Atomización, la pandemia que está aniquilando las democracias

Lo que en 2008 reclamaba toda la ciudadanía porque se veía como la solución a la ineptitud de los principales partidos y a la plaga de políticos inútiles ha resultado ser peor el remedio que la enfermedad

10 de Septiembre de 2025
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Atomización
Foto: FreePik

La teoría política afirma, entre otras cosas, que la salud de una democracia se puede medir en el número de partidos representados en el poder legislativo. Sin embargo, los hechos están demostrando que la atomización destroza tanto los propios sistemas democráticos como la prosperidad de las clases medias y trabajadoras. En general, quienes más se están beneficiando son las clases más altas que, a medida que se paralizan los parlamentos, más se incrementan sus fortunas.

Las democracias europeas salieron de la crisis financiera de 2008 no sólo más pobres, sino también mucho más frágiles. Lo que empezó como una recesión económica acabó cristalizando en una mutación política de largo alcance: la fragmentación de sus sistemas de partidos. Donde antes imperaba la estabilidad del bipartidismo (socialdemócratas y conservadores alternándose en el poder) hoy dominan parlamentos atomizados, incapaces de articular mayorías sólidas y cuando lo hacen son absolutamente antinaturales, como sucede en España, donde se unen formaciones de centroizquierda con otras cuyo objetivo es la destrucción del Estado español. Esa pulverización del mapa político, lejos de enriquecer el pluralismo democrático, está debilitando la capacidad de gobernar y abriendo un espacio cada vez mayor para fuerzas de extrema derecha.

El terremoto comenzó con la crisis financiera global. Los ajustes de austeridad impuestos por la Unión Europea erosionaron la legitimidad de los partidos tradicionales, vistos como responsables de la pérdida de empleos, la precarización y el debilitamiento del Estado de bienestar. Surgieron nuevos actores (desde la izquierda populista hasta formaciones verdes, regionalistas, nacionalistas o antisistema) que desafiaron el duopolio político.

En España, la irrupción de Podemos y Ciudadanos tras 2015 destrozó el bipartidismo PSOE-PP. En Alemania, la Alternativa para Alemania (AfD) irrumpió capitalizando la ansiedad migratoria y el rechazo a los rescates europeos. En Italia, el Movimiento 5 Estrellas emergió como fuerza disruptiva frente a una clase política desacreditada y ahora gobiernan los herederos de Mussolini de Fratelli d’Italia. Francia, donde el Frente Nacional (ahora Agrupación Nacional) de Marine Le Pen dejó de ser una anomalía, ofrece quizá el ejemplo más claro de cómo la fragmentación erosiona el centro y fortalece a los extremos.

Lo que al principio parecía una saludable diversificación de voces pronto mostró su lado oscuro: parlamentos sin mayorías claras, gobiernos débiles y una creciente incapacidad para aprobar reformas estructurales claves para las clases medias y trabajadoras.

Ingobernabilidad como norma

La fragmentación no es en sí un problema. Países Bajos o Dinamarca llevan décadas gobernando con coaliciones multipartidistas. Pero la diferencia radica en el contexto institucional y cultural. Donde existe tradición de pactos estables, la pluralidad puede funcionar. En los países más polarizados o con sistemas electorales poco adaptados, la atomización se convierte en una receta para la parálisis.

España vivió dos repeticiones electorales en apenas cuatro años (2016 y 2019) y pasó meses con gobiernos en funciones. Italia encadenó alianzas improbables (desde una coalición antisistema entre la extrema izquierda del Movimiento 5 Estrellas y la extrema derecha de la Liga hasta un gobierno de unidad nacional con Mario Draghi) que demostraron más supervivencia que coherencia. Incluso en Alemania, paradigma de estabilidad, la dificultad de formar coaliciones ha ralentizado la toma de decisiones en momentos críticos, como la crisis energética derivada de la guerra en Ucrania.

Este bloqueo no sólo mina la eficacia institucional; alimenta la percepción de que la democracia liberal es incapaz de responder a los problemas concretos de los ciudadanos. Y ahí es donde la extrema derecha florece con su discurso antisistema.

