Hace 8 días el mundo contenía la respiración a medida que los resultados de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos mostraban que Donald Trump iba a ser el elegido por el pueblo norteamericano. La distancia con Kamala Harris iba aumentando al mismo ritmo en que pasaban las horas. El candidato republicano era imparable y lograba una victoria que dejaba en silencio al mundo democrático.
Mucho se ha escrito sobre las causas que han llevado a los estadounidenses a decantarse por un hombre misógino, racista, mentiroso y que hace alarde de utilizar como argumento político las teorías de la conspiración más absurdas. Muchos de los análisis son muy acertados, sobre todo porque muestran cómo las democracias pueden ser el próximo imperio en caer en manos de los bárbaros.
El hartazgo de la ciudadanía con la clase política es ya un fenómeno universal. Da igual el país que se mire, la gente mira asqueada a los partidos y a sus propios representantes porque, al fin y al cabo, no les están representando. Donald Trump tampoco lo hará, pero la gente se ha creído la patraña de que es un rebelde contra el establishment.
Una de las cuestiones fundamentales para comprender este fenómeno, que también se está dando en Europa y los países más avanzados de América Latina, se encuentra en cómo se ha ido pervirtiendo el sistema democrático con el paso de los años, en cómo la clase política ha dejado de ser servidora del pueblo para convertirse en los sicarios de las élites económicas, empresariales y financieras. Da igual la ideología que afirmen defender esos políticos, porque, al final, los únicos que se benefician de sus actos son los de siempre.
La crisis de 2008 significó un punto de inflexión muy importante porque fue el momento en que los verdaderos poderes que manejan el mundo tomaron por asalto a toda la humanidad. Las brechas de desigualdad se han disparado desde entonces y el 1% de la población acumula ya cerca de un 70% de toda la riqueza del planeta. Todo esto sucede bajo la mirada cómplice de la clase política.
Sin embargo, el fenómeno de la perversión de la democracia viene de mucho más atrás y tiene conceptos meramente de desarrollo del funcionamiento de un Estado democrático. Hay analistas que señalan que la caída del Muro de Berlín fue clave. En cambio, se puede ir unos pocos años antes.
A lo largo del siglo XX los presidentes estadounidenses han ido ganando poder unilateral. En los mandatos de Franklin Delano Roosevelt se multiplicaron las responsabilidades del presidente con el supuesto objetivo de convertir al poder ejecutivo en el actor dominante en todos los aspectos de la vida política y social.
Harry Truman, por ejemplo, fue a la guerra en Corea sin autorización del Congreso. Dwight D. Eisenhower en su famoso discurso de despedida (que, por ejemplo, abre la película JFK: Caso Abierto, de Oliver Stone), advirtió contra «el complejo militar-industrial» porque seguía creyendo «que el presidente tenía amplios poderes para emprender una guerra encubierta sin la aprobación específica del Congreso».
John F. Kennedy ejerció esos poderes de manera importante en la fallida invasión de Bahía de Cochinos. Richard Nixon lanzó de manera secreta y unilateral la invasión de Camboya en 1970, y Ronald Reagan creó una política exterior secreta para América Central, al tiempo que organizaba la transferencia no autorizada de fondos y armamento a los rebeldes nicaragüenses procedentes de la venta de armas estadounidenses a Irán, a pesar de que esa financiación estaba prohibida por la Enmienda Boland.
El siglo XXI fue testigo de un importante aumento de las reivindicaciones de poder ejecutivo. En nombre de la guerra, este siglo ha presenciado una asombrosa erosión de las limitaciones a ese mismo poder.
El 11S provocó una escalada instantánea del unilateralismo ejecutivo. En nombre de la seguridad nacional, George W. Bush emitió una orden que autorizaba la detención indefinida de prisioneros en lo que rápidamente se conoció como la Guerra Global contra el Terror. También estableció una prisión extraterritorial de la injusticia en la bahía de Guantánamo, Cuba, y autorizó comisiones militares en lugar de juicios en tribunales federales para los sospechosos de terrorismo capturados en el extranjero.
El Congreso y los tribunales se sometieron sistemáticamente a la voluntad del presidente cuando se trataba de acciones tomadas en nombre de esa guerra contra el terrorismo. Sólo una semana después del 11S, el Congreso aprobó la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, que socavó su propio poder para declarar la guerra y debilitó sus poderes de restricción sobre las acciones presidenciales cuidadosamente articuladas en la Resolución de Poderes de Guerra de 1973, aprobada para protegerse contra el mismo tipo de participación secreta en la guerra que Nixon había autorizado unilateralmente en Vietnam.
El Congreso, los representantes del pueblo, accedieron a la expansión de los poderes presidenciales y abrieron la puerta a las desastrosas guerras en Afganistán, Irak y otros lugares a principios de este siglo.
En octubre de 2001, el Congreso también aprobó la Ley Patriota de Estados Unidos, que incluía una ampliación del poder presidencial en el país en nombre de la protección de la nación en la guerra contra el terrorismo, incluida la autorización de políticas de vigilancia muy amplias que llegarían a incluir, entre otras cosas, vigilancia secreta y registros que se llevaban a cabo sin pruebas de irregularidades, en particular en comunidades musulmanas que se consideraban inherentemente sospechosas en nombre de la guerra contra el terrorismo.
