Ramón Alaix y Marcos Recolons han sido declarados culpables de encubrimiento en uno de los escándalos de pederastia más atroces de América Latina. Aunque el fallo les condena a un año de prisión, podrán evitar la cárcel. La justicia boliviana comienza a desmontar décadas de silencio e impunidad.
En un país marcado por la desigualdad y la impunidad estructural, la sentencia dictada por un tribunal de Cochabamba contra dos jesuitas españoles —Ramón Alaix y Marcos Recolons— representa un pequeño pero significativo paso en el reconocimiento judicial de uno de los crímenes institucionales más vergonzantes de las últimas décadas en Bolivia.
Los hechos son tan abrumadores como lo es el número de víctimas: cientos de menores abusados sistemáticamente durante años por sacerdotes de la Compañía de Jesús, encubiertos por sus superiores con una mezcla de soberbia clerical, cobardía institucional y cálculo político. El sacerdote Alfonso Pedrajas, fallecido en 2009, dejó constancia en su diario de los horrores que perpetró durante más de dos décadas. No lo ocultó: lo escribió. Lo sabía, lo asumía… y nadie lo detuvo.
El perdón que hiere
Alaix y Recolons han sido declarados culpables de ocultar denuncias por abusos sexuales contra menores en el Colegio Juan XXIII y otras instituciones educativas jesuitas. La Comunidad Boliviana de Sobrevivientes (CBS) logró probar, a través de cartas firmadas y documentos internos, que ambos omitieron su deber de denunciar. Sin embargo, al tratarse de una condena de solo un año de prisión, los dos religiosos, octogenarios, se beneficiarán del perdón judicial. No entrarán a la cárcel.
La propia CBS ha aclarado que su intención no era encarcelar a dos hombres ancianos, sino sentar el precedente necesario para romper décadas de encubrimiento. Aun así, la decisión judicial tiene un sabor amargo: no solo por la liviandad de la pena, sino por lo que simboliza. Es difícil no ver en este perdón judicial una prolongación simbólica de los silencios que protegieron a los agresores durante tanto tiempo.
No se trata de venganza —como ellos mismos han subrayado—, sino de verdad. Pero ¿cómo construir una verdad histórica cuando las estructuras que protegieron la violencia siguen resistiéndose a asumir responsabilidades concretas?
La sombra de Roma y la impunidad extendida
El caso de Alfonso Pedrajas no es el único. Ya están en marcha nuevas investigaciones contra otros jesuitas, incluidos los presuntos encubridores del sacerdote Luis Roma, también español, cuyo caso —enterrado durante años— fue reabierto en 2024 gracias al testimonio de víctimas y exmiembros de la orden. Las imágenes, los diarios, los testimonios: las pruebas no faltan. Faltó, durante años, la voluntad institucional.
Más de 500 víctimas han sido identificadas por organizaciones bolivianas. Niñas y niños que vivieron en internados, colegios y misiones rurales, en contextos de extrema vulnerabilidad, en los márgenes del Estado, donde la Iglesia tenía más poder que cualquier autoridad civil. En esos entornos, los abusos sexuales no fueron la excepción: fueron el sistema.
Y como suele suceder con el abuso sistemático, no habría sido posible sin la complicidad silenciosa de muchos que sabían. Sacerdotes, superiores, responsables institucionales. Sabían y callaron. O peor: sabían y protegieron a los agresores, trasladándolos de ciudad, ocultando sus expedientes, negociando con la culpa ajena desde el confort de su sotana.
Silencio institucional y deuda pendiente
Mientras la justicia avanza lentamente, la Compañía de Jesús en Bolivia ha optado por desaparecer del debate público. Hace meses que no emite comunicados, no actualiza su página web ni responde a los medios. El silencio de la institución contrasta con el coraje de las víctimas, que han tenido que reconstruir sus historias una y otra vez para que alguien las escuche.
Ese silencio es parte del problema. No se trata solo de lo que ocurrió en el pasado, sino de lo que no ocurre en el presente. No hay reparación posible sin una asunción clara de responsabilidades, sin transparencia, sin una actitud activa para desmontar las estructuras que permitieron el horror.
Este caso —como tantos otros en distintos rincones del mundo— pone en evidencia el poder de las instituciones masculinas, jerárquicas y cerradas para silenciar el daño y preservar su imagen. El encubrimiento de los abusos no es un accidente, sino una consecuencia lógica de un sistema que concede autoridad absoluta sin rendición de cuentas y que siempre protegió más al agresor que a la víctima.
Memoria, justicia y reparación
La sentencia contra Alaix y Recolons no es una victoria total, pero es una grieta en el muro de la impunidad. Una grieta por donde se cuelan las voces de quienes nunca fueron escuchados. Porque lo esencial no es si pasarán un año entre rejas, sino si la sociedad —y la propia Iglesia— estará a la altura del reto que implica reconocer, reparar y garantizar que nada de esto vuelva a ocurrir.
El verdadero perdón no lo dicta un tribunal. Lo conceden, o no, las víctimas. Y para que eso sea posible, hace falta mucho más que una condena simbólica. Hace falta verdad, justicia y un compromiso real con la memoria. Y eso, de momento, sigue pendiente.