La inteligencia artificial (IA) avanza a un ritmo que supera la capacidad de respuesta de gobiernos, empresas y ciudadanía. Sus defensores la describen como el motor de la próxima revolución tecnológica, capaz de transformar desde la medicina hasta la energía. Sus detractores, en cambio, advierten que, bajo las actuales estructuras económicas y políticas, más que una herramienta liberadora podría convertirse en un acelerador de desigualdades y un arma en la competencia geopolítica global.
El debate no es nuevo, pero ha cobrado fuerza en los últimos años. La publicación de obras como The Coming Wave, del cofundador de DeepMind Mustafa Suleyman, ha popularizado la idea de que el mundo se enfrenta a una ola imparable de innovaciones que cambiarán la vida en el planeta. Suleyman plantea que la IA, junto con la ingeniería genética, marcarán el rumbo de la humanidad en las próximas décadas. Sin embargo, su lectura (tecnodeterminista y, en muchos aspectos, resignada) abre la puerta a una discusión más amplia: ¿hasta qué punto el futuro está escrito por los algoritmos, y cuánto depende de las decisiones sociales, políticas y económicas que acompañan su desarrollo?
Revolución condicionada por el capital
Los avances en IA son innegables: desde sistemas de diagnóstico médico capaces de superar a expertos humanos hasta programas que diseñan nuevos materiales o aceleran la investigación energética. Pero el modo en que se desarrolla y despliega esta tecnología está íntimamente ligado a las prioridades del gran capital.
Las grandes multinacionales tecnológicas concentran recursos y control sobre las aplicaciones de la IA. Su objetivo prioritario no es resolver los problemas sociales más urgentes, sino generar rentabilidad. Así, mientras se invierten miles de millones en perfeccionar asistentes virtuales o sistemas de recomendación para maximizar la publicidad, las aplicaciones en sanidad pública o educación inclusiva avanzan a un ritmo mucho más lento.
La paradoja es evidente: una tecnología con potencial de liberar a la humanidad de trabajos rutinarios amenaza con destruir millones de empleos sin ofrecer alternativas claras de redistribución. Las promesas de renta básica universal, que algunos gobiernos barajan como paliativo, parecen más un mecanismo de contención social que una apuesta por liberar el potencial creativo y científico de la población.
China y la geopolítica de la IA
El debate sobre la IA no puede desligarse de la competencia geopolítica. En 2017, el triunfo de AlphaGo sobre el campeón mundial de Go, el chino Ke Jie, fue percibido en Pekín como un “momento Sputnik”: la constatación de que el futuro pasaba por dominar esta tecnología. Desde entonces, China ha desplegado un esfuerzo masivo en inversión, talento y propiedad intelectual, situándose en la vanguardia del sector.
El lanzamiento en 2024 de DeepSeek, un sistema capaz de igualar (o superar) a sus rivales occidentales utilizando chips menos sofisticados y más baratos, confirmó la capacidad de innovación china. Esta ruptura tecnológica desafía la ventaja estadounidense en el terreno de los semiconductores y sugiere que la carrera por la supremacía en IA será también una carrera por redefinir el orden económico global.
Estados Unidos, mientras tanto, se enfrenta a dudas internas: voces críticas dentro del propio Pentágono han reconocido que el país podría estar en desventaja frente a la estrategia coordinada de Pekín. La IA, lejos de ser una mera herramienta, se convierte así en un factor de poder mundial, al nivel de la energía nuclear o los recursos energéticos en el siglo XX.
La disputa por el futuro
En el debate público, la IA aparece con frecuencia como un fenómeno inevitable, ajeno a la voluntad de los estados o las sociedades. Esta narrativa, compartida en parte por Suleyman y otros referentes del sector, oculta un hecho central: las tecnologías no evolucionan en el vacío, sino bajo marcos de poder económico y político que determinan sus usos y beneficios.
El riesgo es que la IA no se convierta en un motor de emancipación, sino en un amplificador de desigualdades. Mientras las élites tecnológicas acumulan riqueza y poder, gran parte de la humanidad percibe la IA como una amenaza a sus empleos y modos de vida. Además, la brecha digital entre el Norte Global y el Sur Global amenaza con ensancharse aún más, relegando a regiones enteras a la dependencia tecnológica.
El potencial de la IA para democratizar el acceso al conocimiento existe, pero difícilmente se materializará sin cambios profundos en la forma en que se gestiona. En última instancia, la pregunta no es si la IA revolucionará el mundo, sino quién se beneficiará de esa revolución y quién quedará al margen.
Desafío político
El futuro de la inteligencia artificial no está escrito en el código de un algoritmo. Depende de las estructuras de poder, de la regulación, de la capacidad de las sociedades para imponer límites y orientar la innovación hacia fines colectivos. La historia demuestra que las tecnologías pueden ser liberadoras o represivas, según las condiciones en que se desarrollan.
En este terreno, la política se encuentra ante una encrucijada. La Unión Europea intenta adelantarse con la aprobación de la IA Act, una regulación pionera que clasifica los usos de la inteligencia artificial según su nivel de riesgo y establece límites estrictos para la vigilancia masiva o la manipulación política. En Estados Unidos, la estrategia oscila entre fomentar la innovación privada y contener los riesgos, aunque sin un marco regulatorio robusto. China, por su parte, avanza en un modelo de control estatal férreo, que al mismo tiempo le otorga ventajas competitivas y plantea inquietantes riesgos para las libertades individuales.
Lo que está en juego no es solo la competencia económica o militar, sino el modelo de sociedad que emergerá de esta revolución tecnológica. O bien se fortalece un marco democrático de control ciudadano sobre la IA, o bien se consolida un orden dominado por la lógica del capital y la concentración de poder en manos de gobiernos autoritarios y corporaciones multinacionales.
La ola tecnológica que describe Suleyman es real y poderosa. Pero si será una ola que arrastre a las democracias o una que las impulse hacia un nuevo contrato social depende, en última instancia, de decisiones políticas. La historia demuestra que ninguna tecnología es neutral: la inteligencia artificial no será la excepción.