Mientras millones de personas observan atentos el ritual solemne del cónclave, esperando ver elevarse la fumata blanca que anuncia la elección de un nuevo papa, hay una realidad que permanece inalterada: ninguna mujer participa, decide ni vota en este proceso. En la Iglesia católica, la mitad de la humanidad permanece fuera de su estructura de poder más alta. La fe de las mujeres sostiene los templos, pero su voz sigue fuera del altar de las decisiones.
Cada vez que se convoca un cónclave, se repite una coreografía antigua: hombres mayores, vestidos con hábitos rojos, se encierran bajo el techo sagrado de la Capilla Sixtina para deliberar entre ellos quién asumirá el liderazgo espiritual de más de mil millones de católicos en todo el mundo. Es un espectáculo que mezcla solemnidad, misterio y tradición. Pero también es, irónicamente, la escenificación más clara de una exclusión sistémica y prolongada.
Las mujeres, que constituyen la gran mayoría de las personas creyentes, practicantes y activas en la vida diaria de la Iglesia, están completamente ausentes en este proceso. No pueden ser electoras. No pueden ser elegidas. No están en la sala, ni siquiera como observadoras. La elección del papa se decide sin la presencia de la mitad del pueblo de Dios.
Y no es solo durante el cónclave. La exclusión femenina está incrustada en toda la estructura jerárquica de la Iglesia. Las mujeres no pueden ser ordenadas sacerdotes, y por tanto, no pueden acceder a los cargos que dan poder de decisión dentro de la institución: no pueden ser obispas, cardenalas, ni ejercer funciones ejecutivas reales en el Vaticano. Aunque existen roles administrativos y algunas responsabilidades dentro de congregaciones religiosas, las mujeres siguen sin tener voz ni voto en las esferas donde se definen las líneas doctrinales, éticas y políticas de la Iglesia.
Lo más grave es que esta exclusión no responde a una necesidad espiritual ni a una imposición divina. Es una construcción humana, sostenida por siglos de interpretación interesada de las Escrituras, por normas hechas por hombres y para hombres, y por una tradición que ha sacralizado la desigualdad como si fuera dogma. La apelación a que "Jesús eligió solo apóstoles varones" como argumento para negar la ordenación femenina revela no solo una lectura limitada de los textos bíblicos, sino también una voluntad de perpetuar un modelo de poder excluyente.
La Iglesia no está ajena al mundo. Opera en un contexto donde los movimientos sociales, los avances en igualdad de derechos y el cuestionamiento de las estructuras patriarcales atraviesan todos los ámbitos. Sin embargo, en lo que respecta a la inclusión de las mujeres en el poder eclesial, el cambio es lento, superficial y profundamente resistido. Se crean comisiones, se abren espacios de consulta, pero las decisiones siguen estando en manos exclusivamente masculinas.
Esta exclusión no solo es injusta. Es profundamente empobrecedora. La ausencia de mujeres en la conducción de la Iglesia impide una comprensión más completa de la experiencia humana y espiritual. Limita la interpretación del Evangelio a una mirada sesgada. Silencia voces que podrían renovar la vida eclesial desde dentro, con sensibilidad, conocimiento y compromiso.
Y lo más paradójico es que la Iglesia se sostiene en gran parte gracias a esas mismas mujeres a las que excluye. Son ellas quienes enseñan catequesis, quienes sostienen las comunidades, quienes hacen trabajo pastoral, quienes acompañan a los más vulnerables, quienes hacen vida real la doctrina del amor al prójimo. Pero cuando se trata de tomar decisiones, de establecer normas, de elegir líderes, su presencia se vuelve invisible.
La fumata blanca, símbolo de unidad y renovación, se eleva sin que una sola mujer haya participado en su llegada.
Hasta que esa realidad cambie, el humo que sale del Vaticano seguirá teniendo el color del pasado. Y la promesa de una Iglesia verdaderamente justa, inclusiva y coherente con su mensaje, seguirá siendo eso: una promesa postergada.