Uno de los efectos perniciosos del transfuguismo es que alimenta la crispación en la vida política y ahonda en la desafección del ciudadano, harto de corrupción y de los chanchullos de los políticos mientras el país se va al garete por culpa de la pandemia y la crisis económica. El barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de 2019 constató que un 32,1 por ciento de los españoles considera que los políticos y los partidos se encuentran entre los tres principales problemas del país. Este nivel de preocupación no se detectaba desde el año 1985. En efecto, el paro sigue siendo la principal preocupación de los españoles pero los políticos (32,1%) y la corrupción (25,7%) ocupan un lugar preferente entre los males endémicos de la nación.
Entonces, si este tipo de prácticas generan el rechazo casi unánime de la sociedad española, ¿por qué se siguen produciendo cada cierto tiempo con absoluta impunidad? ¿Por qué los partidos políticos no han conseguido ponerse de acuerdo para cortar de raíz una actividad execrable desde todo punto de vista ético, político y penal? El ex portavoz de la Asociación Jueces para la Democracia, Joaquim Bosch, cree que “la ejemplaridad mejora a la sociedad, porque implica mostrar conductas que promueven la decencia. Cuando en distintos ámbitos quienes tendrían que dar ejemplo hacen lo contrario, la ciudadanía carece de referentes éticos a imitar. Es lo que ha pasado casi siempre en nuestro país”.
El artículo 67.2 de la Constitución Española garantiza que los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo. Y por otra parte la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) concede a las formaciones políticas el carácter de representación institucional en nuestra democracia. Los candidatos se incluyen en unas listas cerradas y son los electores quienes eligen a sus cargos electos. A su vez, la Ley Orgánica de Financiación de los Partidos Políticos establece que son los militantes y afiliados quienes a través de sus donaciones particulares contribuyen al sostenimiento de los partidos mientras que posteriormente el Estado, mediante las asignaciones con cargo a los presupuestos generales del Estado, subvenciona a las formaciones políticas que han obtenido escaños y retribuye a los candidatos según su cargo. Sin duda, el transfuguismo viene a romper con el sistema regulado por nuestro ordenamiento jurídico, reduce a papel mojado el mandato constitucional, adultera la relación elector/elegido e introduce un elemento de negocio mercantil, ya que el tránsfuga suele ser comprado con dinero o promesa de mejor salario en un puesto más alto.
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha venido a introducir elementos de distorsión al considerar que un cargo político, una vez que ha sido elegido por el pueblo en un proceso electoral, es dueño de su escaño, de modo que teóricamente tiene derecho a disponer y a hacer uso de él, incluso a pasarse a otro partido sin que por ello se pueda concluir que ha quedado pervertido o corrompido el proceso de expresión de la voluntad popular. “Esta interpretación supone, por tanto, la cobertura jurídica perfecta para el transfuguismo, en tanto que dicho comportamiento aparece como jurídicamente irreprochable e inatacable, con lo que la única crítica que cabe hacer es de índole moral”, asegura Josep Maria Reniu. Parece claro, por tanto, que existe un vacío legal en este asunto, ya que el legislador ha decidido no castigar las conductas transfuguistas con un reproche penal.
A partir de ahí, la sanción es simbólica y suele limitarse a la apertura de un expediente disciplinario por parte de la directiva del partido que termina con la expulsión del tránsfuga (un mecanismo inútil y absurdo por otra parte, ya que para entonces el afectado no pertenece a la formación porque ha desertado). La obligación de pasar al Grupo Mixto que imponen los reglamentos de las respectivas cámaras nacionales, autonómicas y locales tampoco parece un castigo demasiado severo para el prófugo político que ha conseguido sus propósitos y objetivos personales y profesionales. Además, ese destierro a los escaños más apartados del hemiciclo, a la silla de pensar u ostracismo parlamentario a menudo no es más que un paso intermedio o estación de tránsito antes de recalar en el partido que ha logrado seducirle con promesas de dinero o poder.
