La guerra judicial no es la que pretenden contar, es más grave

La verdadera batalla se libra entre un poder judicial que se resiste a perder la instrucción de las causas penales, y la presión de la Unión Europea para que esa función pase a las fiscalías, como sucede en los sistemas más avanzados

18 de Junio de 2025
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En el clima de polarización política que atraviesa España, la narrativa dominante parece centrarse en una guerra contra la corrupción (solo de una parte). Y ciertamente, José Luis Ábalos, Koldo García o Santos Cerdán tienen todos los números para pasar a la colección de corruptos nacionales, corruptos que por su calidad y cantidad defraudada, continúa siendo un coto del Partido Popular, y si queremos un primer espada en la materia, pues seguro que encontraríamos alguien que ha ostentado la Jefatura del Estado.

Sin embargo, una mirada a fondo revela que la auténtica batalla no es contra los corruptos, sino por mantener el control del poder judicial y de los procesos penales.

Es llamativo que, en estos actuales grandes casos mediáticos, los auténticos corruptores (los directivos de grandes empresas y sus consejos de administración) ni siquiera aparecen imputados o han sido condenados en causas anteriores. La justicia apunta, pero rara vez dispara contra quienes, con dinero y poder, mueven los resortes del sistema, ya que mañana serán muñidos por la oposición. Pero sí apunta y dispara, para oprobio de todos, contra un fiscal general o contra un juez que no sea de su cuerda.

La piedra angular de esta tesis es la ausencia sistemática de responsables empresariales en los banquillos, a pesar de su papel central en los escándalos de corrupción. Los administradores de las sociedades implicadas (ya sean del IBEX 35 o de empresas “amigas” de los gobiernos) salen indemnes, protegidos por la opacidad y la maraña de intermediarios, mientras que el foco mediático y judicial recae siempre sobre funcionarios, políticos de segundo nivel o familiares incómodos. Ningún consejo de administración, de esas empresas, que son kilométricos, ha sido nunca procesado.

Pero la guerra de fondo no es esa. La verdadera batalla se libra entre un poder judicial (con nombre y apellidos) que se resiste a perder la instrucción de las causas penales, y la presión de la Unión Europea para que esa función pase a las fiscalías, como sucede en los sistemas más avanzados. El gremio judicial ve en la instrucción su último bastión de poder, un instrumento que les permite intervenir, condicionar y hasta demorar investigaciones de alto voltaje. Así, se premia a los amigos y castiga a los enemigos. Por no hablar de otros movimientos oscuros que suele terminar en operaciones offshore en circunscripciones que no comparten información sobre titulares reales de cuentas o empresas. 

De fondo, se juegan también privilegios corporativos, como puestos en universidades privadas financiadas por bancos, la economía sumergida de la preparación de opositores, el control interno de nombramientos y los “negocios en B” que sólo algunos altos magistrados conocen, trabajando (pero no firmando) para grandes e importantes despachos.

La reforma impulsada por el Gobierno de Pedro Sánchez, que pretende, en teoría, democratizar la elección de los jueces y limita el poder del Consejo General del Poder Judicial, ha encendido todas las alarmas en la casta judicial. El choque no es sólo político, sino corporativo. Y la resistencia es total, incluso a costa de la credibilidad de la propia justicia.

Así, la guerra verdadera se libra por no considerar amigos a los actuales gobernantes. No va de perseguir corruptos, sino de quién controla el proceso, el relato y, sobre todo, los privilegios. En España, el lawfare no es tanto la judicialización de la política, sino la politización interesada de quienes manejan los resortes de la justicia.

Y esa es la cuestión. En España los jueces tienen absoluta impunidad. Ahora pueden tumbar un gobierno de tal color y dentro de cuatro años a otro de ideología contraria. No se trata de cómo piensen los magistrados, sino de los beneficios que pueden obtener, de un modo u otro. Tampoco es sólo una cuestión de injerencias de los poderes ejecutivo y legislativo en el judicial. Esa es la excusa. La realidad es otra y muy preocupante. Quien se haya enfrentado a una causa contra algún resorte sistémico sabrá que hay consecuencias y que en las altas instancias los jueces son los que deciden, incluso con la aplicación de elementos subjetivos, quién vive y quién muere, quién gana dinero y quién puede ser estafado impunemente. 

Además, cuando se les pilla con el "carrito del helado" (en Málaga se preparan muy cremosos), los togados saben que no serán condenados porque son muy pocos los que se atreven a enfrentarse a las represalias que ello conlleva. Ningún gobierno, ni de las gaviotas ni de la rosa, ha tenido la valentía democrática (ni la tendrán) de afrontar la revolución que precisa la justicia en España, un movimiento en el que el concepto revolucionario se queda corto porque el problema es tan dañino para la democracia que sólo se podría equilibrar la balanza con un movimiento jacobino de limpieza total. 

Ahora dicen que Sánchez está sufriendo lawfare porque es de izquierdas o porque los jueces se han convertido en el brazo ejecutor de una derecha que no ha aceptado el resultado de las elecciones. La realidad es que los magistrados llevan toda la vida siendo los brazos ejecutores de los intereses de quienes realmente detentan el poder, de todos aquellos que no han sido votados por nadie pero que lo controlan todo porque tienen el acceso directo a los dirigentes políticos. No es una cuestión de corrupción política, la verdadera corrupción está, precisamente, encerrada en los palacios donde se debería luchar contra la misma. Pero el mundo no es perfecto y las puñetas no son sinónimo de limpieza. 

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