El Gobierno de Pedro Sánchez presentó su ambiciosa Estrategia Nacional Anticorrupción, un plan de 15 medidas articulado en cinco ejes (prevención, protección de informantes, investigación y sanción, recuperación de activos y cultura ciudadana) que pretende reforzar la transparencia y ahondar en la regeneración democrática. Presentado ante altos responsables de la OCDE y representantes del Foro de Gobierno Abierto, el documento busca traducir en hechos las recomendaciones de los organismos internacionales y dar respuesta a un clamor social que reclama acciones contundentes contra el fraude y el mal uso de los recursos públicos.
La idea central, explican sus impulsores, es superar el actual “ecosistema fragmentado y disperso” de organismos con competencias anticorrupción, un defecto que, a juicio del Ejecutivo, ha limitado la eficacia de las políticas previas. Para corregirlo, el plan propone crear una Agencia Independiente de Integridad Pública que agrupe funciones de control, prevención e investigación hasta ahora repartidas entre la Intervención General del Estado, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, la Oficina de Conflictos de Intereses y la Autoridad de Protección del Informante, entre otros. La nueva agencia, dotada de facultades sancionadoras y capacidad para realizar «mapas de riesgo» en todos los fondos públicos, aspira a convertirse en el pilar sobre el que pivoten todas las demás iniciativas.
Junto a ella, el Ejecutivo pretende blindar el papel de quienes denuncian irregularidades, ampliando la protección legal y garantizando anonimato y resarcimiento para los whistleblowers. Aunque España ya cuenta con la Ley 2/2023 de protección de informantes y su organismo regulador, la falta de recursos y la lentitud de los canales internos han motivado que el plan incluya mejoras normativas para acelerar las alertas y sancionar a quienes obstruyan el proceso.
En el ámbito judicial, se busca reforzar la Fiscalía Anticorrupción con más medios y especialización, y transferir a los fiscales la dirección de la investigación penal en delitos de corrupción, emulando el modelo de la Fiscalía Europea. Paralelamente, se plantea reformar el Código Penal para endurecer penas, ampliar los plazos de prescripción y facilitar la inhibición de empresas corruptoras mediante un sistema de “blacklisting” que las excluya automáticamente de contratos y subvenciones públicas.
Otro de los grandes retos abordados es la recuperación de activos procedentes de actividades ilícitas. La Oficina de Recuperación y Gestión de Activos, con escasos medios hasta ahora, recibirá un notable refuerzo presupuestario y técnico, y se explorará la figura del decomiso preventivo sin sentencia penal, un mecanismo que ya aplican países como Italia y que permitiría incautar bienes vinculados a la corrupción de manera más rápida y eficaz.
Finalmente, el plan subraya que ninguna medida surtirá efecto sin la complicidad de la sociedad. Por ello se reserva un eje completo a la sensibilización ciudadana: encuestas de percepción, formación obligatoria en integridad para el funcionariado y campañas de comunicación sometidas a pruebas de impacto científico, con el fin de evitar que mensajes excesivamente crudos o triunfalistas generen desencanto o apatía.
Con este paquete, presentado el 9 de julio de 2025 y fruto de la colaboración con la OCDE y el Consejo de Europa, el Ejecutivo aspira a elevar a España al grupo de vanguardia en la lucha contra la corrupción. El éxito dependerá no solo de la aprobación parlamentaria y de la dotación presupuestaria, sino del seguimiento riguroso de cada medida y de la voluntad política para materializar reformas estructurales que, hasta ahora, han quedado a medio camino entre el compromiso formal y la ejecución real.
Sin embargo, una lectura crítica revela varios puntos débiles que ponen en duda su eficacia real.
La creación de una nueva Agencia Independiente de Integridad Pública pretende centralizar funciones dispersas (Intervención General, Consejo de Transparencia, OCI, OIReScon, etc.). Pero sin un calendario claro de fusiones y traslados, esta “racionalización” puede convertirse en un entramado adicional de organismos, normas y procesos, incrementando costes y retrasando resultados. Además, no se especifica cómo se articulará la coordinación con las competencias autonómicas, lo que perpetúa asimetrías territoriales en la prevención y sanción de la corrupción.
Aunque el Plan prevé refuerzos presupuestarios para la Fiscalía Anticorrupción y la ORGA (Oficina de Recuperación y Gestión de Activos), carece de un desglose detallado de partidas, plazos y evaluaciones intermedias que garanticen su ejecución efectiva. La ausencia de hitos concretos (fechas para lanzar los mapas de riesgo, implementar el decomiso preventivo o aprobar la Ley de Administración Abierta) dificulta el seguimiento ciudadano y parlamentario, y abre la puerta a dilaciones o incumplimientos.
El refuerzo de canales y amparo a los informantes—aunque necesario tras la Ley 2/2023—se limita a enunciados sobre indemnizaciones y anonimato. No se detallan mecanismos ágiles de acción inmediata ante represalias, ni criterios de evaluación del éxito de estos canales (tasa de denuncias tramitadas, sanciones efectivas). Sin indicadores de rendimiento, la protección del whistleblower puede quedar reducida a mera declaración de intenciones.
La transferencia de la instrucción a la Fiscalía y la creación de secciones especializadas persiguen mayor celeridad (Eje 3). Sin embargo, este giro—que requiere enmiendas al Estatuto del Ministerio Fiscal y al Código Penal—choca con tradiciones procesales y plantea riesgos de politización si no se refuerza paralelamente la autonomía real de los fiscales. El plan incorpora nombramientos y plazos de mandato para el Fiscal General, pero deja pendiente definir garantías operativas contra injerencias políticas en la práctica.
Endurecer sanciones a empresas corruptoras y obligar al cumplimiento de sistemas compliance es un avance, pero la propuesta se limita a grandes compañías o a aquellas con contratos públicos. No existe un planteamiento de extensión progresiva ni de incentivos a la pequeña empresa, donde también puede incubarse corrupción local. El registro único de empresas inhabilitadas (blacklist) necesitará actualizaciones en tiempo real y controles cruzados con la nueva plataforma de contratación, cuyo despliegue tecnológico queda enunciado sin prototipos ni pruebas piloto con usuarios.
El Eje 5 reserva toda una estrategia de formación y campañas sociales, con “pruebas científicas” de impacto. Pero el texto no explica cómo se integrarán estos contenidos en planes de estudio oficiales ni en la evaluación de desempeños de los empleados públicos. El éxito de la campaña dependerá de recursos, diseño y continuidad, aspectos que el Plan deja a merced de futuras decisiones presupuestarias.
En conjunto, el Plan Estatal define un marco muy ambicioso y alineado con recomendaciones de la OCDE, GRECO y la UE. No obstante, su efectividad estará condicionada por la voluntad política sostenida, la asignación presupuestaria transparente, la definición de plazos concretos y la implantación de indicadores de cumplimiento. Sin estos elementos, el documento corre el riesgo de convertirse en un catálogo de buenas intenciones más que en un instrumento de cambio real.