Alberto Núñez Feijóo ha vuelto a elegir el camino más cómodo y cobarde en política: hablar de derechos sin defenderlos, tensar sin mancharse, y buscar en la religión, la inmigración o el “velo” una excusa más para agradar a una parte de su electorado que rechaza la pluralidad.
El líder popular, fiel a su estilo, prohíbe, matiza, insinúa… pero nunca defiende con claridad los derechos. Ni los de las mujeres, ni los de las minorías, ni los del país diverso que dice querer gobernar.
Su propuesta de prohibir el burka y el niqab en espacios públicos, pero permitir el uso del velo, se presenta como medida “moderada”. Pero tras la fachada tecnocrática se esconde una estrategia de fondo: competir con Vox en su terreno, sin parecer Vox. Mientras Santiago Abascal lanza proposiciones brutales para prohibir cualquier vestimenta islámica en parques, hospitales o escuelas, Feijóo se disfraza de sensato para defender, con otras palabras, la misma idea: hay una forma “aceptable” de ser musulmán. Y otra, que debe ser excluida.
Lo que Feijóo pretende imponer no es una política de seguridad, ni de igualdad, ni de libertad. Es una política de imagen, una táctica electoral para seguir alimentando la ficción de que lo diferente es sospechoso, de que el islam debe ser permanentemente vigilado, controlado, o, en el mejor de los casos, “tolerado”. Nunca reconocido, nunca integrado en igualdad.
Feijóo: ni laicismo, ni valentía
El líder del PP presume de conocer la Constitución, pero su discurso está plagado de contradicciones y trampas. Dice que España es un Estado aconfesional, pero no pierde oportunidad de recordar nuestras “raíces cristianas” como si fueran una bandera identitaria. Dice que hay libertad religiosa, pero respalda mociones municipales —como la de Jumilla— que impiden el uso de instalaciones públicas para celebraciones musulmanas.
Peor aún: acusa al Gobierno de “proteger más a los musulmanes que a los católicos”, usando el clásico argumento de la extrema derecha: la cristianofobia imaginaria, la discriminación inversa. Es un discurso tan viejo como manipulador, que enfrenta comunidades, genera miedo y simplifica el debate sobre convivencia.
Feijóo no cree en el laicismo. No lo defiende. Su modelo no es el de un Estado que garantiza derechos a todas las confesiones, sino el de una jerarquía simbólica donde la religión católica está por encima, y las demás —en especial el islam— están sujetas a escrutinio permanente.
Frente al populismo burdo de Vox, Feijóo opta por el populismo sutil. No grita. Pero insinúa. No prohíbe del todo. Pero estigmatiza. No quema puentes. Pero los llena de obstáculos.
Entre la libertad y el control, Feijóo elige el cálculo
Feijóo no está solo en esto. Su partido lleva décadas utilizando la identidad nacional, religiosa y cultural como herramienta de polarización. Pero ahora, en plena batalla por la hegemonía de la derecha, el líder del PP intenta mantenerse en ese difícil equilibrio: distanciarse del extremismo de Vox, sin dejar de seducir a sus votantes.
El resultado es un discurso plano, sin alma, sin convicciones reales. Un discurso que no defiende los derechos de las mujeres musulmanas, sino que decide por ellas qué prenda pueden o no usar. Que no defiende la igualdad religiosa, sino que intenta reubicar a la religión católica como epicentro del relato político nacional. Y que, sobre todo, no asume su responsabilidad como líder de la oposición para construir un país más justo, más libre y más diverso.
Feijóo habla del burka, del niqab, de Jumilla, de los obispos, del “trazo grueso” de Vox y del “cinismo de la izquierda”. Pero nunca habla de lo esencial: ¿cómo se protege la libertad sin caer en la exclusión? ¿Cómo se gobierna sin usar la religión como arma electoral? ¿Cómo se respetan los derechos sin hipocresía?
Hasta que no responda a eso, Feijóo seguirá siendo lo que ya es: un político atrapado en el cálculo, incapaz de liderar con valores, y siempre dispuesto a mirar hacia otro lado mientras otros siembran odio.