Lo más inquietante no es que cualquiera opine, sino que el sistema digital recompensa a quien lo hace con más ruido, no con más argumentos. El experto, con su cautela metodológica y sus dudas razonadas, es desplazado por el usuario que grita más fuerte o construye un mensaje emocionalmente eficaz.
Así, la conversación pública se empobrece, el pensamiento crítico se desvanece y las decisiones colectivas acaban influenciadas por relatos virales y no por análisis serios.
La nueva ilustración de sofá
Vivimos en tiempos gloriosos. Tiempos en los que, gracias a una conexión Wi-Fi y un perfil en redes sociales, cualquiera puede pasar de ser experto en macroeconomía un lunes, a virólogo el martes, y analista geopolítico el miércoles. La erudición, antes fruto de décadas de estudio y especialización, ahora parece brotar espontáneamente tras ver dos vídeos en YouTube o leer un hilo viral en X (antes Twitter, y posiblemente mañana otra cosa).
Estamos, sin duda, ante la era dorada del "opinador universal", figura ubicua que se multiplica como hongos tras la lluvia en los rincones más insospechados del espacio digital. Las redes sociales, en su afán democratizador, han dado a luz un nuevo oráculo moderno: el usuario convencido. Ya no se requiere una tesis doctoral ni una carrera en políticas públicas para sentar cátedra sobre fiscalidad o migración; basta con una ocurrencia bien redactada y un poco de picante ideológico.
Pero no nos confundamos: esta no es una crítica al derecho a opinar. La libertad de expresión es —y debe seguir siendo— piedra angular de toda sociedad democrática. Lo que sí merece examen es la creciente indistinción entre opinión y conocimiento, entre intuición y dato, entre la ocurrencia viral y el análisis informado.
Del experto al influencer ilustrado
La figura del experto, antaño reverenciada (y a veces también temida), ha sido reemplazada por el influencer de actualidad, que lo mismo desmiente a un epidemiólogo que propone soluciones para el sistema energético global en un vídeo de 90 segundos, todo ello sin despeinarse. ¿Formación? ¿Rigor? ¿Contexto? Bagatelas del pasado. Lo importante es sonar convincente, hablar con aplomo y, sobre todo, no dejar espacio para la duda. La ironía, claro, es que mientras más complejo es un asunto, más simplista se vuelve su tratamiento en estos foros. Porque ya se sabe: la verdad no se busca, se tuitea.
El problema, en última instancia, no radica en que "todo el mundo opine", sino en que hemos dejado de discriminar entre el que opina y el que sabe. El algoritmo no premia la verdad, sino la emoción; no eleva al que explica, sino al que incendia. Así, el debate público queda a menudo reducido a una sucesión de certezas gritadas, a un ruido ensordecedor que castiga la prudencia y glorifica la autosuficiencia intelectual.
Paradójicamente, cuanto más accesible se ha hecho el conocimiento, más se desprecia su profundidad. El escepticismo ilustrado ha sido reemplazado por la autosuficiencia informativa: "yo ya me he informado", suele decirse, como si informarse fuera un evento puntual y no un proceso constante, exigente y, a menudo, incómodo.
Esta situación plantea un desafío profundo para la calidad democrática. La política pública, la ciencia, la economía o la sanidad no pueden conducirse al ritmo de los trending topics. Requieren diálogo, pero también jerarquización del saber. No todo vale. No todo pesa lo mismo. Y no todos están igualmente cualificados para intervenir sobre ciertos asuntos, aunque todos tengan derecho a intentarlo.
Tal vez el verdadero reto de nuestra época no sea tanto combatir la ignorancia, como resistir la arrogancia del que cree saberlo todo. Porque si algo caracteriza al saber verdadero es, justamente, la conciencia de sus límites.
Y mientras tanto, seguiremos viendo cómo alguien desmonta el sistema financiero internacional desde su sofá, entre memes de gatos y ofertas del supermercado. Porque, como bien sabemos ya, el conocimiento no ocupa lugar… pero sí molesta cuando contradice lo que ya habíamos decidido creer.