Estados Unidos contiene la respiración ante unas elecciones que pueden cambiarlo todo, la vida cotidiana de los ciudadanos de cada estado (los del norte y los del sur), el sistema democrático, la política internacional del mundo entero. Medio país trumpizado espera el golpe definitivo con ansia y anhelo, mientras el otro medio siente auténtico pavor ante una derrota de Donald Trump y ha empezado a prepararse para lo peor. Comercios cerrados, puertas y ventanas protegidas con tablones de madera, fuerzas de seguridad públicas y privadas patrullando por las calles. Es como si más que para unos comicios presidenciales, los norteamericanos se estuviesen pertrechando para la llegada de un huracán: el huracán Donald.
El magnate neoyorquino viene insistiendo en la teoría de la conspiración, alertando de que quieren robarle las elecciones, y tiene a sus huestes, a los paramilitares de los Proud Boys y a los conspiracionistas de la secta negacionista Qanon permanentemente movilizados. Tal es así que el FBI teme que, de producirse una victoria de Kamala Harris, un segundo asalto al Capitolio está más que asegurado. La Administración Biden, consciente de lo que se le puede venir encima, ha dado órdenes de reforzar la seguridad en los edificios oficiales. El dispositivo policial puede ser lo nunca visto en aquel país. Miles de policías, agentes secretos, la CIA, la Guardia Nacional y hasta los marines de la Sexta Flota. Escenas propias de una de esas malas películas de acción con que suelen obsequiarnos los chicos de Hollywood. El despliegue ante la convulsión es inédito en la que se conoce como primera potencia planetaria, lo que demuestra que nos encontramos ante la decadencia de un imperio, ante un gigante con pies de barro que se desmorona por momentos. Solo si Kamala Harris sale ganadora de este envite crucial ante la historia tendría USA una mínima posibilidad de salvar su maltrecha democracia que, hoy por hoy, se encuentra seriamente amenazada por el populismo demagógico sectario, negacionista y neonazi.
Trump llegó al poder como un hombre racista y machista. Y ese, más el drástico tijeretazo al Estado de bienestar y a todo lo público (Sanidad, Educación, asistencia social, Protección Civil, etc), fue todo su programa político para su primer mandato. Hoy, a esas ilustres cualidades se une también su condición de delincuente con más de treinta causas pendientes con la Justicia y de golpista convicto y confeso (así ha quedado acreditado tras la investigación parlamentaria y judicial sobre los tristes sucesos del 6 de enero de 2021, cuando mandó a sus ejércitos de bárbaros fanatizados, más un tipo disfrazado de indio con cabeza de bisonte, a arrasar el Capitolio). Pero, pese a ese currículum, el fatuo millonario ha aprendido. Llegó como un novato y hoy, aunque siga siendo un tonto de remate que no sabe nada sobre nada, ha desarrollado la astucia del superviviente. Digamos que ha acumulado esa experiencia intuitiva de quien (sin formación y sin capacidades intelectuales mínimas para el cargo) ya ha pasado por el trance de gobernar y sabe lo que tiene que hacer.
De llegar a la Casa Blanca, preparémonos para un segundo mandato Trump más duro y ultra que el anterior, un gobierno cimentado en una agenda mucho más siniestra: control absoluto de la Justicia y del Tribunal Supremo (para salir airoso de sus trapacerías y ristra de delitos); endurecimiento de la ley penal y más competencias para la policía segregacionista; leña al inmigrante; medidas económicas sacadas del manual Milei que liquidarán totalmente el Estado y dejarán a millones de norteamericanos mucho peor de lo que están hoy; privilegios para ricos; más intolerancia, más desigualdad, más pobreza. Lo que viene siendo el populismo reaccionario posdemocrático, que algunos preferimos llamar fascismo posmoderno. ¿Cómo si no calificar a esos políticos republicanos negros que se declaran abiertamente nazis como admiradores de Adolf Hitler? Empecemos a llamar a las cosas por su nombre. Y pensemos en que una sociedad polarizada por el odio y nutrida con 400 millones de armas se encuentra al borde del enfrentamiento civil, que es donde quiere llegar el ultra del tupé rubio.
Trump es un abuelete batallitas con pocas luces (en realidad, tiene el cerebro de un mosquito de los pantanos de Florida), aunque no se le puede negar su retranca faltosa muy útil en esos mítines convertidos en el club de la comedia donde apenas se habla de lo importante de la política. Como buen ricacho que es ha sabido rodearse de un equipo de colaboradores ciertamente hábiles en las estrategias de manipulación de masas y mentes. Los spin doctors de la Tump Tower han planificado una campaña eficaz (bulos y mentiras a troche y moche bien envueltas en golpes de efecto retóricos en la red social de Elon Musk) y lo más importante de todo: han sabido taparle la boca al candidato, a tiempo, para que no diga demasiadas sandeces sobre los negros que se comen las mascotas de los blancos. Además, los asesores del partido conservador han conseguido rentabilizar los múltiples supuestos atentados de los que ha salido airoso el amado líder (y decimos supuestos porque unos han sido reales y otros no).
Fruto de esa estrategia, aderezada con el kétchup del odio (esa salsa que no falte nunca en la barbacoa trumpista), el líder republicano ha logrado alcanzar las urnas con una ligera ventaja sobre su contrincante, algo impensable en los tiempos anteriores a la posverdad. Si hace solo unos años nos hubiesen dicho que un candidato acusado de 34 cargos federales iba a llegar al martes clave con posibilidades intactas de gobernar lo habríamos tomado por loco. Si en aquella edad dorada de la civilización humana, cuando la tabla de valores éticos no estaba alterada, nos hubiesen dicho que un lío de faldas con una actriz porno como Stormy Daniels no le iba a pasar factura al aspirante, no nos lo hubiésemos creído. Antaño, en la pacata sociedad yanqui los affaires sexuales resultaban letales para cualquier político, ya fuese demócrata o republicano, véase aquella reveladora mancha de semen en el traje de Bill Clinton, o sea el caso Lewinsky. Lo que está pasando en la conocida como democracia más avanzada del mundo libre es simple y llanamente una distopía contra la que no podemos hacer nada. La corriente de un tiempo enloquecido tan imparable como el tsunami de Valencia.