Ferrovial sigue dando que hablar por su bochornosa espantada a los Países Bajos. Hablamos de uno de los buques insignia de la economía española, de modo que su decisión de fijar su sede social fuera del país (para pagar menos impuestos, según el Gobierno) supone un fuerte golpe para la marca España, sea lo que sea eso. Con Ferrovial se nos va no solo un puntal financiero, sino parte de nuestra historia contemporánea. La entidad fue fundada en 1952 con la misión de sustituir las traviesas del ferrocarril del siglo XIX por otras más modernas. Por aquellos años el país todavía sufría los rigores de una dura posguerra, pero Ferrovial y otras empresas, siempre bajo el paraguas franquista, empezaban a trazar los primeros planos del salto adelante que vendría después. En realidad, el desarrollismo fue un desesperado e imposible intento de nuestro país por salir del tercer mundo en el que había quedado sumido tras la Guerra Civil.
Con Ferrovial, el régimen pudo vender la feliz y falaz idea de que España despegaba de nuevo. Hoy sabemos que todo fue un espejismo. Mientras al otro lado de los Pirineos los franceses gozaban de los beneficios del Estado de bienestar y se construían grandes aeropuertos, anchas autopistas y futuristas estaciones con trenes de alta velocidad, aquí, en la yerma piel de toro, seguíamos viajando en burro-taxi, eso sí, con botijo. Salvo unas pocas grandes urbes que comenzaron la industrialización como Barcelona o Bilbao (a las que llegaron miles de inmigrantes hambrientos en el mayor éxodo del campo a la ciudad de la historia), el país siguió anclado en el pasado, en ese mundo rural, onírico y hermético propio de una anacrónica Edad Media. Madrid levantaba un falso decorado con teatros y cines controlados por la censura mientras que en los pueblos se vivía la escasez, el analfabetismo, el estraperlo, el terror a la pareja de la Guardia Civil, el yugo de la Iglesia y los abusos del señorito del cortijo. La propaganda del régimen se esforzaba por ofrecer una imagen de sociedad avanzada que nunca existió. Los múltiples pantanos, las Copas de Europa del Real Madrid y el Hollywood barato de Televisión Española, Paseo de la Habana, trataban de proyectar al pueblo una sensación de modernidad que no se correspondía con la realidad. Ni la voz tersa y cristalina de Carmen Sevilla vendiendo televisores al ritmo de “Familia Philips, familia feliz” ni los concursos de la radiante Laura Valenzuela podían convencer a los españolitos de aquel tiempo de que no estaban viviendo la pesadilla de una dictadura.
En aquella España de penurias en blanco y negro nació la Ferrovial de Rafael del Pino y Moreno, nuestra primera gran multinacional. Con ella mejoraron las carreteras (no resultó difícil, la mayoría de la red viaria española o estaba formada por caminos de cabras o había quedado gravemente dañada por las bombas durante la contienda civil) y más tarde, ya en democracia, contribuyó al auténtico despegue económico, el mayor de nuestra historia. Por las manos de sus ingenieros pasaron las obras del AVE Madrid-Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el Guggenheim de Bilbao. El milagro español de los panes y los peces gracias al maná de los fondos europeos de cohesión.
Desde aquel momento la compañía empezó a dejar de ser un proyecto doméstico para abrirse al mundo. En 2022 trabajó en el aeropuerto de Sidney y tres años después compró la empresa de aeronaves Swissport y la constructora tejana Webber. A fecha de hoy, la mayor parte de su volumen de negocio ya no se contrata en España, sino en el extranjero.
Con la fuga de Ferrovial se nos va no solo una parte del PIB sino también un trozo de nuestra historia. Cuenta la prensa que Pedro Sánchez se ha agarrado el cabreo del siglo con Rafael del Pino, presidente ejecutivo, al que acusa de deslealtad por abandonar a los españoles cuando más se le necesita. En Moncloa están convencidos de que el cambio de sede de la empresa no obedece a razones financieras, ni a supuestas facilidades para cotizar en la Bolsa yanqui, ni al intento de encontrar una mayor seguridad jurídica en el exterior. La familia Ferrovial se va simple y llanamente por una cuestión fiscal, porque paga menos impuestos y porque le da la gana, que para eso están forrados. “En España hay muchos empresarios comprometidos con su país, no es el caso de Del Pino”, sentencia el presidente del Gobierno. Seguro que en Unidas Podemos tienen otra versión del incidente que tiene que ver con esos “capitalistas sin escrúpulos” que solo miran por su cartera.
Hay quien dice que el impuesto a las grandes fortunas del Gobierno de coalición ha terminado por acobardar al grupo Ferrovial, que ya no es aquella industriosa y fiel compañía nacional que levantaba España a golpe de martillo y siempre a las órdenes de Franco. Cabría preguntarse qué hubiese hecho la multinacional con Ayuso en el poder y el país convertido en un inmenso paraíso fiscal. Seguro que todo sería muy diferente. Las ideas de la derecha más ultraliberal e insolidaria, como forma de entender la vida, van sin duda en la genética y en la filosofía de esta compañía que nos acompañó en dictadura y en libertad. Una pena. De cualquier manera, un mundo viejo se acaba, otro nuevo empieza. Así es el dinero, un monstruo que no entiende de sentimentalismos. El futuro pasa por la transición energética y la robotización y ahí España necesitará de empresarios talentosos, comprometidos y patrióticos de verdad que miren no solo por los beneficios empresariales sino también por el bien de la sociedad y de sus paisanos. Bye, bye, señor Del Pino. Y que le vaya bonito con los holandeses.