No solo no existe una cobertura penal que sancione la conducta del transfuguismo en nuestro país, sino que los electores se encuentran indefensos ante el fraude y ni siquiera pueden acudir a una asociación u organización social, como ocurre con los consumidores cuando se sienten estafados y deciden defender sus intereses particulares. La gran cantidad de casos que se han detectado desde 1977, año de las primeras elecciones generales, nos lleva a pensar que la cultura política de nuestros representantes públicos es bastante mejorable. El transfuguismo se enquista precisamente en aquellos países con menos tradición democrática, como es el caso de España, donde una larga dictadura promocionó valores como la picaresca, la corrupción, el enchufismo, el oportunismo a la sombra del poder y el comportamiento caciquil, conductas todas ellas de alguna manera vinculadas al transfuguismo que sufrimos hoy. Y aquí cabría preguntarse si la izquierda es más tránsfuga que la derecha o viceversa. Quizá los partidos progresistas, por su mayor grado de cohesión ideológica y su férreo control disciplinario interno, han sufrido menos esta lacra. Por su parte, los partidos conservadores han padecido una auténtica plaga de transfuguismo, quizá porque se encuentran todavía bajo la influencia de los tics autoritarios del régimen anterior. Hasta un 91% de los casos detectados en los primeros años de la democracia (período 1977-1989) tuvieron como protagonistas a cargos públicos que se movieron de un partido conservador a otro.
Pese a que en un principio España pueda parecer, una vez más, la gran excepción europea, hay que decir en nuestro descargo que cuando hablamos de transfuguismo no somos tan diferentes a nuestros vecinos de la UE. Según Fernando Santaolalla López, letrado de las Cortes Generales y profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Alcalá, “del rápido repaso de algunos países se deduce la licitud del fenómeno del cambio de grupo parlamentario por un representante popular, incluso aunque se produzca en su versión patológica que en España hemos bautizado como transfuguismo”.
En Francia, la Constitución de 1958 proclama que todo mandato imperativo es nulo. De ahí se deduce que el representante popular goza de plena independencia jurídica para el desarrollo de su función, incluida la posibilidad de abandonar el grupo parlamentario correspondiente al partido o lista con el que fue elegido. En Alemania, no existe norma alguna que prohíba el abandono del propio partido o grupo político por un representante popular. Ni tampoco existe proyecto de limitar o regular este fenómeno. Y ello a pesar de que el sistema representativo alemán es claramente proporcional por listas, si bien estas no son cerradas o bloqueadas como en España. En Bélgica, tampoco existe norma que impida el cambio de grupo parlamentario. Y en cuanto a la Constitución italiana recoge el principio clásico de libertad del diputado o senador, que es lo que impide cualquier medida contra el que abandona el propio grupo parlamentario o su disciplina. En concreto, el artículo 68 de la Carta Magna italiana afirma que todo miembro del Parlamento representa a la Nación y ejerce sus funciones sin estar ligado a mandato alguno.
El letrado Santaolalla recuerda que en algunos países se han producido los mismos o parecidos abusos que en el nuestro y a pesar de ello, y también en coincidencia con la actitud española, “no se han establecido prohibiciones o restricciones directas, por entender que ello supondría vulnerar un nervio esencial del sistema democrático como es la independencia del representante. Los sistemas constitucionales libres admiten el cambio de grupo parlamentario, no por rendir pleitesía a una definición ya vieja, como la prohibición del mandato imperativo, sino por ser la garantía del pluralismo y la discrepancia que debe presidir las instituciones y las fuerzas que las protagonizan”.
El experto cree que ante prácticas abusivas como el transfuguismo solo caben medidas indirectas o soluciones alternativas. Entre las primeras puede citarse la reducción de las subvenciones a los partidos; la exclusión de las comisiones parlamentarias; o la reducción del número y duración de los turnos de palabra. Todas estas medidas han sido aplicadas en mayor o menor grado en España sin demasiado éxito. Entre las soluciones alternativas está la exigencia legal de celebrar nuevas elecciones cuando se detecte un caso, una opción que se antoja demasiado drástica y que, dada la propensión del político español al transfuguismo, nos abocaría a una repetición constante de los comicios. “Sin duda, su implantación es una cuestión espinosa, pues sus ventajas son indisociables de sus desventajas”, asegura el letrado.
