Los países que facilitan en mayor medida el flujo de dinero oscuro están experimentando un retroceso democrático. Estados Unidos ha visto cómo sus niveles democráticos han caído tras el retorno de Donald Trump al poder. Al mismo tiempo, economías tradicionalmente abiertas como Suiza, Hong Kong y Luxemburgo mantienen su estatus de paraísos de la opacidad financiera mientras su espacio cívico y político se estrecha. Incluso Singapur, que muestra una leve mejora en sus indicadores de régimen político, sigue siendo una “autocracia electoral” con reglas ad hoc para preservar el secreto bancario y proteger a grandes fortunas de cualquier escrutinio.
Resulta especialmente llamativo el contraste en la conducta de los países de la Unión Europea, que en los foros internacionales defienden altos estándares de transparencia y colaboración, pero en la práctica ocultan deliberadamente información fiscal a las autoridades de naciones de ingresos bajos. Más de la mitad de los miembros del bloque han explotado una puerta trasera en los tratados de cooperación tributaria para eximir de intercambio de datos a los evasores extranjeros, mientras mantienen sus sistemas de control intactos entre ellos. El resultado es una doble moral fiscal que convierte a la UE en líder mundial de la transparencia sobre el papel y en uno de los principales proveedores de secreto financiero cuando se trata de agentes de fuera de sus fronteras.
Esa doble personalidad de la UE contrasta con su propio declive democrático. En 2024 las libertades políticas en Europa occidental retrocedieron a niveles no vistos desde 1983, y en Europa oriental la caída ha sido aún más pronunciada. Al mismo tiempo, la Unión aumentó más que ninguna otra región su participación en los flujos opacos globales, saltando al 21% del mercado mundial de servicios offshore. Esta paradoja pone de manifiesto que, para buena parte de los gobiernos europeos, proteger a sus grandes bancos y fondos de inversión prima por encima de su compromiso con la democracia y la justicia tributaria.
Frente a este escenario, la convención tributaria que los Estados reclaman en la ONU asoma como la última oportunidad para democratizar las normas fiscales internacionales. Desde 2023, casi todos los países coinciden en que el sistema vigente está roto y perpetúa la evasión de las multinacionales y las fortunas privadas. Sin embargo, un puñado de naciones poderosas (Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Canadá e Israel) se resisten a que las negociaciones sean abiertas y vinculantes. Es precisamente ese grupo el que lidera el ránking del secreto financiero y temen perder el privilegio de definir reglas a medida de sus intereses.
La presión de Washington ha ido un paso más allá con la administración Trump exigiendo que otros países renuncien a gravar las ganancias de sus filiales estadounidenses en su territorio, una medida que atenta contra la soberanía fiscal de los Estados receptores. Al mismo tiempo, la capacidad del Servicio de Impuestos Internos para perseguir la evasión de las grandes fortunas se desmantela, mientras se recortan servicios públicos para “ajustar” el déficit que en buena parte provocan los mismos multimillonarios. Esta paradoja subraya hasta qué punto el dinero opaco se ha convertido en arma de dominio político.
Mientras los días avanzan hacia la convención fiscal de la ONU prevista para 2027, los países de la UE y sus aliados tienen ante sí una disyuntiva crucial. Pueden seguir amparando un statu quo que beneficia a los más poderosos a costa de erosionar el Estado de derecho y privar de ingresos a las economías más débiles, o sumarse a un proceso inclusivo que restablezca la potestad de los pueblos para decidir cómo se recaudan y gastan sus impuestos. A la hora de defender la democracia global, el debate ya no es solo político o económico, sino existencial: si el sistema tributario internacional no incorpora la voz de todos, habrá olvidado el principio fundamental de la democracia.