Tal como se esperaba, la sesión de control al Gobierno se ha convertido en un ring donde Sánchez y Feijóo han vuelto a arrearse de lo lindo. El presidente se ha defendido como ha podido, en un rincón del cuadrilátero, ante los golpes bajos y embestidas de su contrincante. El inquilino de Moncloa ha lanzado zascas contra Ayuso y su novio mientras el dirigente popular le ha exigido que cese al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, tras su procesamiento por el Supremo. En realidad, Sánchez no tiene potestad para cesar al máximo responsable del Ministerio Público. Ni está en la Constitución, ni está en la ley. Y además el juez Hurtado se ha inventado un auto contra García Ortiz que más que una resolución judicial fundamentada parece una novela de espías al más puro estilo Frederic Forsyth, el maestro del best seller que nos acaba de dejar. El magistrado ha emitido un escrito que no pasaría el examen de primer curso en Derecho Penal, ya que no ha logrado reunir ni una sola prueba para demostrar que el fiscal general filtró a la prensa el dosier del defraudador confeso, o sea la pareja de la lideresa madrileña. Nada tiene pies ni cabeza, ni la más mínima lógica, pero qué más da: Feijóo ya chapotea alegremente en el charco del todo vale, la demagogia y el populismo, como aquel Gene Kelly de Cantando bajo la lluvia.
La cosa, el golpe blando al sanchismo, funciona de la siguiente manera: un grupo salvaje o caverna de jueces prejubilados, nostálgicos y expertos en lawfare o guerra sucia –todos ellos ídolos de la extrema derecha de este país–, va redactando los thrillers, las historias de ficción (en ocasiones de ciencia ficción) que Feijóo aprovecha después como munición para hacer valer su discurso político, reducido a un único punto: el “Váyase, señor Sánchez”, reedición de aquel otro “Váyase, señor González” con el que Aznar desalojó a Felipe en el 96. La estrategia política de la derecha española para tomar el poder, en connivencia con la camarilla judicial, es siempre la misma: lo que no se pueda conseguir con las reglas de la democracia se logra con juego sucio. Si no es por lo civil, por lo criminal. Conspiración, intriga, montaje y bulo bien publicitado por el William Randolph Hearst de turno, el gurú de la prensa madrileña que toque en ese momento histórico concreto (en los noventa Pedrojota y El Mundo, hoy Eduardo Inda con su panfleto OK Diario, también en eso hemos ido a peor).
Y no hay mayor secreto. Sánchez va a caer por puro cansinismo, por puro hartazgo de la sociedad española, intoxicada por una derechona especializada en crear el clima enrarecido, tóxico para el país. El PP insiste una y otra vez en que el ambiente político es “irrespirable” cuando son ellos mismos los que propalan la fumigadora del veneno, cada mañana, con sus historias propias de revistas pulp, género noir o hard boiled. Todo está inventado. Cuando Feijóo le dice a Sánchez “ríndase a la democracia” lo que está queriendo decir realmente es ríndase al golpismo blando, al franquismo posmoderno. O sea que está liquidado, que ha llegado su hora, que lo van a hacer picadillo porque un socialista nunca puede gobernar España. Todo esto no es más que mafia de la buena, autocracia y trumpismo de la línea dura o purga como la que lleva a cabo cierto millonario con ínfulas instalado en la Casa Blanca para acabar con todo vestigio de disidencia izquierdista y con los derechos cívicos en el mundo libre. El guion está perfectamente trazado. Primero la liquidación de las libertades, después la inevitable revuelta en las calles, excusa perfecta para el estado de excepción.
La maniobra de acoso y derribo contra Sánchez va dirigida contra cualquier ciudadano que vote a los “zurdos” (como dice el loco Milei despectivamente). Todo esto se parece bastante a aquella caza de brujas que el macartismo emprendió contra Dashiell Hammett, el gran escritor norteamericano al que el Comité de Actividades Antiamericanas arruinó la vida sentándolo en el banquillo por comunista, encarcelándolo y condenándolo a limpiar letrinas, al infierno de la tuberculosis y a la lenta agonía de la muerte civil. Prohibieron sus novelas, cancelaron sus programas de radio, le embargaron todos sus bienes e ingresos. Lo asfixiaron. Lillian Hellman cuenta toda esta represión macartista contra su gran amor en su imprescindible Tiempo de canallas.
La ola reaccionaria fascista retorna con fuerza. Cualquier disidente del nuevo régimen en ciernes será acusado de corrupto, de comunista, de traidor a la patria, qué más da. Le buscarán los trapos sucios y si no los encuentran los inventarán. Lo han hecho con el fiscal general del Estado, lo han hecho con Miguel Urbán, al que le han montado una encerrona con cuarenta kilos de coca inexistentes y lo han hecho con decenas de víctimas de las cloacas policiales del PP, tal como denuncia el empresario Pérez Dolset. Nadie está a salvo del nuevo macartismo. Tendríamos que remontarnos un siglo atrás para encontrarnos con un Estado de terror y purga similar.
La operación contra el fiscal general del Estado no es más que la coartada para sentar a Pedro Sánchez en el banquillo de los acusados (Hurtado prepara el terreno cuando apunta a Moncloa, sin prueba alguna, como ente último que dio la orden de airear los fraudes al fisco de la presidenta de Madrid). Hoy le han vuelto a endosar otro pleito al presidente, esta vez por conflicto de intereses en el rescate de Air Europa, un asunto que se ha reabierto tantas veces como se ha cerrado. Se trata de marear la perdiz hasta que la perdiz caiga, como en aquellas cacerías en el coto privado franquista. Un café de Begoña Gómez con Javier Hidalgo, directivo de Globalia: esa es toda la prueba que tienen para orquestar un nuevo escándalo. Mientras tanto, los siempre clasistas jueces y fiscales conservadores vuelven a manifestarse contra la Ley Bolaños a las puertas de los juzgados. Togas ilustres, odio de rancio abolengo, niños de papá que se niegan a compartir la jugosa tarta de la Justicia con los hijos de los obreros. La revolución ultraconservadora continúa.