Papel mojado
El día 7 de julio de 1998 las diferentes fuerzas políticas con representación en las Cortes Generales (Partido Popular, PSOE, Izquierda Unida, Convergència Democràtica de Calatalunya y Unió Democràtica de Catalunya, Partido Nacionalista Vasco-Eusko Alderdi Jeltzalea, Coalición Canaria, Iniciativa per Catalalunya, Bloque Nacionalista Galego, Esquerra Republicana de Catalunya, Eusko Alkartasuna, Unión Valenciana y Partido Aragonés Regionalista) firmaron un pacto antitransfuguismo.
El acuerdo fue renovado en el año 2000 y establecía el compromiso de todas las fuerzas políticas firmantes de “impulsar la modificación de los reglamentos de las cámaras autonómicas y los reglamentos orgánicos de las corporaciones locales, para adaptarlos a lo establecido en los acuerdos y las modificaciones legales que de estos se deriven”. Según los firmantes, el transfuguismo supone, desde una perspectiva política y ética, una deslealtad tanto hacia las fuerzas políticas que depositaron su confianza en personas que, posteriormente, acreditan no ser merecedoras de ella, como hacia los electores, que emiten su voto desde la constatación evidente de tal inclusión. El acuerdo considera tránsfuga “a la persona electa por una candidatura promovida por una coalición, si abandona, se separa de la disciplina o es expulsada del partido político coaligado que propuso su incorporación en la candidatura, aunque recale en otro partido o espacio de la coalición, sin el consentimiento o tolerancia del partido que originariamente lo propuso”.
Además, los firmantes constatan que “las dificultades jurídico constitucionales existentes para constreñir tales comportamientos mediante reformas legislativas realzan la importancia de los acuerdos políticos para hacer frente a los mismos”. Durante estos años de vigencia del pacto se ha puesto de manifiesto que la lealtad recíproca entre las fuerzas políticas se convierte en el mejor instrumento para poner coto a las conductas de los desertores y para limitar las consecuencias prácticas de su comportamiento.
Se impone, por tanto, el cordón sanitario contra los oportunistas, uno de los peores males de nuestra democracia, y para ello es preciso un amplio acuerdo público de las diferentes fuerzas con representación parlamentaria que incluya la exclusión de los tránsfugas de las listas electorales, candidaturas y todo tipo de pacto. Pese a todo, la normativa no se ha desarrollado y corre serio riesgo de quedar en papel mojado. Lamentablemente, el PP ha sido el primero en desmarcarse del pacto antitransfuguismo tras la tormenta política que se ha desatado tras la implosión de Ciudadanos y las batallas soterradas por el poder autonómico entre derechas e izquierdas.
Todos los partidos que componen este pacto, a excepción de los populares, han coincidido en que se produjo transfuguismo tras la moción de censura contra el Gobierno de Murcia presentada por el PSOE y Cs. El PSOE ha anunciado que pedirá la reunión de un comité de seguimiento para que condene los hechos y ha lamentado que el PP se haya “quedado solo y aislado” al no querer reconocerlo. Sin embargo, los populares niegan la mayor: “Aquí los auténticos tránsfugas son los que constituyen el triunvirato formado por Cs, PSOE y Podemos que, en plena pandemia, se están dedicando a desestabilizar las instituciones”.
Una vez más, el PP sabotea un gran acuerdo institucional que es bueno para el país, como es regular las prácticas que atentan contra el buen funcionamiento de la democracia. Y aquí es donde cabe pensar que si los propios partidos torpedean las iniciativas necesarias para dotar de transparencia y pureza el ejercicio de la política tendrán que ser los jueces quienes pongan orden y concierto al vacío legal. El Tribunal Supremo ya ha sentenciado que el pase a la condición de concejal no adscrito, como consecuencia o por razón de un supuesto de transfuguismo, “impide que se asuman cargos o que perciban retribuciones que antes no ejercía o percibía e impliquen mejoras personales, políticas o económicas”.
Es decir, los tribunales de Justicia empiezan a tomar conciencia del grave problema y más pronto que tarde la jurisprudencia será revisada. Hay voluntad política de reformar el Código Penal (el PP tendrá que sumarse a la iniciativa si no quiere quedar como el partido de los trashumantes con el consiguiente descrédito social), de modo que la penalización de las conductas de aquellos políticos que comercian, mercadean, compadrean y negocian con el escaño para fin y ambición personal parece más cercana que nunca. Quizá todavía no sea demasiado tarde para regenerar nuestra maltrecha democracia.