Desmontando el bulo de la corrupción en el franquismo

La explosión de nuevos casos de corrupción en los dos principales partidos ha despertado una tendencia de negar la existencia de tramas corruptas durante la dictadura de Franco, lo cual es un gran bulo

27 de Julio de 2025
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Los Franco desmontando

En los últimos años, una corriente discursiva ha cobrado fuerza en la política internacional: la reivindicación del autoritarismo por parte de la extrema derecha. No se trata de una nostalgia marginal ni de una cita aislada, sino de una estrategia política cada vez más normalizada, que se presenta como respuesta a un sistema que —según sus defensores— ha perdido eficacia, identidad y autoridad.

Desde la exaltación de líderes como Vladimir Putin o Jair Bolsonaro, hasta la relativización de dictaduras del siglo XX, pasando por propuestas que debilitan la separación de poderes o criminalizan a la prensa crítica, la ultraderecha contemporánea ha encontrado en el autoritarismo una herramienta ideológica, electoral y simbólica.

En muchos países, los partidos de extrema derecha han construido su discurso en torno a la figura de un “líder fuerte” que encarna el orden, la nación y la voluntad popular frente a lo que consideran una democracia “degenerada” o “capturada por élites”.

Este arquetipo ha sido evidente en campañas que cuestionan la legitimidad de tribunales, critican la independencia judicial, deslegitiman elecciones o buscan eliminar contrapesos institucionales bajo el lema de la eficiencia o la defensa de la soberanía nacional.

Un rasgo alarmante es el creciente blanqueo histórico de regímenes autoritarios. En España, sectores de la extrema derecha han reivindicado aspectos del franquismo bajo el argumento de que “garantizaba estabilidad”. En América Latina, líderes conservadores han relativizado o directamente negado crímenes de las dictaduras militares.

Paradójicamente, quienes más invocan la libertad (de expresión, de mercado, de religión) son los mismos que buscan limitar libertades fundamentales cuando estas no se alinean con sus intereses. Las leyes contra “ideologías peligrosas”, las restricciones a organizaciones civiles o los intentos de censura mediática forman parte de un patrón creciente.

Otro pilar de esta reivindicación autoritaria es el uso estratégico de redes sociales y medios afines para difundir narrativas de odio, teorías conspirativas y desconfianza en las instituciones democráticas. La cultura de la cancelación se redefine como persecución ideológica y se construye un relato victimista donde la extrema derecha se presenta como “resistencia”.

Además, se normaliza el lenguaje bélico y excluyente: enemigos internos, traidores, invasión migratoria, guerra cultural. Esta retórica prepara el terreno para medidas autoritarias que se presentan como “defensivas” pero que, en realidad, buscan silenciar la disidencia y centralizar el poder.

En medio de este fenómeno de presentación del autoritarismo como solución a los problemas de los ciudadanos, la extrema derecha no ha dudado en utilizar las nuevas causas de corrupción que afectan al PSOE y al PP para afirmar que durante la dictadura de Franco no había corrupción porque el dictador se encargaba de evitar que los políticos robaran el dinero público. Esto es falso porque la corrupción conquistó todas las escalas del poder. Para desmontar este nuevo bulo no hay más que irse a los procedimientos judiciales.

Durante el régimen criminal de Francisco Franco, la estructura de poder se sustentó no solo en el autoritarismo político, sino también en una red de clientelismo y malversación de fondos públicos. Aunque la Transición puso fin al franquismo, gran parte de las tramas corruptas quedaron impunes.

En la España de la autarquía, el mercado negro (el “estraperlo”) floreció debido al desabastecimiento y las restricciones estatales. Funcionarios y militares obtenían ganancias extraordinarias mediante la reventa ilícita de productos básicos (combustible, alimentos, medicinas). Aunque no existió un “caso” judicial único, historiadores señalan que estos abusos articularon una cultura de impunidad en los funcionarios: cobraban comisiones y mantenían cuentas secretas en bancos suizos.

La Agenda Rivara

 El 9 de marzo de 1959, el Boletín Oficial del Estado publicó el resumen de las actuaciones del Juzgado Especial de Delitos Monetarios tras la intervención de la documentación al “enlace” suizo Georges Laurenz Rivara, representante de la Société de la Banque Suisse. Aquella libreta, la célebre “Agenda Rivara”, contenía los nombres de cerca de 872 clientes españoles que habían depositado en Suiza más de 70.000 millones de pesetas (el equivalente a varios miles de millones de euros actuales) para evadir controles y gravámenes en España.

