Reaccionarismo digital: cómo la ultraderecha coloniza el algoritmo

La extrema derecha ha encontrado en las plataformas digitales una vía privilegiada para expandir su influencia cultural y política. El diseño algorítmico de redes como TikTok, YouTube o X amplifica sus mensajes facilita su viralización

14 de Julio de 2025
Actualizado a las 10:03h
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Foto: FreePik

El terreno de las redes sociales no es neutral. Los algoritmos que organizan la atención en internet favorecen los contenidos emocionalmente intensos, disruptivos, breves y polarizadores. En ese ecosistema, las derechas reaccionarias han logrado adaptar su discurso con notable eficacia: utilizan formatos audiovisuales ágiles, estructuras narrativas simples y un uso deliberado de símbolos que apelan al miedo, la nostalgia o el resentimiento.

Este dominio del espacio digital no es fruto de la improvisación. Responde a una estrategia de ocupación discursiva y cultural que entiende el lenguaje de las plataformas, se adapta a sus ritmos y aprovecha sus recompensas. El resultado es una creciente normalización de ideas autoritarias y excluyentes presentadas bajo una envoltura de modernidad y desafío.

Una estética del orden para tiempos de desorientación

En un contexto marcado por la inestabilidad económica, la desafección política y la incertidumbre vital, la promesa de orden y autoridad adquiere atractivo emocional. El discurso reaccionario se construye sobre una visión idealizada del pasado, una denuncia del presente como decadencia y una apelación constante al conflicto identitario. Todo se presenta como una lucha cultural entre un “nosotros” virtuoso y un “ellos” amenazante.

Este marco binario se transmite con una estética visual cuidada, directa y provocadora. La sobriedad ha sido sustituida por el impacto. La argumentación pausada por la sentencia contundente. Cada vídeo, cada meme, cada consigna está pensada para generar adhesión inmediata y rechazo frontal. La política se convierte en espectáculo, y el espectáculo en emoción compartida.

La eficacia de este modelo se basa en la reiteración y en la ocupación constante del espacio digital. No busca convencer mediante la razón, sino afianzar un sentido común reaccionario a través de la repetición, el ritmo y la saturación simbólica. El objetivo no es ganar debates, sino imponer marcos.

Desorganización progresista y déficit de relato

Mientras tanto, las fuerzas progresistas muestran dificultades estructurales para habitar este nuevo ecosistema comunicativo. Acostumbradas a la lógica de la deliberación, el matiz y el rigor conceptual, muchas veces fracasan a la hora de traducir sus posiciones al lenguaje audiovisual contemporáneo. La complejidad no logra hacerse viral.

A ello se suma una fragmentación interna que dificulta la construcción de relatos comunes y emocionalmente potentes. Las disputas internas, la desconfianza hacia el formato breve o la dependencia de canales institucionales limitan la capacidad de resonar en el ámbito digital. La desconexión con los códigos culturales de las generaciones más jóvenes es cada vez más evidente.

Sin embargo, existen experiencias en distintos contextos que demuestran que es posible combinar profundidad política y eficacia comunicativa. Cuando se construyen narrativas con capacidad pedagógica, sentido histórico y ambición emocional, se puede disputar el sentido común sin caer en la caricatura ni en la simplificación burda.

El reto no consiste en replicar la estética del adversario, sino en generar un imaginario que convoque sin excluir, que movilice sin polarizar, que informe sin adoctrinar. Eso exige recursos, formación, alianzas y voluntad de disputar el campo cultural sin complejos.

Desinformación, poder y libertad

La expansión de contenidos manipulados, bulos y falsedades deliberadas plantea un desafío crucial para las democracias. La respuesta institucional no puede basarse exclusivamente en mecanismos punitivos o en sistemas de censura encubierta. La lucha contra la desinformación debe combinar vigilancia ética, transparencia tecnológica y, sobre todo, producción propia de sentido.

Combatir la mentira exige más que desmentirla: implica construir relatos verdaderos, deseables y compartibles. La verdad, por sí sola, no compite en un entorno saturado de estímulos si no se presenta con intensidad narrativa, solvencia emocional y comprensión del medio.

El espacio digital ya no es un complemento de la política, sino su terreno principal. Ignorarlo es renunciar a una parte sustantiva de la disputa democrática. Asumirlo con inteligencia no significa rendirse al espectáculo, sino aprender a intervenir en él con criterios éticos, estéticos y políticos sólidos.

El algoritmo no decide por sí solo. Lo alimentan los contenidos que se producen, los discursos que se comparten y las emociones que se activan. Entenderlo como campo de batalla simbólica es el primer paso para no dejarlo en manos de quienes lo usan para sembrar miedo, odio y exclusión.

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