Feijóo ha entrado en un momento lisérgico y ni él mismo sabe ya a lo que juega. La incoherencia es el peor enemigo en política, pero en los últimos tiempos el dirigente conservador la practica con descaro y sin pudor. No es que el gallego, a lo largo de su singladura profesional, se haya destacado precisamente por su congruencia en los diferentes asuntos de Estado (ha dado más bandazos que un espontáneo o muletilla echado al ruedo), pero de unas semanas a esta parte es como si hubiese perdido el norte, el oremus ideológico, y está ofreciendo síntomas de haber petado. Solo así puede explicarse que un día parezca más ultra y hooligan que Santiago Abascal (como cuando alaba las políticas migratorias deshumanizadas de Giorgia Meloni, gran referente de la extrema derecha de inspiración mussoliniana) y al día siguiente saque a pasear su presunto perfil socialdemócrata (como cuando se muestra dispuesto a reducir la jornada laboral para avanzar en la conciliación y la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora).
¿Estamos ante una conducta extraña, propia de un desdoblamiento de personalidad, o se trata de una estrategia minuciosamente diseñada por Génova 13 para atraerse tanto al votante facha como al desencantado de Sánchez? Lo fácil, claro está, sería pensar que este hombre es así, ambiguo, anfibológico, equívoco. Pero uno, que no cree en casualidades, y menos en política, se decanta por que todo obedece a un plan calculado por los asesores o spin doctors de las derechas. El problema es que, como en ese partido siempre ha habido dos almas, una dura y posfranquista y otra (minoritaria) propia del ala liberal, los rasputines en la sombra compiten a la hora de susurrarle a Feijóo cuál debe ser el próximo movimiento.
De esta manera, Feijóo se levanta por la mañana, se pone con La Razón y el ABC mientras da cuenta de un café con tostadas –desayuno servido en bandeja de plata y frente al versallesco ventanal abierto a unas excelentes vistas de Madrid, que para algo es de derechas– y mientras está tratando de sacar conclusiones (tonto no es, tiene criterio propio) suena el teléfono móvil. Entonces emerge la voz nerviosa de Borja Sémper, le alerta de que amenazar a Repsol por compadrear con Maduro será un desastre para la Bolsa, le pide calma en el linchamiento moral a Begoña Gómez y le advierte de que el partido se le está escorando demasiado hacia el lado oscuro de la fuerza, hacia el lado nostálgico, de modo que le pide contención, moderación, dar apariencia de cordero más que de lobo feroz. Sémper sabe de lo que va este juego y le informa de que Se Acabó la Fiesta, el engendro de Alvise, se ha ido al carajo de la noche a la mañana por un presunto criptochiringuito con estafa piramidal, así que conviene ser inteligente para que los 800.000 votantes del agitador youtuber retornen al redil del PP. Entonces Feijóo toma buena nota de lo que le dice su aplicado delfín de la corriente Harvard, reflexiona, comparte el diagnóstico y hace propósito de enmienda. Seré buen chico, le promete.
Sin embargo, no han pasado ni cinco minutos cuando vuelve a sonar el teléfono (mecachis). Es lo que tiene ser político, que uno vive full time para atender a los diferentes pesados del día, y la voz de la señora retumba en todo el salón. Es Ayuso y está enfadada, muy enfadada. Tras preguntarle que qué es esa mierda de proponer cosas socialdemócratas para que los obreretes vivan mejor (la patronal está que trina), le suelta un chorreo y le amenaza con montar un Cristo en la ejecutiva nacional. Entre reprimenda y tirón de orejas, ella se queja de que todo lo que está haciendo en Madrid para que el PP se parezca un poco más a una fuerza política falangista (comiéndole terreno a Vox) puede irse al traste por ser demasiado tibio, demasiado derechita cobarde, demasiado maricomplejines, como dice Federico. Entonces el líder del Partido Popular coge su libreta y tacha todo lo que le ha dicho el bueno de Borja, apuntando encima las nuevas sugerencias de la lideresa. “¿Pero qué dice esta? ¿Cómo que estoy coqueteando con el socialismo?”, piensa para sus adentros un tanto resentido. Y lamenta que Ayuso no haya entendido su última genialidad táctica, su último ejercicio de trilerismo y tocomocho al trabajador, al que propone una jornada laboral de nueve horas durante cuatro días a la semana, sometiendo al currante a la misma sobrecarga de trabajo de siempre, solo que condensada en menos tiempo. La oferta, que según él garantiza la producción y deja contento al patrón, no tiene otra razón de ser que la propaganda política (como siempre), es decir, contraprogramar los treinta minutos de rebaja diaria, para conciliar, de Yolanda Díaz.
La primera hora de la mañana, antes de darle el último sorbo al café y salir disparado para el Congreso de los Diputados, la completa Feijóo con un breve repaso a los titulares de los periódicos gallegos, que últimamente se le han desmandado y andan revolucionados con los escándalos sobre su hermanísima, su primísima y su cuñadísimo. Sin embargo, concluye que todos esos ecos de caciquismo local que le atribuyen, de momento, han de ser aparcados porque no le da la vida. Así que sube al coche oficial mientras en su cabeza brotan las dudas y disyuntivas más terribles. ¿A quién hacer caso? ¿Qué camino tomar? ¿Qué rumbo es mejor para el partido? Y en eso el teléfono vuelve a sonar una y otra vez, Aguirre con sus chuminadas de marquesona siempre de mal humor, el director de la caverna metiéndole presión para que le dé noticias, el juez tal que quiere reunirse con él para estudiar el último lawfare contra Pedro Sánchez, Garamendi pidiéndole mano dura con los sindicatos, Aznar con sus armas de destrucción masiva y su delirante apoyo del genocidio palestino… Qué mareo. ¿Así cómo va a llegar uno a la categoría de gran estadista templado e institucional para la historia?