En la política actual, tener razón es menos importante que parecer tenerla. En ese terreno se mueve como pez en el agua Alberto Núñez Feijóo, quien ha convertido la percepción subjetiva en su mayor activo como líder de la oposición. Poco importa lo que digan los organismos internacionales sobre el crecimiento económico de España o las cifras récord de afiliación a la Seguridad Social, si se consigue instalar la idea de que el país va mal, el objetivo político está cumplido.
La estrategia no es nueva, pero Feijóo la ejecuta con especial destreza. Su tono contenido y su imagen de moderación refuerzan el efecto que no es otro que un discurso construido para sonar sensato, aunque esté basado en una interpretación selectiva y sesgada de la realidad. La crítica se formula como obviedad: “Todo el mundo sabe que esto no funciona”, “España está peor”, “la inseguridad crece”. Frases simples, categóricas, que apelan a lo que se siente, no a lo que se demuestra. Y precisamente por eso calan.
No se trata tanto de manipular datos como de ignorarlos cuando no encajan en el relato. Así, el buen desempeño económico tras la pandemia se minimiza, las cifras de empleo se cuestionan sin pruebas, y cualquier avance en la convivencia territorial se retrata como rendición. Se fabrica una sensación de desgobierno constante, con el único fin de desgastar al Ejecutivo, aunque ello implique distorsionar el debate público.
La política del estado de ánimo
Lo más preocupante no es solo la deshonestidad intelectual de esta táctica, sino sus consecuencias sobre el sistema democrático. Cuando la política se basa en la percepción, los hechos dejan de importar y la verdad se convierte en una cuestión de fe. Si el dato contradice mi malestar, se desacredita el dato. Si una estadística mejora, se busca el lado negativo. Lo esencial no es lo que ocurre, sino cómo hacerlo parecer alarmante.
Este enfoque encuentra refuerzo en un ecosistema mediático que amplifica sus marcos sin filtro. Programas de tertulia, titulares sensacionalistas y comentaristas alineados con el discurso del PP repiten las mismas ideas: que España va a la deriva, que todo está mal, que este gobierno es ilegítimo o inútil. Poco importa que los organismos independientes, los socios europeos o incluso la experiencia cotidiana del ciudadano medio contradigan ese panorama. Se trata de instalar un estado de ánimo, no de describir un estado real.
El resultado es una política polarizada, emocional y poco útil. Porque una oposición que basa su estrategia en negar sistemáticamente los avances no está interesada en corregir lo que falla, sino en destruir lo que hay. No hay modelo alternativo, solo un discurso de derribo. No hay propuestas detalladas, solo promesas genéricas. Lo que importa es que parezca que ellos lo harían mejor, sin tener que explicar cómo.
Más ruido, menos política
Feijóo ha optado por una oposición de brochazo grueso: eficaz en titulares, rentable en redes, poco comprometida con el rigor. Su discurso no propone, insinúa. No informa, sugiere. No argumenta, decreta. El suyo es un liderazgo que busca ganar por desgaste, no por convencimiento.
Esta forma de hacer política debilita el debate democrático y erosiona la confianza en las instituciones. Y al hacerlo, refuerza la desafección ciudadana, el cinismo político y la percepción de que la política no sirve para nada. Es, en definitiva, una oposición sin proyecto, pero con estrategia: fabricar una crisis de percepción para conquistar el poder. Aunque la realidad diga otra cosa.