En un país como Estados Unidos, donde la imagen del “libre mercado” evoca las glorias del pensamiento económico de Adam Smith, resulta casi irónico descubrir que el propio filósofo escocés del siglo XVIII defendía ideas hoy impopulares entre los economistas y los políticos neoliberales. Smith, lejos de ser el héroe inmaculado del laissez-faire, sostenía que los ricos (esos que se empapan en “lujos y vanidades”) debían soportar una carga fiscal mayor, contribuyendo “no solo en proporción a sus ingresos, sino algo más que en esa proporción”.
Esta mentalidad no era ajena a la política fiscal de Estados Unidos de mediados del siglo XX. Durante los años 50, bajo la presidencia de Dwight Eisenhower, se llegó a imponer una tasa impositiva máxima de hasta el 91 % para los ingresos más altos, una cifra asombrosa al compararla con el escaso 30% que se conoce hoy. Lo que es peor, en la actualidad hay un código tributario plagado de lagunas que hace que los multimillonarios paguen, en muchos casos, un porcentaje mucho menor que las familias de clase media y trabajadora.
La epopeya moderna del sistema fiscal se ha teñido, sin embargo, de un giro inquietante. Bajo la administración de Joe Biden se tomó la determinación de invertir en la Agencia Tributaria estadounidense (IRS, por sus siglas en inglés) y se sumaron expertos capaces de desenmascarar los trucos que, a lo largo de los años, han permitido a los ricos evadir su contribución equitativa. Pero el panorama, en un abrir y cerrar de ojos, se ha oscurecido nuevamente por la embestida de la administración Trump.
Los recortes de personal y fondos en el IRS han dejado una huella dolorosa en las oficinas encargadas de fiscalizar a los ultrarricos que llenaron de millones las cuentas de la campaña de Trump. La Oficina de Derechos Civiles y Cumplimiento, antes conocida como la Oficina de Equidad, Diversidad e Inclusión, ha perdido el 80% de su personal. La unidad que se encargaba de supervisar a los altos patrimonios, que contaba con 353 empleados, ha visto cómo esa cifra descendía, a finales de marzo, a tan solo 220. La consecuencia inmediata: auditorías inconclusas y un clima de incertidumbre que beneficia a aquellos que deben decenas de millones al fisco.
Según un informe del Laboratorio de Presupuestos de la Universidad de Yale, la reducción del 18% en el personal del IRS le costará al gobierno federal 1,6 billones de dólares. Esta cifra, aunque impactante, podría ser solo la punta del iceberg, ya que menos auditorías significan menos presión sobre aquellos ricos que, al verse libres de la amenaza de ser los siguientes en ser revisados, continúan con prácticas evasoras.
La lógica es innegable: cada dólar invertido en auditar a los altos ingresos, según se ha descubierto, genera unos 12 dólares en nuevos ingresos fiscales. Con tantos recortes, el poderoso efecto disuasorio desaparece, y los ricos que financiaron a Donald Trump se sienten cada vez más impunes.
Pero el ataque al sistema recaudatorio no se detiene ahí. Mientras el IRS se debilita por las órdenes de reducción de personal los senadores y congresistas de la secta MAGA se apresuran a extender los recortes de impuestos de 2017, que pronto vencerán, creando un escenario en el que la carga fiscal actual, en apariencia ligera, se combine con una estructura de exenciones y lagunas que favorece, una y otra vez, a los multimillonarios.
Desde este punto de vista, en un gesto casi irónico, Trump anunció una ronda sin precedentes de nuevos aranceles, medida que, según Brendan Boyle, líder demócrata en el Comité de Presupuesto del Congreso, representará "el mayor aumento de impuestos en la historia de Estados Unidos". Sin embargo, estos aranceles, en esencia regresivos, obligarían a los estadounidenses de menores ingresos a pagar un porcentaje mayor de sus ingresos, recalcando la falacia de que los aranceles podrían sustituir la necesidad de un impuesto progresivo sobre la renta.
El debate sobre el sistema tributario hoy se adentra en el terreno de la desigualdad que no puede abordarse sin un sistema tributario más progresivo. Mientras la Casa Blanca y el Congreso permanecen en las manos de aquellos que parecen preferir un sistema regresivo, los esfuerzos por lograr una fiscalidad justa y equitativa parecen sufrir un retroceso profundo.
No se trata solo de un recuento de números y políticas; es el análisis de un sistema que, en repetidas ocasiones, ha sido moldeado para beneficiar a los bolsillos más profundos. En la encrucijada entre una visión clásica del libre mercado, distorsionada por interpretaciones a la medida de la élite, y un llamamiento a la justicia fiscal, se dibuja el futuro de una sociedad donde la austeridad de la administración tributaria podría dar paso a un sistema aún más desequilibrado. Mientras tanto, gracias a Trump y los sicarios de DOGE, en las oficinas que antes protegían la equidad, los empleados de impuestos abandonan sus puestos, dejando en el aire un incómodo interrogante: ¿quién hará que los ricos paguen finalmente lo que les corresponde?