Sorprende, y mucho, cómo con la entrada en la actualidad de la Ley Sánchez de Amnistía, ha aparecido un término que se ha hecho demasiado habitual: «lawfare». Sorprende sobre todo porque en los juzgados españoles el «lawfare» lleva aplicándose en distintos ámbitos de actuación desde hace muchas décadas y en nada aplica a la cuestión política o ideológica.
Que la izquierda ahora hable de «lawfare» por imposición de los partidos independentistas catalanes es sorprendente cuando en los ámbitos que afectan a los intereses de las clases dominantes es algo demasiado habitual. Habrá quien pueda pensar, desde un buenismo que se acerca a la incapacidad intelectual, que en la legislación española hay figuras suficientes para frenar los abusos que se puedan cometer como, por ejemplo, el delito de prevaricación. Es cierto, existe, pero cuando afecta a la decisión de un juez, directamente no se aplica.
Hay un principio que define muy bien lo que sucede en la Justicia española: «perro no come perro». Esta idea, que ya aparece recogida en las crónicas romanas (canis caninam non est), hace referencia al hecho de que los miembros de un determinado gremio evitan conflictos entre ellos o, directamente, actuar contra ellos. Es lo que se ha dado en llamar corporativismo, algo que los jueces españoles manejan como perfectos profesionales de la materia.
El problema está en que, cuando nos referimos al ámbito de la Justicia, las violaciones de la ley que presuntamente perpetran sus profesionales, es decir, tanto jueces como fiscales, no pagan el precio indicado en el ordenamiento jurídico, sino que pasan al sueño de los justos gracias a la impunidad del sistema de corporativismo cruel que han implantado. «Perro no come perro» o «juez no investiga a juez». Esto, en cierta medida, entraría dentro de la categoría de corrupción judicial, puesto que, a pesar de la existencia de evidencias o indicios de la comisión de delitos por parte de togados con puñetas, es precisamente el poder judicial el que lo frena prácticamente todo.
Hay casos, evidentemente, en los que sí que se ha actuado, pero porque existían otros intereses superiores de distinta índole por la que se actuó contra determinados jueces, y con razón. En esos casos sí que se actuó con diligencia y se infligieron distinto tipo de penas, principalmente en el orden de la inhabilitación.
Sin embargo, cuando las irregularidades o la comisión de delitos por parte de los jueces benefician a esas clases dominantes de todos los ámbitos, entonces se activa un mecanismo de protección en el que es prácticamente imposible penetrar. Es muy complicado que un juez juzgue a un juez en España, por más que haya evidencias, pruebas o indicios suficientes como para iniciar una investigación.
En estas páginas ya hemos publicado, gracias al análisis de prestigiosos juristas, cómo hay procedimientos en el ordenamiento jurídico que violan directamente la Constitución, elementos que, precisamente, blindan la actuación de aquellos jueces que no actúan de acuerdo con la diligencia debida que se espera de ellos. En España nadie controla a los que tienen la responsabilidad de impartir justicia justa, pero que, según se puede comprobar en cientos de miles de sentencias o en decenas de miles de procedimientos, no se hace, en contra de lo que indica la Constitución.
En España hay jueces que tienen, según se demuestra en la base de datos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), un 100% de efectividad a la hora de absolver o archivar causas contra determinadas empresas a pesar de que los hechos probados demostraban que miles de causas deberían haber terminado en condenas. Ningún juez ha decidido investigar un hecho que no es normal y que genera demasiadas sospechas.
Tampoco han tenido recorrido las querellas por prevaricación interpuestas desde distintos ámbitos de la sociedad civil contra aquellos jueces que se han rebelado en contra de las decisiones adoptadas por la Justicia europea. Esto es delictivo y, además, recurrente en determinadas audiencias provinciales, tribunales superiores de justicia y en el Tribunal Supremo. La respuesta que tiene la Justicia española ante estas querellas, además de archivarlas, es reprimir a los denunciantes a través de la toma de represalias, tanto a nivel profesional como personal.
En España también se ha denunciado de manera recurrente la actuación de los jueces de lo Mercantil y las incompatibilidades con actividades remuneradas que realizan fuera del Juzgado pero que, finalmente, podrían, presuntamente, tener una incidencia en sus decisiones posteriores.
En concreto, el régimen de incompatibilidades de magistrados y jueces también es un asunto clave del que se está abusando. No es de recibo que sea legal que, por ejemplo, los jueces de lo mercantil cobren por asistir a cursos, seminarios, congresos, conferencias o mesas redondas organizadas por los propios administradores concursales. Tampoco es muy transparente que haya magistrados o jueces que impartan clases en universidades privadas cuyos máximos accionistas son las grandes empresas a las que luego tienen que juzgar. Esto genera un clima de legítima sospecha ciudadana porque se pone en tela de juicio la independencia y la imparcialidad.
La corrupción judicial existe, pero se desconoce en qué magnitud porque no se ha investigado a fondo. Una democracia no puede subsistir bajo un clima de sospecha constante en el que puedan existir elementos ocultos que dictaminen el resultado de una causa judicial. Las grabaciones del excomisario Villarejo han revelado cómo en España sí se podrían estar comprando jueces. Eso es intolerable, pero lo es más que desde la magistratura no se investigue ni se incoen diligencias sobre ello.
Ese clima de sospecha constante sobre la imparcialidad cuando instruyen y juzgan causas contra los grandes intereses económicos, empresariales y financieros exige que los patrimonios de los jueces sean inspeccionados y auditados a través de investigaciones independientes, patrimonio que esté ubicado tanto dentro como fuera de España. Le mejor forma de terminar con ello es, precisamente, con el ordenamiento de la creación de una comisión independiente de los tres poderes que remita comisiones rogatorias a todas las jurisdicciones del secreto para que faciliten información sobre todos y cada uno de los jueces de este país y, si se encuentra algo que no esté declarado ante la Agencia Tributaria iniciar los procedimientos judiciales para resolver el origen de esos presuntos patrimonios. Si no hay nada que esconder, no debería haber problema en que se investigue. Sin embargo, «perro no come perro».
De todo lo anterior, el caso del presidente de la Audiencia Provincial de Ávila es revelador. La Comisión Disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial dictó una sanción por haber intervenido en 400 asuntos en los que su pareja participaba como procuradora y en los que ésta habría sido presuntamente favorecida. Sin embargo, la sanción ha sido ridícula: sólo 20 días.
Por otro lado, una encuesta realizada por el CGPJ a los jueces indica que un 18% de los jueces españoles afirma que no sabe o que prefiere no contestar sobre si ha recibido presiones en los procedimientos que instruyen o que están juzgando. ¿Es posible que un 9% de los jueces españoles no sepan si les están presionando o si les han ofrecido contrapartidas por el sentido de una sentencia? ¿Cómo es posible que el otro 9% de los jueces prefieran no contestar sobre este asunto? ¿Qué hay que ocultar? Casualmente, donde se incrementa el número de jueces que prefieren no decir nada es en el tramo de más de 31 años en la judicatura.
Por otro lado, del 21% de lo jueces que sí han reconocido haber recibido presiones, se culpa principalmente a los medios de comunicación, pero un 42% corresponden a presiones de particulares u «Otras». Además, hay un 21% sigue sin querer contestar sobre el origen de las mismas.
Mientras los jueces no juzguen a jueces con todas las garantías de independencia y transparencia, la Justicia española estará bajo sospecha. En España no hay justicia justa, sino una dictadura judicial en la que la impunidad de jueces, fiscales y poderosos está garantizada con el aval de quien está obligado a cumplir y hacer cumplir la ley.