Los estados sociales y democráticos de derecho están en un peligro muy superior a lo que la clase política quiere hacer creer. Las amenazas son muchas, pero las reacciones pocas. En España se está viendo en los últimos días, donde las formaciones políticas están dando un espectáculo lamentable a costa de la corrupción.
Más allá de las responsabilidades, tanto del PP como del PSOE, como del resto de formaciones o agrupaciones de votantes, la realidad demuestra que la clase política es la que se está cargando la democracia. No es sólo la extrema derecha, sino que esos partidos populistas están creciendo gracias a la corrupción política, social y económica.
En la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente de República Dominicana, Luis Abinader Corona, afirmó que «la democracia no puede reducirse a un sistema de procedimientos mecánicos; la democracia tiene que ser una realidad viva, que transforme positivamente la vida de los ciudadanos […] en las últimas décadas, hemos sido testigos de un preocupante deterioro en la calidad y el apoyo a los sistemas democráticos. […] el apoyo a la democracia ha tenido una considerable disminución entre el 2010 y el 2023, mientras que el apoyo al autoritarismo aumentó en el mismo período. Múltiples factores inciden en este declive, entre ellos, las secuelas de las frecuentes crisis económicas globales que se han vuelto cíclicas desde finales de los años 90. Pero otro factor igualmente importante es que los ciudadanos no perciben los beneficios tangibles de la democracia, y muestran gran preocupación por el personalismo y la corrupción, minándose la confianza en las instituciones».
Estas palabras del presidente dominicano pueden ser aplicadas a la España actual, sobre todo porque el país está viviendo una desafección que se incrementó a raíz de los efectos de la crisis de 2008. Desde entonces, los ciudadanos de clase media y trabajadora han sido los que han pagado las consecuencias con una precarización de sus condiciones laborales y salariales, una reducción de la protección social y, sobre todo, con el castigo de una clase política absolutamente inútil y perniciosa, una clase política que es la «máquina del fango» más cruel.
Dan igual la ideología, las siglas o los líderes. Todos son iguales, por más que duela hacer esta afirmación. La corrupción política, económica y empresarial que se ha germinado en el interior de los distintos gobiernos también ha tenido su reflejo en otros poderes del Estado, como el judicial. Los ciudadanos ven un quid pro quo y, sobre todo, que los unos se protegen en los otros y se ha creado un sistema de impunidad que no se aplica al resto de personas y familias.
Ya en el siglo IV antes de Cristo, Aristóteles, en sus obras Política y Ética a Nicómaco afirmó que la corrupción representa una desviación del propósito fundamental de la política: el cultivo de la virtud y la promoción del bien común. El filósofo griego consideraba los comportamientos corruptos de los dirigentes como una verdadera amenaza existencial para el sistema político y que era capaz de destruir el bienestar a través del socavamiento de las estructuras fundamentales de la convivencia.
Siglos más tarde, Agustín de Hipona afirmaba que «la corrupción daña, y no podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la corrupción no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es certísimo, todas las cosas que se corrompen son privadas de algún bien. Por donde, si fueren privadas de todo bien, no existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que son mejores que antes, porque permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa más monstruosa que decir que las cosas que han perdido todo lo bueno se han hecho mejores? Luego las que fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada. Luego en tanto que son en tanto son buenas».
En el siglo XX, Mahatma Gandhi señaló que «la corrupción y la hipocresía no deberían ser productos inevitables de la democracia, como sin duda lo son hoy».
Todos estos pensamientos demuestran que la corrupción no es algo de los últimos años, sino una lacra a la que ningún poder político ha decidido erradicarla porque, evidentemente, está en la naturaleza humana. No hay hombres puros, no hay mujeres puras. Todo el mundo, al final de su vida, puede computar cientos o miles de acciones corruptas.
Sin embargo, en la clase política es inasumible porque la historia demuestra que todos los sistemas políticos han caído por culpa de la corrupción, porque es la mejor forma de atraer a los bárbaros.
En la España actual los ciudadanos ven cómo los políticos se echan en cara la corrupción del otro mientras justifican la propia. Esa es la mejor forma para que iluminados populistas, tanto de la izquierda como de la derecha, aparezcan como los salvadores de la patria, como los paladines de los ciudadanos. Y triunfan. Tras la crisis de 2008 surgieron las formaciones de extrema izquierda y fracasaron estrepitosamente. Ahora llegaron los bárbaros y, allá donde han gobernado, han demostrado su ineptitud. El verde y el morado son iguales.
La ciudadanía sufre en sus carnes el incremento de los niveles de pobreza, la reducción de sus salarios, la precarización de sus condiciones laborales. Los jóvenes ven cómo sus padres y sus abuelos vivieron una vida mejor que la que pueden aspirar a tener.
Mientras esto sucede, el PSOE y el PP están en una guerra sin cuartel con querellas cruzadas por temas relacionados con la corrupción. ¿Dónde se ha visto tamaño espectáculo? La ciudadanía sufre y los políticos están enzarzados en sus cuitas, perdiendo el tiempo mientras la alerta social es cada vez mayor.
Ante esta situación, no es anormal que la gente se vaya apoyando en opciones políticas que les señalan tiempos pasados como mejores, que les muestran que la democracia es un chiringuito para que los políticos se enriquezcan o para que permitan que los grandes intereses económicos, financieros y empresariales saquen la mejor tajada para que, una vez que salgan de la política activa, tengan preparado su sillón en un consejo de administración o asesorando a los futuros líderes. En un escenario como el actual, esos mensajes calan, sobre todo entre las familias más vulnerables. La cuestión trasciende lo ideológico, es una cuestión sistémica.
El problema está en que no se dan cuenta de lo que sucede porque no pisan la calle, porque los políticos se creen que el mundo es el que se encuentran en sus mítines, donde todo son abrazos y parabienes.
La corrupción política no se focaliza sólo en si tal y cual elemento se ha llenado los bolsillos con dinero público. La peor corrupción es la de abandonar a la ciudadanía, la de no ver los verdaderos problemas del pueblo y darles solución. Eso también es corrupción.
Por tanto, si un sistema como la democracia no sirve a la ciudadanía, se aplicará la Tercera Ley de Newton: «Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria». Por tanto, si los estados sociales y democráticos de Derecho no generan el bienestar al pueblo, éste reaccionará en sentido contrario para echarse en manos del populismo y los regímenes autocráticos.