España, el paraíso del maltrato y los abusos laborales

La situación de los trabajadores por cuenta propia y la desigualdad respecto a los que están en nómina de terceros sitúa a España como una democracia disfuncional en el que los que pueden generar empleo son las víctimas de un sistema injusto

12 de Septiembre de 2025
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España autonomos
Foto: FreePik

El Ágora de hoy no tiene que ver con Pedro Sánchez, ni Alberto Núñez Feijóo o Isabel Díaz Ayuso. Se trata de una injusticia sistémica en la que se juntan la desigualdad, el maltrato y el abuso en el ámbito del trabajo. En el imaginario oficial, España se presenta como un país de emprendedores, donde la “economía del esfuerzo” y el espíritu independiente son valores celebrados en los discursos políticos. La realidad es más áspera. Los autónomos, que representan más del 16% de la población activa, constituyen un grupo fundamental para la economía nacional: sostienen el comercio local, aportan flexibilidad al mercado laboral y generan innovación en sectores de nicho. Sin embargo, el sistema institucional parece diseñado no para incentivar su actividad, sino para penalizarla.

Asimetría estructural

La desigualdad entre autónomos y asalariados en España se percibe desde el primer momento en que un trabajador decide emprender. El autónomo no solo debe soportar en solitario la carga de las cotizaciones sociales, sino que además lo hace bajo un sistema que carece de proporcionalidad real. Mientras que un asalariado ve descontadas sus cotizaciones de manera automática, en proporción directa a su nómina, el autónomo debe calcular y adelantar una cuota fija que no siempre se corresponde con sus ingresos efectivos.

La reforma de 2023, que introdujo la cotización por tramos de ingresos reales, se presentó como un avance histórico. Sin embargo, su aplicación práctica ha revelado nuevas contradicciones: muchos autónomos con ingresos modestos pagan todavía un porcentaje mayor de sus beneficios que asalariados con sueldos medios. Además, la burocracia para ajustar las bases es compleja y exige una planificación financiera que pocas microempresas pueden permitirse. En la práctica, se trata de un sistema que penaliza más la incertidumbre que la estabilidad de quienes gozan de nóminas regulares.

El contraste se extiende a la protección social. Un trabajador por cuenta ajena que pierde su empleo accede a la prestación de desempleo; un autónomo que cesa su actividad debe superar obstáculos burocráticos y acreditar caídas de ingresos difíciles de documentar. La misma desigualdad se observa en la baja por enfermedad o maternidad: mientras un asalariado cobra desde el primer día, el autónomo suele tener que esperar varios días sin cobertura efectiva, aun cuando ha estado cotizando religiosamente.

Estado del Bienestar desigual

El diseño del sistema refleja una paradoja histórica. España presume de contar con un sistema de protección social robusto. Pero su arquitectura se diseñó en los años del desarrollismo franquista y la transición democrática, en un mercado laboral dominado por grandes fábricas y el sector público. El modelo se consolidó en torno al empleo asalariado indefinido, considerado la norma. El trabajo autónomo quedó fuera de ese paradigma, visto como marginal o excepcional.

Esa herencia histórica se traduce hoy en derechos de segunda categoría. Las prestaciones por desempleo para autónomos son más difíciles de obtener, con requisitos estrictos y comprobaciones que suelen dejar fuera a buena parte de los solicitantes. Las bajas por enfermedad se inician más tarde y con cuantías reducidas. Y los sistemas de jubilación resultan menos generosos, ya que las lagunas de cotización, comunes en trayectorias discontinuas, reducen considerablemente la pensión final.

Otros países europeos han corregido estas asimetrías. Francia, por ejemplo, ha reforzado las coberturas de los trabajadores independientes, extendiendo subsidios por maternidad y prestaciones por cese de actividad. Alemania ha introducido seguros obligatorios que, aunque costosos, garantizan derechos similares a los de los asalariados. En España, la reforma estructural nunca llega: se habla de igualdad de derechos, pero en la práctica se perpetúa un sistema dual que margina a millones de trabajadores.

La pandemia fue un ejemplo ilustrativo. El llamado “cese de actividad extraordinario” cubrió a cientos de miles de autónomos que vieron cómo se evaporaban sus ingresos. Pero la ayuda llegó tarde y con condiciones tan estrictas que dejó fuera a una parte significativa del colectivo, según han denunciado distintas asociaciones de autónomos. En contraste, los ERTE protegieron de manera masiva a asalariados y empresas, con un diseño administrativo mucho más ágil.

Economía sumergida

El resultado de estas distorsiones es un incentivo perverso hacia la economía sumergida. Ante un sistema que exige pagar cuotas elevadas incluso en meses de escasos ingresos, muchos autónomos optan por cobrar en negro, retrasar la declaración de sus beneficios o subdeclarar lo que ganan. Este fenómeno erosiona la base fiscal del Estado, al mismo tiempo que alimenta la narrativa de que el trabajo independiente es inherentemente irregular.

Lo paradójico es que la mayoría de los autónomos que cumplen lo hacen con gran disciplina, pese a tener la sensación de aportar más de lo que reciben. Esa resiliencia sostiene la vida económica de barrios y pueblos: tiendas familiares, profesionales liberales, transportistas y pequeños agricultores forman el tejido que da continuidad al mercado interno. Sin embargo, el precio de esa resiliencia suele ser la precariedad: largas jornadas, incertidumbre constante y falta de seguridad en caso de accidente, enfermedad o crisis sectorial.

En lugar de premiar esa contribución, el sistema la penaliza. La consecuencia es un círculo vicioso: cuanto más se castiga la regularización, más se alimenta la informalidad, debilitando tanto la recaudación como la confianza en las instituciones.

La paradoja es clara: en un mercado laboral donde el desempleo estructural sigue por encima del 11%, España debería hacer todo lo posible por incentivar a quienes generan actividad por sí mismos. Sin embargo, el marco actual convierte el trabajo autónomo en un privilegio caro y frágil, reservado para quienes tienen suficiente capital o redes de apoyo para resistir. El resto, simplemente, desiste o se hunde en la informalidad.

Una cuestión política pendiente

La narrativa política habla de “equiparar derechos”, pero los avances han sido marginales y, a menudo, cosméticos. Los sucesivos gobiernos, tanto de PP como de PSOE, han evitado una reforma estructural que, aunque costosa a corto plazo, podría reducir la desigualdad a largo plazo y fomentar el emprendimiento real. En lugar de ello, se han aprobado parches temporales y bonificaciones puntuales, insuficientes para resolver la brecha sistémica.

En última instancia, el problema es de concepción: mientras el Estado continúe viendo al autónomo como un contribuyente cautivo, y no como un motor económico que merece la misma protección que cualquier asalariado, la discriminación persistirá. La paradoja española seguirá vigente: un país que alaba el emprendimiento en el discurso, pero lo penaliza en la práctica.

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