En los últimos meses, el registro de beneficiarios reales ha protagonizado un intenso pulso judicial y político que desnuda las grietas de un sistema pensado para arrojar luz sobre la identidad última de quienes controlan las empresas. En la Unión Europea, un fallo del TJUE ha limitado el acceso público al fichero comunitario, mientras que al otro lado del Atlántico litigios en tribunales estadounidenses buscan suspender la aplicación de la Ley de Transparencia Corporativa. La controversia alcanzó incluso la cuenta de X de Donald Trump, que celebró con entusiasmo la eliminación de la obligación de las entidades nacionales de informar al FinCEN acerca de sus verdaderos dueños.
La opacidad en la titularidad real de sociedades no es un mal que se confine a un solo territorio: los Papeles de Panamá demostraron hace años que los vacíos legales de un país repercuten en todo el mundo. Desde finales de los años noventa, organizaciones como la ONU, el Grupo de Acción Financiera Internacional y el Consejo de Estabilidad Financiera han incluido en su agenda la necesidad de desentrañar quién está detrás de los vehículos jurídicos: sociedades, fundaciones y fideicomisos que, sin transparencia, facilitan el blanqueo de capitales, la evasión fiscal y los flujos de dinero ilícito.
Hasta ahora, los intentos por resolver el problema se dividían entre confiar en intermediarios (bancos, asesores legales) para que conozcan al propietario, o bien exigir a las propias sociedades que mantengan internamente los datos sobre sus beneficiarios. Ninguno de estos modelos ha funcionado con la eficacia prometida. De ahí que, hace apenas unos años, surgiera la idea de imponer un registro público: una base de datos oficial donde las empresas inscribirían la identidad de los individuos que realmente se lucran y controlan la entidad. Sin embargo, la reciente oleada de demandas y decisiones judiciales ha devuelto al debate la vieja pregunta: ¿puede un registro público, en su forma actual, ofrecer la transparencia que el sistema reclama?
Según un estudio publicado en Transnational Legal Theory, al que Diario16+ ha tenido acceso, el ordenamiento jurídico en torno al registro de beneficiarios reales sigue fragmentado, mal institucionalizado y, en última instancia, incapaz de frenar el uso indebido de vehículos legales. Basándose en los trabajos de los académicos Gregory Shaffer y Terrence Halliday, los autores analizan el proceso de “asentamiento normativo” (la forma en que definiciones, manuales, sentencias y prácticas tienden a estabilizar el significado y aplicación de una norma), y su grado de armonización entre las recomendaciones de organismos transnacionales y las leyes nacionales. El resultado no deja lugar a dudas: a pesar de que el número de jurisdicciones con registros creció de treinta y cuatro en 2018 a noventa y siete en 2022, las definiciones de “beneficiario real” y los umbrales de participación (el 25 % sugerido por el GAFI, por ejemplo) varían tanto que desvirtúan el propósito original.
El caso de Luxemburgo ilustra con crudeza las deficiencias prácticas de este mosaico legal. Allí, más de la mitad de las sociedades inscritas no reportaron nunca a un verdadero beneficiario real, sino que consignaron los datos de directivos de fachada y testaferros. El elevado umbral del 25 % (cuando muchos accionistas dividen sus participaciones para eludir la obligación) permite la existencia de estructuras opacas bajo un barniz de cumplimiento formal.
Las recientes decisiones tanto en la UE como en Estados Unidos muestran cómo los equilibrios políticos alteran en un instante la capacidad de transparencia. La suspensión de la exigencia de informar a la FinCEN deja en el limbo a un amplio universo de entidades estadounidenses, mientras que la limitación del acceso al registro comunitario reduce la rendición de cuentas de las sociedades europeas. A la par, iniciativas como el fondo STEP de la UE (con 150.000 millones de euros destinados a reforzar registros y sancionar incumplimientos) tropiezan con debates sobre la posible entrada de terceros países en los procesos de certificación, revelando la tensión entre impulso regulatorio y defensa de intereses nacionales.
Lejos de proponer recetas falsas o cimentadas en el sectarismo del activismo radical, el estudio aboga por una reflexión profunda antes de adoptar de forma automática las directrices de un organismo internacional. Plantea, por un lado, adaptar los umbrales de propiedad para reflejar las complejas estructuras de control indirecto y, por otro, clarificar de manera inequívoca las definiciones en el texto legal y en la práctica judicial. Subraya también la importancia de garantizar un acceso efectivo a la información tanto para las autoridades competentes como para los medios de comunicación y la sociedad civil. Solo de ese modo podrá superarse la actual dispersión normativa y avanzar hacia un sistema que cumpla su fin último: desactivar las redes de opacidad que facilitan delitos económicos.
En definitiva, la polémica reciente revela un reto no solo jurídico, sino político y cultural. El registro de beneficiarios reales nació con la promesa de desenmascarar a quienes se esconden tras sociedades pantalla. Hoy, su eficacia pende de la voluntad de los Estados de armonizar normas, compartir datos y mantener el compromiso con una transparencia real, más allá de las retóricas y las excepciones de última hora. De eso dependerá que el fantasma de la opacidad siga deambulando sin remisión, o que por fin se cierre el círculo de la responsabilidad corporativa global.