En 1836, un puñado de tejanos indepes e irredentos se atrincheró en El Álamo para hacer frente al asedio del ejército mexicano (nada más y nada menos que 7.000 hombres bien armados) comandado por el general Santa Anna. Hoy, el Tribunal Supremo se ha convertido en el fuerte Álamo de la derecha española, en el último bastión o reducto del conservadurismo más rancio y retro ante la acometida de los ejércitos del sanchismo. De momento, no hay pólvora ni winchesters asomando por los ventanucos de la plaza rebelde, pero si alguien no para esto, ya mismo, la cosa puede irse de las manos y terminar de cualquier forma, incluso llegando la sangre al río Bravo.
Aquella batalla entre mejicanos y futuros yanquis dio origen a una célebre película de acción que ha pasado a la historia, un wéstern dirigido por John Wayne, que invirtió hasta el último dólar de su fortuna en el proyecto. Hoy, a fuerza de leer los periódicos sensacionalistas de la caverna, de escuchar las emisiones radiofónicas de Federico y Carlos y de asistir a las tertulias televisivas de Ana Rosa, sus señorías del Supremo han terminado retroalimentándose en el odio a Sánchez (el malvado general Santa Anna del socialismo español). A fuerza de polémicas, injerencias y choques institucionales, más los discursos incendiarios de Abascal (que pesan lo suyo en los tribunales), nuestros jueces más preclaros han acabado metiéndose tanto en el papel de aquellos héroes por la libertad que ya no atienden a razones.
En el Supremo se está rodando una película bélica como aquella de Hollywood sobre El Álamo. Así, el juez Marchena se ve a sí mismo como el legendario David Crockett con su gorro de piel de conejo, un rocoso John Wayne dispuesto a darlo todo por la causa de la independencia judicial; el juez Llarena se siente como el recio Richard Widmark (que encarnó al rebelde tejano James Bowie); y en el rol del abogado y militar William Travis (interpretado por el gran Laurence Harvey) está el juez de instrucción Peinado, que oficialmente no pertenece a la nómina del Supremo, pero hace las veces de avanzadilla o explorador prospectivo, escabulléndose en medio de la noche, reptando tras las líneas enemigas, sorteando los muros de Moncloa y registrando los joyeros de Begoña Gómez en busca del oro de la fiebre socialista. Todos ellos se han conjurado para parapetarse tras los muros de la fortaleza del Supremo, ya reforzados con alambradas y sacos terreros, y dar hasta la última gota de su sangre para que la ley de amnistía del sanchismo chavista no salga adelante. Se equivoca el fugado Carles Puigdemont cuando califica a los últimos de El Álamo como los jueces de “Toga Nostra”, identificándolos como unos vulgares mafiosos o camorristas, ya que en realidad estamos ante unos fieles devotos, unos leales patriotas, unos señores que se ven a sí mismos como héroes imbuidos por el halo o fulgor del salvapatrias de toda la vida.
En una democracia consolidada, el Legislativo aprueba las leyes y los jueces las aplican. Punto, no hay más. Pero hace ya tiempo que el Supremo es mucho más que una sede judicial al uso para convertirse en un cuartel general de la resistencia contra el rojo indepe y masón, un inexpugnable alcázar nacional donde sus magistrados de la hermandad antisanchista tienen que darse el santo y seña (el célebre “sin novedad en el frente”) porque allí no entra ni Dios. La revolución de los jueces insumisos contra la ley de amnistía va camino de convertirse en una épica batalla y en ese edificio fortificado de la madrileña Plaza Villa de París van a quedar todos recluidos, encerrados, con el mosquetón en ristre, en permanente vigilia y sin pegar ojo, mientras Sánchez somete el lugar a sitio y asedio. Ya no hay vuelta atrás en esta inmolación numantina. Bajo el lema “la malversación no se amnistía ni se perdona, no pasarán”, todos ellos, veteranos reservistas al punto de la jubilación y sin nada que perder, van a resistir hasta el final peleando a bayonetazos, a cuchillo, cuerpo a cuerpo contra los Mossos d’Esquadra de Salvador Illa, si es necesario. Todo por la patria. Nada los va a sacar del búnker, ni la hambruna o la falta de agua, ni la tuberculosis o las fiebres tifoideas, españoles hasta el final, patriotas hasta el último aliento. Novios de la muerte.
Pasarán los días, los años, los siglos, y la madre España no podrá agradecer lo suficiente el sacrificio sagrado de sus hijos togados, garantes de la unidad de la nación. Han sido demasiados choques entre el Ejecutivo y el Judicial, demasiadas conspiraciones y conjuras codo con codo con los ultras de Vox (invitados permanentes, como perpetua acusación particular, en la causa general contra el PSOE) y se ha acumulado un odio visceral enquistado e incurable contra Sánchez. El nacionalismo fanatizado ha calado en las gentes pacíficas del Derecho, en los profesionales de la Justicia de reconocido prestigio, que han terminado por convertirse en haters por la cátedra Elon Musk, en juristas trumpizados que ya ven al presidente Santa Anna del socialismo español como un general sanguinario, déspota y cruel decidido a irrumpir en El Álamo judicial en cualquier momento, espada en mano, para sofocar la democracia tal como ellos la entienden. No lo consentirán. La ley de amnistía decaerá sí o sí, el dictador chapatista y caribeño será derrotado, este socialismo de Pancho Villa acabará en el vertedero de la historia, y a ello han empeñado sus vidas. Viva Texas libre, digo viva España.