Hace muchos años que dejé Twitter. Algo me decía que aquello era un vertedero de odio y bulos nada edificante para la salud mental de las personas. Hoy, el tiempo me ha dado la razón. Cada día son más los medios de comunicación, empresas y personajes públicos que abandonan la apestosa red social X, el vertedero ideológico ultra en el que Elon Musk siembra las semillas de la guerra, la extrema derecha, las mentiras sobre el cambio climático, la conspiranoia y el negacionismo anticientífico.
Estamos, sin duda, ante el inicio de la rebelión de las masas, de la que ya nos habló Ortega en su día. El necesario boicot no ha hecho más que comenzar y promete convertirse en un tsunami de demócratas hartos de que Elon Musk los manipule. En los últimos años, este flautista de Hamelín, este nuevo rico en dinero y pobre en valores morales y éticos, ha logrado atraerse a millones de tuiteros con sus cantos de sirena sobre un futuro mejor, sus fábulas sobre coches ultrarrápidos y viajes espaciales y su charlatanería tóxica que no tiene otro fin que seguir forrándose a cuenta de la gente que se mata a diario en sus chats. Pero el ciudadano empieza a despertar, a abrir los ojos. En las últimas horas, periódicos influyentes de todo el mundo empiezan a bajarse de esta nave de locos pilotada por un payaso que baila en plan egipcio mientras se lo lleva crudo. The Guardian ha sido el primero en anunciar que cierra su cuenta en X, al que le ha seguido La Vanguardia, que denuncia el “contenido tóxico” y la deriva de la red social X contra “los mínimos conceptos de ética y justicia” de una sociedad democrática.
El boicot global, la rebelión contra El Gran Hermano que idiotiza al pueblo desde Gibraltar hasta las antípodas, promete ir a más. Ya se han marchado la NPR, radio pública norteamericana, el Festival de Cine de Berlín, la Policía de Gales del Norte y el Colegio Real de Ortopedia de Reino Unido. Por algo se empieza. En España, Antón Losada y Juan Cruz, entre otros, también anuncian que se piran. Otros como Óscar Puente alegan que se quedan para resistir y “seguir luchando contra quienes intoxican o difaman”. Aquí creemos que se equivoca el ministro. Darle un clic al monstruo no contribuye a ganar la guerra híbrida de la desinformación contra el Matrix posfascista.
Hay muchas y buenas razones para bajarse de X, Twitter o como diablos quiera que se llame ese estridente altavoz orweliano al servicio del nuevo fascismo posmoderno. La primera de ellas, que su directivo se haya puesto al servicio de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales norteamericanas. Sin Elon Musk, el tipo que cree que los negros se comen las mascotas de los blancos jamás hubiese revalidado el cargo por segunda vez, abocando al planeta a otros cuatro años de incertidumbres, guerras arancelarias, desastres climáticos y más desorden mundial. X es el gabinete de prensa del gran embaucador y comprarle el producto es hacerle el juego.
En el fondo, bien mirado, Musk no es un ningún archivillano dotado de poderes maléficos, sino un niño de papá venido a más. Jamás fue el hombre hecho a sí mismo que creen algunos. Su padre, un ingeniero, promotor inmobiliario y copropietario de una mina de esmeraldas casado con una modelo, era el típico millonario cuya única preocupación en la vida era no tostarse demasiado el trasero en la tumbona de la piscina. “Teníamos tanto dinero que a veces ni siquiera podíamos cerrar nuestra caja fuerte”, llegó a decir papá Musk, que llevaba a un macho supremacista en su interior y de cuando en cuando zurraba a su mujer. Ella terminó pidiéndole el divorcio.
Todo aquello debió afectar gravemente al carácter retraído del niño Elon. De aquellas griferías de oro y comodidades de todo tipo, de aquellas discusiones y palizas domésticas, no podía salir más que otro pequeño castrado, un deficiente emocional, un disfuncional. El monstruo es un producto de la neurosis colectiva en un sistema capitalista enfermo. Toda su rabia contra el mundo (agravada por el hecho de que no tenía amigos y los abusones le pegaban en el colegio) le llevó a encerrarse en los ordenadores, en los videojuegos, cómics y juegos de rol, un mundo de marcianitos verdes alejado de la realidad. Y de ese desgarro interno, de esa disociación fría y deshumanizada, nació el cerebrito informático. En su adolescencia traumática que estamos pagando todos, Elon Musk no sabía quién era Pericles, padre de la democracia, pero te despachaba un chip en dos patadas. Y así, entre circuitos de silicio, cables y tornillos, forjó un imperio más grande que el del violento papá.
Pero, sin duda, hay algo en su biografía extraviada que marcó para siempre al personaje, convirtiéndolo en el hater sin escrúpulos que es hoy. Vivian, su hija trans. Elon Musk nunca pudo soportar que la sangre de su sangre fuese diferente, distinta a la de esa mujer rubia, anglosajona, heterosexual y esposa modelo que él esperaba de ella. Y eso acrecentó el rencor de un hombre que ya venía emocionalmente desequilibrado de serie y algo tocado del ala. Musk acusó a la izquierda woke de haberle lavado el cerebro a su heredera y se sumó a la desquiciada guerra cultural contra el lenguaje inclusivo no sexista, contra el feminismo y los cuartos de baño unisex. Lo único que ha conseguido es que su hija termine exiliándose, alejándose de las ideas políticas del progenitor trumpizado. “Ya no deseo estar relacionada con mi padre biológico de ninguna manera o forma. Ya no veo mi futuro en Estados Unidos”. Así lo dejó escrito en Threads (la red social de Meta que compite con Twitter). Toda una venganza filial servida en plato frío.
Elon Musk ha forjado el fuego del ciberfascismo o fascismo tecnológico para entregárselo al dios Trump en su intento de planificar un mundo uniforme, un pensamiento único, un régimen global totalitario donde solo caben los que piensan como ellos. Hay que huir de esa cloaca como de la peste tras compartir el último hashtag: rompe ya con el pirado. Si eres un demócrata, vete de ahí echando leches. Hazlo por la libertad de verdad.