Las fuerzas de ultraderecha se nutren precisamente de la frustración que genera la ingobernabilidad. El discurso es simple: los partidos tradicionales discuten y bloquean mientras “el pueblo” sufre. Cada crisis parlamentaria es, para estos movimientos, una campaña de propaganda gratuita.

Marine Le Pen ha convertido el colapso de los partidos tradicionales franceses en el trampolín de su legitimidad. Giorgia Meloni en Italia logró capitalizar la fatiga ciudadana frente a las coaliciones de geometría variable. Vox en España, aunque aún periférico en términos de poder ejecutivo, se alimenta del hartazgo hacia un Parlamento en permanente disputa.

El patrón se repite: cuanto más fragmentado y paralizado está el centro político, más creíble resulta la narrativa de los extremos, que prometen orden, claridad y acción rápida frente al caos institucional.

Democracias bajo presión

El resultado es un círculo vicioso. La fragmentación parlamentaria debilita a los gobiernos; gobiernos débiles alimentan la narrativa de la ineficacia; la ineficacia refuerza a los extremos; y el ascenso de los extremos dificulta aún más los pactos de gobernabilidad. Lo que empezó como una crisis de representación se está transformando en una crisis estructural de las democracias europeas.

La historia reciente sugiere que los sistemas electorales son clave. Allí donde se han introducido mecanismos para facilitar mayorías (como ciertas reformas en Italia) la ingobernabilidad ha sido mitigada, aunque no eliminada. En cambio, en países con sistemas que incentivan la fragmentación, como la proporcionalidad de la Ley D’Hont en España, los problemas se cronifican.

El reto de reconstruir el centro

El reto para las democracias europeas es doble y pasa por adaptar los sistemas institucionales para facilitar acuerdos estables en un entorno inevitablemente más plural, además de deben reconstruir un relato de centro capaz de responder a las necesidades reales de la ciudadanía sin caer en la lógica populista.

La historia política reciente ofrece una lección evidente: cuando el centro se fragmenta, los extremos se consolidan. La solución no pasa por reeditar un bipartidismo ya imposible, sino por ensayar fórmulas que amplíen el perímetro de gobernabilidad. En ese sentido, las grandes coaliciones (criticadas a menudo por diluir identidades partidistas o ideológicas) son el dique de contención frente a la deriva extremista. Alemania, con sus pactos entre democristianos y socialdemócratas, demostró durante más de una década que la cooperación entre rivales históricos puede sostener la estabilidad en tiempos de crisis.

El verdadero desafío es dar a esas coaliciones una narrativa convincente, algo que, en España, con la polarización, el sectarismo y el dogmatismo que llena la narrativa de los partidos resulta prácticamente imposible. No basta con gestionar la aritmética parlamentaria; hace falta una agenda que reconecte con la vida cotidiana de las familias de clase media y trabajadora. Durante demasiado tiempo, el centro político ha parecido hablar el lenguaje de la tecnocracia: competitividad, reformas estructurales, estabilidad macroeconómica. Todas ellas metas legítimas, pero demasiado abstractas para sociedades que sienten cada día la presión del coste de la vida, el miedo al desempleo tecnológico, la precariedad habitacional o la erosión del Estado de bienestar.

Una gran coalición efectiva orientada a un contrato social renovado: estabilizar los ingresos de los hogares, garantizar servicios públicos robustos y reforzar la movilidad social. Al ofrecer respuestas concretas a las preocupaciones materiales de la mayoría, estas alianzas cerrarán la puerta a los discursos populistas que prometen soluciones rápidas a través de la exclusión o el nacionalismo económico.

De hecho, la experiencia comparada muestra que allí donde las coaliciones amplias han sabido articular políticas de protección social compatibles con el crecimiento económico la extrema derecha ha encontrado menos terreno fértil. En cambio, donde el centro ha quedado atrapado en disputas internas o ha descuidado las necesidades de la mayoría, los extremismos han prosperado.

Reconstruir el centro, por tanto, no es un ejercicio nostálgico de moderación, sino una estrategia activa de supervivencia democrática: gestionar la pluralidad a través de amplias mayorías y, al mismo tiempo, reconectar la política con la vida de las clases medias y trabajadoras. Solo así se contendrá a la extrema derecha y garantizará que el pluralismo democrático siga siendo compatible con la gobernabilidad.

 

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