato”, por la bisoñez que ha demostrado en toda esta crisis) no lo han linchado públicamente los fontaneros de Ferraz, tal como denuncia él. Se ha pegado un tiro en el pie él solito, demostrando que es demasiado inocente o cortito para la política. Queremos seguir pensando que Juan es un buen tipo y que todo este embrollo en el que se ha metido sin comerlo ni beberlo, dinamitando el sanchismo desde dentro, obedece a un fatal error de cálculo. Y queremos creer también que no ha habido mala fe por parte del cesante, sino un desatino, un mal día, un miedo incontrolable a la Justicia ayusista que le ha costado el cargo, porque si empezamos a atar cabos, y haberlos haylos, nos pondremos de muy mala leche, nos quemaremos la sangre, nos subirá la bilirrubina y no es plan. Casi es preferible vivir al margen, ignorantes de todo, ciegos, sin saber más sobre este extraño caso, aun siendo perfectamente conscientes de que el affaire Lobato desprende un tufo a conjura que tira para atrás. Si Isabel Díaz Ayuso se hubiese sentado a diseñar con MAR un buen final para su cruel venganza contra el partido socialista por haber aireado los delitos fiscales de su novio no habría encontrado un mejor epílogo que el que se ha dado: el líder socialista corriendo al notario, como un desertor, para dejar en pelotas a Pedro Sánchez. Ay Juan, Juanito, Juanete. Si esto no se parece a un tamayazo de gratis para terminar de darle la puntilla al maltrecho PSOE, que baje Dios y lo vea.
Ahora solo quedan las lágrimas de unos cuantos supuestos “lobistas” (llamemos así a los pocos seguidores y adeptos del líder depuesto) que andan tras las esquinas llorando como plañideras por la injusticia cometida, por la maldad del implacable y sangriento dictador Sánchez, por la pérdida para el país que supone un hombre limpio, decente y honrado víctima de la saña del autócrata. Solo que Lobato no es un símbolo de nada, en todo caso uno de esos tótems de cartón piedra de la líquida posmodernidad. A la política no solo hay que ir llorado de casa, también experimentado en la guerra sucia, en la interna y en la externa. La política, y más la política de hoy, es para tipos duros, para aguerridos gladiadores, para gente bragada y cínica sin demasiados remordimientos ni escrúpulos. Si vas de tierno y educado, de bondadoso y sensible, te comen los tiburones, ya sean los rojos o los azules.
Lo dicho, queremos pensar que al bueno de Juan Lobato le ha perdido un momento terrible en el que, sudando la gota gorda, se miró al espejo, o sea al abismo negro, y se vio entrullado sin remedio por el juez Peinado. Dejémoslo ahí aunque nos tomen por primos, pardillos o pagafantas. No hurguemos más en el caso, no removamos más la mierda, no vaya a ser que salgan sorpresas desagradables, como está pasando con Aldama, a quien ya le están encontrando el pasado como fiel empresario del PP. No vemos nosotros a Lobato como un agente doble de la CIA o de Génova 13, pero lo único cierto es que las carcajadas de Ayuso y MAR se oyen desde Alpedrete. Ni en sus mejores sueños pudieron imaginarse este final inesperado y trepidante. Y cómo le pegan al champán.