El Tribunal Constitucional siempre es el órgano político del PSOE y el PP

Las críticas de Feijóo al tribunal de garantías están basadas en el sectarismo y el dogmatismo puesto que durante los gobiernos del PP también se dictaron sentencias que favorecían al Ejecutivo

30 de Junio de 2025
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Sanchez y Conde-Pumpido Tribunal Constitucional en una imagen de archivo.
Sanchez y Conde-Pumpido en la Moncloa | Foto: Pool Moncloa

Tras la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre la Ley de Amnistía, el líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, afirmó que tenía legitimidad para criticar el fallo y calificó al tribunal de garantías como “un órgano político”. Esa reflexión, dicha por el presidente del PP, no tiene ninguna credibilidad, dado que si hubiese sido la primera vez en la que el Constitucional redacta una sentencia en los términos exactos que precisa el gobierno, entonces sí sería criticable. El problema está en que tanto el PSOE como el Partido Popular han utilizado al tribunal como un arma ideológica para avalar leyes.

Desde sus primeras sentencias sobre estatutos autonómicos hasta su intervención en la crisis de Cataluña, el Tribunal Constitucional ha exhibido una y otra vez la dicotomía entre su función de guardián de la Constitución y su uso como peón de los dos grandes partidos.

PSOE y PP, por turnos, han nutrido el órgano de magistrados afines y han condicionado sus tiempos y sus fallos para apuntalar reformas o leyes controvertidas, como es ahora el caso de la Ley de Amnistía, poniendo en riesgo la legitimidad de la instancia que debería ser el último refugio de la neutralidad constitucional. Sin una reforma que blinde criterios objetivos de nombramiento y limitaciones de mandato, el TC corre el riesgo de convertirse definitivamente en un “tribunal político”, lejos de la imparcialidad que exige el Estado de Derecho. El problema está en que los dos grandes partidos necesitan de que el Constitucional no sea imparcial. Ahora es Cándido Cónde-Pumpido, pero no se puede olvidar que el PP colocó a un afiliado a su partido al frente del TC, Francisco Pérez de los Cobos. Por tanto, en España el presidente del tribunal de garantías ha sido siempre el perro de su amo.

La calidad democrática de un Estado moderno depende, en buena medida, de la independencia de sus principales instituciones de control y garantía. En España, el TC y la Fiscalía General del Estado (FGE) deberían un papel fundamental en la protección de los derechos fundamentales y en la supervisión del cumplimiento de la Constitución y las leyes. Sin embargo, en las últimas décadas, ambas instituciones han sido objeto de críticas recurrentes por su evidente politización, lo que ha generado un intenso debate social y político sobre su capacidad para actuar como contrapesos efectivos del poder.

El Tribunal Constitucional español, creado por la Constitución de 1978, es el máximo intérprete de la Carta Magna. Una de las principales fuentes de politización radica en el sistema de designación de sus miembros. El TC está compuesto por 12 magistraturas designadas por diferentes órganos: cuatro por el Congreso, cuatro por el Senado, dos por el Gobierno y dos por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Si bien este sistema pretende asegurar el pluralismo, en la práctica ha propiciado que los partidos políticos, especialmente los mayoritarios, controlen los nombramientos y busquen perfiles afines a sus intereses.

Este diseño ha provocado, con frecuencia, bloqueos en la renovación del Tribunal, ya que los partidos utilizan su mayoría en las cámaras legislativas para retrasar o condicionar los nombramientos, generando una percepción de falta de autonomía y de dependencia respecto a los equilibrios parlamentarios. Así, los cambios en la orientación mayoritaria del Congreso o del Senado suelen traducirse en alteraciones en la composición y la línea jurisprudencial del TC.

Bajo el primer gobierno socialista, el TC emitió sus primeras sentencias clave sobre el reparto competencial entre el Estado y las autonomías. En 1983, declaró inconstitucionales varios preceptos de los Estatutos de Autonomía vasco, andaluz y de Canarias, lo que suscitó acusaciones de “venganza política” por parte del PSOE.

Al mismo tiempo, el ejecutivo de Felipe González fue acusado de acelerar el nombramiento de magistrados afines para garantizar decisiones favorables a sus reformas (por ejemplo, la Ley del Aborto de 1985) y limitar el papel del Poder Judicial en cuestiones de derechos fundamentales.

Durante el mandato de José María Aznar, el TC jugó un papel decisivo en el contencioso sobre la objeción de conciencia en la sanidad pública tras la aprobación de normativas autonómicas que regulaban la interrupción voluntaria del embarazo.

En varios autos de 2002–2003, anuló parte de los decretos autonómicos más garantistas, alineándose con la visión conservadora de la reforma sanitaria de Aznar y limitando la capacidad de las comunidades para matizar la ley estatal. A ojos de muchos juristas, el Tribunal actuó como prolongación de la agenda moral e ideológica del Ejecutivo, en lugar de árbitro neutral de la Constitución.

El momento más explosivo llegó en 2010, durante la segunda legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando el TC dictó la sentencia 31/2010, en la que declaró inconstitucionales o reformuló 14 artículos del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña (aprobado en 2006 por el Congreso y refrendado en referéndum). Aunque Zapatero había defendido la reforma como “el texto más avanzado de Europa”, el TC recortó competencias sobre justicia, lengua y financiación, avivando el independentismo y desatando una de las mayores crisis de la Transición.

Más recientemente, durante la crisis soberanista catalana, el TC se convirtió en herramienta explícita del Gobierno de Mariano Rajoy. En octubre de 2017, avaló de forma casi simultánea el artículo 155 que suspendió la autonomía catalana y las órdenes de la Fiscalía para intervenir la administración autonómica.

Al mismo tiempo, prolongó durante meses la admisión a trámite de recursos contra leyes suspendidas en Cataluña, retrasando deliberadamente pronunciamientos y favoreciendo la posición del Ejecutivo central. Esta “lentitud interesada” fue criticada por juristas y partidos de la oposición como un claro abuso de poder.

La politización del TC no solo erosiona su legitimidad, sino que también debilita la confianza en el conjunto del sistema democrático. Cuando la ciudadanía percibe que las principales instituciones de garantía son extensiones de la lucha política, se reduce la eficacia de los mecanismos de control y aumenta el riesgo de que los derechos fundamentales sean interpretados en función de los intereses coyunturales de los partidos.

La politización de los órganos constitucionales y fiscales no es un fenómeno exclusivo de España, aunque existen diferencias significativas con otros países europeos. En algunas democracias consolidadas, como Alemania o Italia, se han adoptado sistemas de designación más independientes, basados en criterios profesionales y evaluaciones técnicas, con menor peso de los partidos políticos en el proceso. Estos modelos han demostrado ser más eficaces a la hora de garantizar la autonomía institucional y limitar la influencia de los poderes ejecutivo y legislativo.

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