Cuarenta años del tejerazo, cuarenta años ya y sin embargo no hemos conseguido averiguar todo lo que pasó aquel histórico 23F de 1981, cuando los corazones de millones de españoles se encogieron ante la amenaza de una segunda guerra civil. Hoy es preciso reconocer que muchos aspectos oscuros de la trama golpista siguen sin ser esclarecidos, se sabe hasta donde se sabe, pese a los denodados intentos de historiadores y novelistas por tratar de encontrar la verdad. Si es cierto que una democracia es ante todo transparencia, también en este asunto sufrimos un déficit democrático, que no anomalía, y ya va siendo hora de abrir los archivos cerrados bajo llave, los maletines con altos secretos de Estado y el material clasificado y confidencial.
Cuatro décadas después de la asonada frustrada, del “quieto todo el mundo, se sienten coño”, de las ráfagas contra el techo del templo de la democracia y de la histórica retransmisión de un rey cariacontecido en su uniforme (hoy caído en desgracia, despojado de la vitola de héroe de la Transición y perseguido por la sombra de la corrupción) es urgente que empecemos a sacar a la luz todo lo que sea necesario para aclarar aquel extraño episodio con demasiados interrogantes. La luz y los taquígrafos son más importantes que nunca y el exorcismo de los viejos fantasmas del pasado no se puede aplazar por más tiempo. Dice Javier Cercas, gran anatomista de aquel instante, que el golpe de Tejero supuso el punto final de la Guerra Civil. Pocas sentencias tan lúcidas como esa escucharemos de un historiador que ha dedicado buena parte de su vida a desenterrar la verdad oculta.
¿Pero qué fue realmente el 23F? ¿Un pronunciamiento más bien chapucero, improvisado y con escasas garantías de triunfar? ¿Una vacuna contra los poderes reaccionarios que pretendían abortar la Transición? ¿Una mascarada, un vodevil, un autogolpe o montaje de las altas esferas y poderes fácticos? ¿Hasta dónde llegó el grado de conocimiento de Zarzuela sobre lo que se estaba tramando en los cuarteles? Y entre todas esas incógnitas surge una que planea desde hace demasiado tiempo sobre nuestra democracia: ¿por qué ese afán de querer enterrarlo todo, por qué no se desclasifican ya todas las grabaciones de aquel día que sin duda terminarían con lustros de sospechas, rumores, teorías y especulaciones más o menos fundadas? Es un hecho contrastado que aquel día generó cientos de documentos y decenas de grabaciones que se cruzaron en horas críticas entre políticos, altos mandos militares y de las Fuerzas de Seguridad, espías, embajadas y organismos e instituciones del Estado. Un material de un valor incalculable que permitiría llegar hasta el fondo del suceso.
Sin embargo, una vez más PSOE y PP siguen haciendo las veces de celadores del mayor arcano de nuestra historia contemporánea. En el año 2018, una proposición de ley impulsada por el PNV propuso que toda la documentación que tuviera el carácter de secreta con más de 25 años de antigüedad fuese publicada para su estudio y análisis por los historiadores. En ese material estaban las famosas cintas del 23F. El PP defendió una desclasificación progresiva que permitiría conocer la documentación en el año 2030. Es decir, una década más de oscurantismo. El PSOE, por su parte, abogó por una única prórroga que empezaría a contar un año después de que se aprobara la reforma, hasta 2029 si el Congreso daba luz verde al texto. Ciudadanos fue el más conservador, y reclamó la confidencialidad de los archivos durante 16 años más, hasta 2034 e incluso hasta el 2038 en el caso de documentación altamente sensible. El Gobierno de Mariano Rajoy siempre dijo no a abrir los cajones.
Tiempo antes, el entonces diputado Gaspar Llamazares había tratado de indagar algo más en el misterio, pero su petición fue denegada. “¿Dónde están y quién custodia las grabaciones de las conversaciones telefónicas que tuvieron lugar durante la tarde y noche del 23 y la mañana del 24 de febrero de 1981 entre los ocupantes del Congreso de los Diputados y el exterior del edificio?”, preguntó el líder de IU en una sesión parlamentaria. Esta vez fue el Gobierno de Zapatero el que echó tierra encima. “En relación con la cuestión interesada, (...) se señala que el Ministerio de Defensa no tiene constancia de la existencia de las citadas grabaciones y, por lo tanto, ninguna información sobre su situación”. El argumento que se puso como coartada: una Ley de Secretos Oficiales que data de 1968. Llamazares se tomó la derrota con humor: “Como nos descuidemos, se acaban desclasificando antes los documentos en poder de la CIA”.
Algunas grabaciones han ido saliendo con cuentagotas a lo largo de todos estos años, como la que mantuvieron Tejero y el falangista Juan García Carrés, uno de los implicados en la trama civil del golpe: “Ya estamos aquí”, le decía el teniente coronel al otro lado del teléfono pocos minutos después del asalto al Congreso. “Bien, pues hay que llamarle a este señor. Estemos en contacto continuo. Dame tu teléfono para que te pueda localizar. ¿Hay alguna baja?”, respondía el conjurado. Este fragmento es solo una parte del material hipotéticamente almacenado en alguna cámara acorazada, ya que se especula con la posibilidad de que haya horas de grabación (alrededor de cien) no solo obtenidas en el Congreso de los Diputados sino entre los miembros de los aparatos del Estado. Una de las cintas más codiciadas es aquella en la que se escucha al rey Juan Carlos sollozar al enterarse de que su mentor y tutor, Alfonso Armada, era uno de los que estaban metidos en la trama.
Como hecho sorprendente, llama la atención que todo ese ingente material tampoco salió a relucir durante el juicio por el 23F que terminó con duras condenas para los militares y civiles insurrectos, un dato que no deja de arrojar más sombras de sospecha sobre el enigmático episodio. Y finalmente, una vez más, tenemos que poner la lupa en los años del felipismo a partir de 1982, cuando se pudo iniciar una investigación exhaustiva para depurar responsabilidades pero se impusieron las exigencias maquiavélicas. Siempre se dijo que los audios quedaron bajo llave en los sótanos de la Dirección General de la Policía, incluso que todo el material fue convenientemente destruido por el bien del proceso democrático. A día de hoy, las misteriosas grabaciones siguen siendo objeto de deseo de algunos y un fetiche maldito que debe seguir oculto para otros.