Obama
Barack Obama se comprometió a revocar algunas de las violaciones extralegales más flagrantes de la administración Bush, incluida la existencia misma del Centro de Detención de la Bahía de Guantánamo y el uso de la tortura (o lo que la administración Bush había llamado cortésmente “técnicas de interrogatorio mejoradas”) autorizadas por el unilateralismo ejecutivo como parte de la guerra contra el terrorismo.
Obama también se comprometió a reformar las políticas de vigilancia excesiva implementadas en la guerra contra el terrorismo.
Sin embargo, a pesar de que Obama recortó algunos de los excesos más llamativos de la era Bush, su historial de reformas presidenciales fue significativamente deficiente. Hubo denuncias de escuchas telefónicas sin orden judicial, la detención indefinida y las comisiones militares para juzgar a los prisioneros en Guantánamo. Además, el gobierno de Obama con frecuencia se basó en los poderes otorgados a la presidencia en 2001 para autorizar ataques letales con aviones no tripulados en todo el mundo.
En lo que respecta a los asesinatos selectivos, Obama se reservó el derecho de tener la última palabra a la hora de autorizar esos ataques. Según publicó el New York Times, «nada ha desconcertado tanto a los partidarios liberales y a los críticos conservadores en el primer mandato de Obama como su agresivo historial antiterrorista. Sus acciones han permanecido a menudo inescrutables, oscurecidas por incómodas normas de secreto, comentarios políticos polarizados y la profunda reserva del propio presidente».
El primer mandato de Trump
La administración Trump llevó la autoridad presidencial sin control a un nuevo nivel porque manejó la presidencia de maneras que revelan su vulnerabilidad a peligrosos excesos de autoridad y peligrosas debilidades en la rendición de cuentas.
Trump, un hombre políticamente ineficaz, reveló fisuras más profundas en la estructura de la presidencia que otro presidente podría optar por explotar con mucha más habilidad y con un efecto aún mayor.
Además, la reciente decisión del Tribunal Supremo que confirma la inmunidad de Donald Trump por los actos realizados mientras ocupaba la Oficina Oval, las ataduras que alguna vez vincularon los actos presidenciales en tiempos de guerra a la autorización del Congreso posiblemente ahora estén completamente fuera de la mesa, si un presidente está decidido a actuar de manera absolutamente unilateral.
El voto discrepante de la jueza Sonia Sotomayor es claro en este aspecto: «tendrá consecuencias desastrosas para la presidencia y para nuestra democracia […] permitirá al presidente violar la ley, permitirle explotar los atributos de su cargo para obtener ganancias personales, permitirle usar su poder oficial para fines perversos».
Biden, una administración a golpe de decreto
Joe Biden, un hombre que se enorgullecía de su capacidad para trabajar con el Congreso, viró hacia el unilateralismo presidencial en la conducción de su política exterior porque operó a base de decreto ejecutivo.
Biden emitió más órdenes ejecutivas que cualquier presidente desde Richard Nixon. En concreto, dictó acuerdos políticos no vinculantes, memorandos de entendimiento, comunicados conjuntos tal y como lo había hecho Obama en los acuerdos climáticos de París y el acuerdo nuclear con Irán, apoyándose en «marcos legislativos preexistentes» en lugar de nuevas autorizaciones del Congreso.
Respecto a la guerra en Ucrania, Biden se apoyó fuertemente en el uso coordinado de sanciones, reforzadas casi semanalmente después de la invasión. La mayoría de esas sanciones se establecieron mediante órdenes ejecutivas y decretos reglamentarios, algo que, por salud democrática, debió consultar con el Congreso.
El segundo advenimiento de Trump
Donald Trump, tras su victoria de la semana pasada, llevará los poderes presidenciales unilaterales a un nuevo nivel. Ya amenazó con retirar a Estados Unidos de la OTAN y poner fin al apoyo a Ucrania, decisiones que podría adoptar sin contar con el Congreso. Según un informe sobre el Proyecto 2025 del New York Times, Trump y sus asociados planean «aumentar la autoridad del presidente sobre cada parte del gobierno federal que ahora opera, ya sea por ley o por tradición, con algún grado de independencia de la interferencia política de la Casa Blanca».
La postura del Proyecto 2025 sobre las armas nucleares es un recordatorio de lo peligroso que será un presidente que se niegue a dejarse limitar por la ley o los precedentes. El programa real de gobierno de Trump aboga por aumentar aún más el arsenal nuclear de Estados Unidos.
La aspiración de Trump y su corte de radicales es que sea un presidente que incumpla las restricciones de la Constitución, sin control del Congreso ni de los tribunales, ni de sus asesores de gabinete.
La evolución política estadounidense hacia una autarquía de facto se ha producido sin ningún tipo de ocultamiento a medida que se han ido acumulando poderes unilaterales en el Despacho Oval, mientras que la reciente elección del presidente también se ha convertido en una sombría elección sobre la naturaleza y los poderes de la propia presidencia.
El aumento de los poderes ejecutivos ha coincidido con una creciente desconfianza en el gobierno democrático. Desde principios de los años 60 del siglo XX, cuando casi el 80% de los estadounidenses decían que confiaban en el gobierno, la confianza del pueblo en el gobierno apenas ronda poco más del 20%, según un informe del Pew Research Center. No es de extrañar, sobre todo cuando es un fenómeno que se está dando en prácticamente todas las democracias del mundo.