Una casta de pelotas, incompetentes y tontos

La nefasta gestión de la Generalitat en la riada de Valencia demuestra el grado de mediocridad e incapacidad de algunos de nuestros políticos

10 de Noviembre de 2024
Actualizado el 11 de noviembre
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Salomé Pradas, consellera de Interior, un símbolo de la casta de políticos incompetentes.
Salomé Pradas, consellera de Interior, un símbolo de la casta de políticos incompetentes.

Salomé Pradas quedará como el gran símbolo de la nefasta gestión de la riada que deja cientos de muertos. La consellera de Interior de la Generalitat Valenciana está dando preocupantes muestras de incompetencia e inoperancia, como cuando, en un lapsus freudiano, tal como dice Gaspar Llamazares, llegó a reconocer que no sabía de la existencia del servicio de alerta telefónica masiva a la población. Tuvo que ser un subordinado quien, casi dándole un codazo, se lo recordara a las ocho de la tarde del 29 de octubre, cuando el agua corría a mares por media provincia. Es como si la directora de un hospital no supiera dónde están las ambulancias, como si un bombero no supiera dónde está la manguera, como si un general no supiera dónde están los aviones y tanques.

Carlos Mazón, el presidente de la Generalitat, sale tocado de todo este sindiós como torpe y mentiroso mayor del Reino (recordemos que ha rectificado varias veces su versión sobre dónde estuvo metido durante cinco horas mientras se le hundía el país). Pero, sin duda, será su mano derecha, su fatua consejera, quien pasará a la historia como metáfora perfecta del nivel de mediocridad, ineptitud y necedad alcanzado por cierta parte de nuestra clase política. Al poder deberían llegar, en teoría, los más listos y preparados, lo mejor y más granado de la sociedad. Sin embargo, ocurre exactamente todo lo contrario. De un tiempo a esta parte se ha instalado en las instituciones una casta de inútiles y aprovechados, de oportunistas y emprendedores de lo suyo, de inservibles y desmañados o improductivos capaces de llevar a la ruina a todo un pueblo.

Esta señora Pradas es fiel exponente de la desgracia o maldición que nos ha caído encima, de esa suerte de parasitismo que en otras épocas de la historia se castigó con convulsiones sociales cataclísmicas como la Revolución Francesa (ahí rodó la cabeza de alguna que otra sanguijuela), el destronamiento de los zares que terminó en el comunismo o el auge del fascismo nazi. Hay que tomarse muy en serio la llegada al poder del arribista, impostor, inane o jeta, ya que más pronto que tarde termina provocando grandes desastres y calamidades a sus paisanos.   

Esa casta de la que hablamos entiende la política no como un servicio público, sino como un privilegio; no como un fin en sí mismo, sino como un medio, mayormente un medio perfecto para prosperar ellos, para ir para arriba, para reunir un patrimonio y un parné. Es lo que habitualmente se conoce como el gran negocio de la política, que no deja de ser una estafa al votante y un abuso de la democracia.

Salomé Pradas es el típico ejemplo de fraude al sistema, al ciudadano que cree estar eligiendo a los mejores cuando en realidad no es así. Hablamos de una señora que viene del mundo de la abogacía, de modo que sabrá mucho de leyes y juicios, pero de Protección Civil, poquito. Ella misma, consciente de que es una picapleitos más que una experta en materia de seguridad y emergencias, se ha delatado al confesar que no tenía ni pajolera idea de lo que era el sistema de alertas telefónicas a la población. Al frente de ese cargo debería estar un especialista en rescates, un técnico en grandes catástrofes (a ser posible con titulación y experiencia), un bombero, un policía o incluso, si me apuran, un militar. Alguien que sepa lo que es un camión autobomba, un cubo, una pala y una alerta roja.

En todo caso, podría admitirse que el puesto en cuestión lo ocupe una abogada como ella, un empresario o un filólogo de lenguas muertas, pero lo menos que se le debe exigir es un mínimo de sentido común, que sepa dónde tiene la mano derecha, que sea honrado y que sepa rodearse del mejor equipo de profesionales, esos que pueden hacerse cargo de la situación en momentos de crisis. Ya no pedimos una lumbrera (que de eso no queda en política), ni un cum laude con veinte másteres en no sé qué o un nuevo Einstein revivido, solo alguien serio y responsable que sepa cuáles son sus virtudes y sus limitaciones, que se aparte a un rincón para no molestar, que delegue en el experto, que sepa escuchar y a ser posible que no toque ningún botón para no romper nada. Por supuesto, nadie le impide al político lego, profano o cuñado reciclarse haciendo cursillos acelerados o incluso de forma autodidacta, investigando por su cuenta y leyendo libros sobre la materia, pero eso ya no lo hace ninguno, puesto que exige un esfuerzo y una dedicación que quita tiempo para las reuniones con canapé, las presentaciones de propaganda, los viajes oficiales, las comilonas y el cóctel en el Casino o el club de golf. El problema es que la arrogancia y la soberbia suelen adornar al gobernante inútil y ese querer ponerse la gorra, el uniforme, la medallita o lo que sea, le pierde. La imagen de Mazón enfundado en un chaleco rojo fosforito de protección civil, como si fuese un mariscal de campo o un almirante de la VI Flota, lo dice todo como gran retrato de una época de posverdad, negacionismo, populismo demagógico y chapuza.

La incompetencia es tanto más dañina cuanto mayor sea el poder del incompetente, decía Francisco Ayala. Salomé Pradas, con ese aspecto de señora bien, parece más la protagonista de un culebrón turco sobre nuevos ricos que alguien que sabe remangarse y tomar el timón del barco cuando este está zozobrando. ¿Nadie vio venir que esta mujer no estaba para salvar al mundo? Probablemente sí. Pero el sistema podrido promociona al torpe precisamente porque todos miran para otro lado para no perder su mamandurria, porque decir la verdad o denunciar el favoritismo del inepto supone ser relegado y no poder medrar, o simplemente por miedo al amado líder, al gran jefe de la conjura de los necios. En los partidos modernos el silencio, como en la mafia, es ley, y todos callan como rabizas para seguir manteniendo sus cuotas de poder, sus sueldazos astronómicos, sus cochazos oficiales y su minuto de gloria en la tele amiga. El PP, como todos los partidos, termina colocando al más pelota y al más sumiso, al chico o chica para todo, al enchufado o paniaguado, en definitiva, al más dócil, aunque no sepa hacer la o con un canuto. Ya pusieron a un torero de Vox como vicepresidente del Gobierno regional y coordinador de todo y de aquellos polvos estos lodos. No sabemos en qué manos estamos. Dios nos coja confesados.

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