Llama poderosamente la atención cómo personas del entorno más cercano de Íñigo Errejón, el líder intelectual de Sumar hoy bajo sospecha de acoso sexual, se desmarcan ahora del político defenestrado, huyendo de él como de la peste o haciendo leña del árbol caído. Todos en el partido, incluso los más allegados e íntimos, quienes trabajaron con él codo con codo durante años, juran y perjuran que apenas le conocían, que sí, que alguna vez se tomaron una copa con él en algún bar de Vallecas o Malasaña, pero que nunca le notaron o vieron nada raro. No es creíble. Nadie puede ocultar su auténtica personalidad machista sin que le aflore un tic, un comentario, un gesto, un chiste o maldad, un algo que chirría en quien escucha.
Todo esto lo decimos, mayormente, por Pablo Iglesias, el Rasputín en la sombra de lo que queda del naufragio de Podemos. Iglesias y Errejón fueron uña y carne durante años, trabajaron en mil proyectos, levantaron un partido de la nada y mano a mano. Salían juntos, se las tomaban juntos, ligaban juntos. Hasta la cruenta ruptura de esa amistad, ambos eran como esos universitarios capaces de copiar en un examen por el bien del otro, más aún, como aquellos Robert Redford y Paul Newman de Dos hombres y un destino, solo que menos guapos. Hermanos, siameses, separados al nacer.
La ruptura por cuestiones personales y políticas (Errejón fue purgado de Podemos, no lo olvidemos) dio paso a un odio cainita, fratricida, tal como está demostrando el propio Iglesias con sus declaraciones de los últimos días. “De esto se hablaba hace un año”, asegura el que fuese vicepresidente del Gobierno Sánchez, a quien no le ha cogido desprevenido el final trágico que ha corrido su examigo. Sorprende que sea precisamente ahora –tras la caída del monstruo a los infiernos, como en el poema de Rimbaud–, cuando, quien estuvo tan cerca del depravado, se descuelgue con estas revelaciones. Fueron miles de horas de estudio hasta altas horas de la madrugada, de encendidos debates políticos a la luz del flexo (uno desde el comunismo bolivariano, otro desde la socialdemocracia), de intercambio de ideas entre birras y cafés cargados, pero por lo visto Iglesias jamás escuchó nada sobre sexo extraño y drogas, ni presintió nada que le pusiera en alerta, ni vio nada que le hiciera sospechar las preferencias sexuales raritas de quien en aquella época era carne de su carne. No es creíble. Y menos teniendo en cuenta que estos dos compartían tanto, el sueño de asaltar los cielos, las esperanzas e ilusiones sobre una España republicana, las camisas, la bicicleta, el bonobús y los ligues, todo por este orden de importancia.
Pero ahí está el excoletas, marqués de Galapagar y exministro implacable que quiso controlar el CNI para sus cosas, machacando sin piedad y sin un ápice de elegancia al flaco muerto. La ética le aconsejaba taparse un poco, cerrar el pico, callar y dejar pasar la polvareda, nunca mejor dicho. Y no solo porque es de mal gusto (cuando no de mala gente) pisotear a un examigo, sino porque él también tiene sus polémicas machistas en la hemeroteca, como cuando lo cazaron diciéndole a Monedero que le gustaría azotar a Mariló Montero hasta que sangrara (bromeando al tiempo con su condición de “marxista algo perverso convertido en psicópata” y empleando un lenguaje más cipotudo que feminista); o cuando, como buen macho alfa, protagonizó un cartel de Podemos en fechas próximas al 8M en el que sólo aparecía su ilustrísima, de espaldas y puño en alto, rodeado del pronombre personal masculino singular “ÉL”, eso sí, con mucho colorín morado.
Debe haber demasiadas cuentas pendientes entre ambos personajes, e Iglesias se ha propuesto saldarlas echando la última palada de tierra sobre un tipo al que llegó a querer como a un niño de teta y del que se apartó bruscamente, quizá por la codicia del poder. “No tenía ni buena opinión personal ni política de Errejón y hace más de cinco años que no hablamos, pero fue mi amigo y no me alegro de que tenga un final tan siniestro”, ha matizado tratando de que no se le note demasiado la inquina, el rencor, la ojeriza.
Este Me Too a la española, detonado por la periodista Cristina Fallarás días antes de la publicación de su libro, era urgente y necesario para quitarle la máscara al machista de izquierdas, que también los hay y muchos. Pero nada es gratuito y de la caída en desgracia del ángel negro socialdemócrata emerge el liderazgo de un Iglesias que, según algunas voces, podría estar pensando en volver a la primera línea de la política más pronto que tarde. Dicen que está harto de las aburridas tertulias, de intentar ser el Randolph Hearst de la prensa izquierdista madrileña, de vivir en el ostracismo (y entre ostras, como un burgués arrepentido). Ahora que el odiado hermano está fuera de combate y se enfrenta a la sombra del trullo, ahora que la malvada bruja del norte Yolanda parece amortizada y lista papeles, Iglesias siente la tentación de reverdecer viejos laureles, poniéndose otra vez a la cabeza del movimiento de los indignados, como si no hubiese pasado nada en todos estos años y para terminar de joder a la causa, a los ilusos que creyeron en el proyecto, al país entero. No quiera Dios que alguien tan nefasto que ha ahondado en el populismo, la polarización y el guerracivilismo, retorne de nuevo. Con un feminista falso y fallido ya tenemos bastante. No tenemos por qué arriesgarnos a otro señoro fracasado que siempre ha estado dándole lecciones políticas (y de las otras) a tantas mujeres.