La divulgación de la agenda se produjo en un contexto de crisis económica: en los primeros ocho meses de 1958, el déficit del comercio exterior superó los 200 millones de dólares y la autarquía franquista comenzaba a resquebrajarse. Los ministros “tecnócratas” del Opus Dei habían impulsado un plan de liberalización (Plan de Estabilización de 1959), chocando con los intereses de las viejas oligarquías industriales y bancarias, encabezadas por figuras como Juan Antonio Suanzes (INI) y el Banco Pastor. La publicación de la lista buscaba intimidar a esas élites, forzando un disciplinamiento financiero y un rearme del poder falangista.

La “Agenda Rivara” incluía nombres propios de la cúpula empresarial, política y financiera. Apellidos como Abelló, Ampuero, Botín, Calvo‑Sotelo, Carceller, Escámez y Ybarra Oriol, directivos del Banco Central, Banco Español de Crédito y Banco Atlántico, así como Juan March, verdadero referente de la oligarquía financiera española. También aparecían figuras cercanas al régimen, como embajadores y altos funcionarios, que utilizaban cuentas suizas para resguardar “donaciones” o comisiones no justificadas.

Matesa

A mediados de la década de 1960, España vivía una eclosión económica sin precedentes: el llamado “Milagro Español” disparaba tasas de crecimiento anual superiores al 7 %, impulsado por la liberalización parcial de la economía y la llegada de capital extranjero. En este contexto emergió Maquinaria Textil del Norte, S.A. (MATESA), fundada por Juan Vilá Reyes en el País Vasco, que prometía revolucionar el sector con la exportación de telares “Iwer” de última generación.

Gracias a un entramado de avales oficiales y subvenciones del Instituto Nacional de Industria (INI), MATESA obtuvo créditos blandos por valor de más de 1 200 millones de pesetas para financiar sus exportaciones. La empresa presentaba, en apariencia, una atractiva hoja de ruta: contratos con fábricas portuguesas e indianas, ferias internacionales y avales bancarios de primera línea.

En julio de 1969, una inspección de rutina de la Comisaría General de Fronteras detectó discrepancias: solo 120 telares habían cruzado efectivamente las aduanas, pese a que las facturas declaraban 1.500 unidades. Acto seguido, la Brigada Político-Social (la policía secreta franquista) abrió el expediente más conflictivo del tardofranquismo.

Se descubrió que Vilá Reyes confeccionaba documentación falsa, inflaba valores y giraba cartas de crédito sin contrapartida real. El fraude se estimó en más de 2.000 millones de pesetas, volumen equiparable al presupuesto anual de varios ministerios menores.

El aceite de Redondela y el hermanísimo de Franco

El Caso REACE (Refinerías de Aceite del Norte de España, S.A.) estalló en marzo de 1972 como uno de los escándalos más escabrosos del tardofranquismo, al revelar que millones de litros de aceite de oliva, destinados a abastecer a la población y al ejército, habían sido desviados de forma sistemática hacia el mercado negro con la connivencia de funcionarios y altos cargos del régimen.

La empresa REACE, constituida en Vigo con inversores locales y el respaldo de la CAT, obtuvo contratos millonarios para refinar y envasar aceite de oliva. Sin embargo, en lugar de destinar la totalidad de la producción al canal regulado, varios camiones salían de noche con el precinto intacto y terminaban descargando en almacenes clandestinos. Allí, el aceite se mezclaba con partidas de menor calidad y se vendía a precios muy superiores en el estraperlo.

La diferencia entre el coste subvencionado y el precio de mercado generó beneficios anuales estimados en varias decenas de millones de pesetas, que se repartían en cuentas bancarias opacas y comisiones para funcionarios de aduanas y directivos de la CAT.

En el consejo de administración de REACE figuraba Nicolás Franco Bahamonde, embajador de España en Portugal y hermano de Francisco Franco. Aunque no se le imputaron cargos penales (en gran parte gracias a su fuero diplomático), las pesquisas policiales y las declaraciones de testigos situaron a Nicolás como pieza clave en la obtención de contratos ventajosos y en la obstaculización de inspecciones internas.

Su condición de familiar del dictador permitió a la compañía sortear auditorías y aplazar sanciones administrativas durante meses, hasta que la presión mediática forzó la apertura de un sumario.

Sofico

El caso SOFICO emergió a finales de 1973 como un escándalo que desnudó las vergüenzas de la especulación urbanística en la Costa del Sol bajo el amparo del franquismo. SOFICO ( Sociedad Financiera de Inversión y Comercio) había nacido años antes como un instrumento mixto del Ministerio de Vivienda y del Instituto Nacional de Industria para fomentar el impulso turístico en Málaga y Marbella. En teoría, su misión era ordenar un desarrollo ordenado de la zona y atraer capital extranjero; en la práctica, pronto se convirtió en una máquina de enriquecimiento a través de la recalificación exprés de terrenos públicos.

