El Tribunal Constitucional prepara un nuevo tirón de orejas al Gobierno Sánchez, esta vez por haber cerrado el Parlamento en los días más negros y luctuosos de la pandemia. Semanas atrás, el más alto órgano judicial del país declaró ilegal el primer estado de alarma (la votación fue reñida, seis votos contra cinco) y ahora la idea es declarar inconstitucionales los acuerdos de la Mesa del Congreso de los Diputados que decretaron el cierre de la actividad parlamentaria por seguridad para sus señorías y para preservar la salud pública. O sea, que el TC va de rapapolvo en rapapolvo al Gobierno sin ningún pudor.
Llegados a este punto, cabe preguntarse si los magistrados del Alto Tribunal no estarán practicando una espuria injerencia en el poder político que quiebra el principio de separación de poderes. Teniendo en cuenta que casi siempre fue a la inversa, es decir, políticos presionando a jueces “desde detrás” para lograr objetivos particulares, llama la atención el gustillo que últimamente le han cogido los miembros del Constitucional a gobernar el país saltándose a la torera la soberanía popular y enmendando la plana a los representantes legítimos del pueblo. Si el acuerdo para clausurar temporalmente las Cortes por razones de seguridad (una pandemia con miles de muertos era razón más que suficiente para hacerlo) se adoptó por mayoría de PSOE y Unidas Podemos según los reglamentos parlamentarios, ¿qué demonios pinta el TC en toda esta historia?
Si mala es la politización de la Justicia, peor todavía es la judicialización de la política que desvirtúa la democracia y nos condena definitivamente al gobierno de los jueces. Últimamente parece que todo lo que hace el Ejecutivo Sánchez le molesta a la cúpula judicial. Desde que sus señorías liquidaron el procés catalán, no han parado de meterse en asuntos políticos. Es evidente que Mariano Rajoy no tuvo el valor ni el talento para resolver el cisco territorial (la estrategia del avestruz del gallego fue nefasta para España) y de aquellos polvos estos lodos. Ahora los magistrados se sienten crecidos, respaldados y legitimados para tutelar nuestra maltrecha democracia, quizá porque al igual que quienes inspiran sus razonamientos jurídicos piensan que la izquierda nunca debe dirigir los destinos del país.
Con todo, lo más preocupante es que, una vez más, el TC pueda darle la razón a Vox, que fue el partido que presentó el recurso no ya para preservar la Constitución, que eso ni les importa ni está en juego, sino para erosionar al Gobierno en tareas de cruenta oposición. Lo cual que entre unos y otros han convertido el máximo órgano de nuestro sistema jurisdiccional en el último bastión del búnker, en la última trinchera conservadora contra los rojos, en un partido militante. Está por ver si la ponencia sobre este recurso, en manos del magistrado Antonio Narváez, prospera tras los debates de los magistrados, que se prevén acalorados y a cara de perro. Pero de momento la prensa ya ha filtrado que una mayoría del Constitucional considera que los acuerdos de la Mesa del Congreso para clausurar el Parlamento vulneraron el derecho al control político de la oposición, así que la suerte parece echada.
Un Constitucional caducado
Santiago Abascal llegó a calificar aquella medida del Gobierno como “secuestro” de las Cortes y ahora el TC parece dispuesto a comprarle el discurso. ¿Cómo se puede retorcer tanto una decisión política que no tenía más finalidad que preservar la salud pública? Ya se sabe que en aquellos días trágicos el Caudillo de Bilbao era medio negacionista, como sus grandes aliados Donald Trump y Jair Bolsonaro. Conviene no olvidar que en medio del inmenso drama nacional (julio de 2020) el líder voxista llegó a decir desde la tribuna de oradores que el coronavirus era un invento de China para controlar el mundo, además de cargar contra los inmigrantes y anunciar su moción de censura contra Pedro Sánchez condenada de antemano al ridículo y al fracaso más estrepitoso.
Lamentablemente, el tiempo vino a confirmar que el virus no era ninguna broma como para ir jugando con ella, de modo que lo más sensato era suspender provisionalmente la actividad del Pleno, que no la actividad parlamentaria, que continuó por vía telemática. El país jamás cayó en el vacío de poder, ni mucho menos en una dictadura con la excusa de la pandemia, tal como sugiere Abascal, y todo aquel diputado que quiso impulsar una iniciativa política parlamentaria pudo hacerlo. Cada vez que a Sánchez le llegaba el momento de comparecer para solicitar las sucesivas prórrogas del estado de alarma, un grupo reducido de diputados en representación de los diferentes grupos políticos se reunía, siempre con mascarilla y guardando una mínima distancia de seguridad, y debatía el asunto. Las garantías constitucionales quedaron intactas en todo momento, sobre todo teniendo en cuenta que nos encontrábamos ante una situación excepcional que precisaba medidas excepcionales por puro sentido común (cada día perdían la vida unos cuantos cientos de personas víctimas del agente patógeno).
Habrá que ver en qué términos se redacta la sentencia y cuáles son sus fundamentos jurídicos, aunque ya tenemos antecedentes de resoluciones anteriores del Constitucional que cayeron en la tribuna de opinión, en los hechos novelados y en la interpretación política descarada más allá de los hechos puros y duros. En cualquier caso, cada vez cuesta más trabajo confiar en este TC rancio, caducado y escasamente profesional. O renuevan ya los cargos institucionales o van a terminar pegándose el escudo verde de Vox en la pechera de la toga. Alguno ya lo lleva por dentro y en secreto.