El mecanismo fraudulento de SOFICO consistía en acelerar la conversión de fincas de uso agrícola o forestal en suelo urbano sin cumplir con los estudios de viabilidad ni los planes de ordenación. Con la firma de unas pocas resoluciones, áreas extensas pasaban de rústicas a urbanizables, lo que permitía a la sociedad adquirir estos terrenos con descuentos de hasta el setenta por ciento sobre su valor real. A continuación, los vendía a promotores privados (muchos de ellos vinculados al régimen) a precios de mercado, obteniendo plusvalías millonarias. Una parte de las ganancias acababa filtrada en las cuentas de altos cargos del Ministerio de Vivienda y del INI, e incluso en las de algún almirante emérito con influencia en los despachos oficiales.

Las irregularidades saltaron a la luz cuando la Dirección General de Catastro detectó discrepancias en las escrituras de diversos ayuntamientos de la provincia de Málaga. La Brigada Político‑Social, alertada por las denuncias de técnicos agrarios y municipales, inició un sumario que sacó a relucir expedientes amañados, resoluciones urgentes y firmas falsificadas para agilizar disimuladamente los proyectos. Tras meses de instrucción, en 1974 el juez encargado del caso procesó a varios directivos de SOFICO y a altos funcionarios que habían autorizado las recalificaciones, impusieron penas de prisión de dos a cuatro años y multas que, no obstante, resultaron simbólicas frente al volumen real de la estafa. El almirante Pedro Nieto Antúnez y el secretario general del Ministerio sortearon la acusación al no encontrarse pruebas directas de su participación, lo que suscitó críticas sobre la conveniencia de la justicia franquista para perdonar a sus propias élites. Hay que recordar que, tras el asesinato de Carrero Blanco, el favorito de Franco para la Presidencia del Gobierno era, precisamente, Nieto Antúnez, quien llegó a estar en el despacho del dictador en espera del nombramiento. Este es el mejor ejemplo de la tolerancia del franquismo con la corrupción.

El INI, un nido de corrupción

La Historia del Instituto Nacional de Industria (INI) en la época franquista no puede entenderse sin el velo de clientelismo y corrupción que lo cubrió desde su creación en 1941 hasta su paulatina transformación en los años ochenta. Concebido como la palanca estatal para industrializar España bajo el tutelaje de José Antonio Suanzes, el INI acumuló un conglomerado de empresas en sectores estratégicos (siderurgia, energía, transporte, química) que movían miles de millones de pesetas anuales. Pero lejos de convertirse en motor de modernización transparente, pronto se erigió en una herramienta para el reparto de favores políticos y el enriquecimiento de una élite tecnócrata.

En el día a día del INI, los contratos de obra pública y suministros se adjudicaban con criterios discrecionales. Grandes proyectos (desde la construcción de centrales eléctricas hasta la instalación de factorías de cemento) se licitaban a medida de empresas privadas vinculadas a ministros del régimen o a altos mandos militares. No eran raras las facturas infladas más de un treinta o cuarenta por ciento sobre el coste real, pues la ausencia de auditorías independientes permitía a los altos directivos, nombrados por el propio Franco, repartirse jugosas comisiones. Algunas de esas empresas pantalla llegaron a funcionar durante años sin sede fija ni empleados contratados, meras fachadas para canalizar partidas presupuestarias hacia bolsillos opacos.

El nepotismo campó a sus anchas. Cuando un puesto directivo quedaba vacante, no se abría concurso público, sino que el nombramiento se reservaba para “amigos del Opus Dei”, camaradas de la Falange o familiares de cargos leales al régimen. Con ello, el INI se convirtió en un vivero de clientelas que garantizaba no solo el control político de las industrias clave, sino también una red piramidal de dependencia personal: quien gracias al INI ascendía dentro de la empresa pública debía su carrera y su estatus a la benevolencia de sus padrinos políticos.

Alimentando este sistema, el organismo público otorgaba préstamos blandos y avales oficiales que raramente se reclamaban. Empresas satélite de dudosa viabilidad recibían financiación ingente, y cuando fracasaban (algo habitual en proyectos de automoción o petroquímica lanzados sin estudios de mercado rigurosos), el agujero lo asumía el Estado, mientras los empresarios huían con la parte más sustanciosa del dinero. Las pérdidas acumuladas por el INI se computaban luego en los balances estatales como “ajustes de inversión”, pero la escasa transparencia impedía a la sociedad civil cuantificar el saqueo real.

La culminación de estas prácticas llegó en los últimos años del franquismo, cuando la crisis del petróleo y la recesión global de 1975‑1978 provocaron el colapso de varias filiales del INI. En lugar de depurar responsabilidades, el régimen introdujo parches: fusiones de compañías insolventes, creación de fondos de rescate internos y renovación cosmética de algunos directivos.

Estos son sólo los grandes casos de corrupción. Sin embargo, hubo muchos más que quedaron permitidos con un régimen en el que era el propio dictador quien lo permitía bajo la máxima de “mejor ladrones y corruptos que opositores”.  

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