Lo último en informática es un programa capaz de suplantar nuestras voces y hasta nuestro aspecto físico. No hay que ser muy listo para entender que esta herramienta en manos de los ciberdelincuentes puede generar un auténtico caos mundial. Suplantadores de personalidad, plagiadores, desfalcos y estafas bancarias, inocentes acusados de crímenes, noticias falsas sobre políticos, artistas y famosos generadas con inteligencia artificial, fraudes electorales... La amenaza de una robótica descontrolada ha aterrado a los dirigentes europeos y la UE ha movido ficha.
El pasado mes de diciembre, el Consejo y el Europarlamento alcanzaron un acuerdo provisional sobre el primer Reglamento de IA. La ley se ha marcado dos objetivos: garantizar que los sistemas de inteligencia artificial utilizados en la Unión Europea sean seguros y respeten los derechos de los ciudadanos; y estimular la inversión y la innovación en el terreno de la robótica. El primer paso ya se ha dado, pero una vez más los delincuentes van siempre por delante de la ley y cada día que pasa aumentan los delitos cometidos a través de Internet. El pasado 14 de mayo, el Banco Santander anunció que había sufrido un “acceso no autorizado a una base de datos de la entidad alojada en un proveedor”. La filtración afectó a datos personales de los clientes, así como a todos los empleados de la entidad (un total de 211.141). Mediante IA, los piratas informáticos accedieron a los archivos personales de los usuarios y a información tan sensible como su lugar y fecha de nacimiento, la dirección postal y digital y el número de teléfono. El banco aseguró que el dinero depositado por los clientes no corre peligro, ya que las contraseñas secretas están a salvo. “Las operaciones y los sistemas de Santander no están afectados y los clientes pueden seguir operando con seguridad”, dijo un portavoz de la corporación, que lamentó la situación. No hay duda: estamos en manos de genios al servicio del mal.
La brutal revolución en la que nos encontramos inmersos ha abierto un agrio debate moral sobre las fronteras y límites de la robótica. Cada año se celebran conferencias, convenciones y reuniones políticas al más alto nivel para tomar cartas en el asunto. Además, las diferentes confesiones y congregaciones mundiales se están posicionando ante la llegada de las máquinas inteligentes, que prometen provocar un auténtico terremoto en las creencias religiosas como nunca antes se había visto a lo largo de la historia. El papa Francisco ha pedido rezar para que los robots “siempre sirvan a la humanidad”, mientras que en un templo budista de Kioto una especie de androide algo burdo y acartonado, todo hay que decirlo, ofrece sermones a los fieles e interactúa con cada uno de ellos. ¿Rechazo o integración? El Vaticano todavía no lo tiene claro.
A su vez, la Iglesia católica ha alertado ante la despersonalización que puede suponer para los humanos diluirse hasta el extremo en la “cultura de la máquina”. La familia, la amistad, las relaciones laborales e interpersonales, todo el entramado social construido en los últimos dos mil años de historia, desde la Romanización, puede saltar por los aires en solo unas décadas una vez que la Revolución Robótica se haya consumado totalmente. ¿Llegaremos a ver algún día parejas formadas por humanos y robots o incluso solo por robots? ¿Estará permitida la adopción de niños mecánicos, como en la película IA de Steven Spielberg? ¿Se autorizará el vientre de alquiler de madres androides? Un mundo extraño, onírico, casi de ciencia ficción, está a la vuelta de la esquina.
De momento, algunas empresas que huelen el beneficio crematístico con antelación ya han empezado a desarrollar robots diseñados para proporcionar placer sexual a los humanos. Y la prostitución cibernética promete duplicar en volumen a la tradicional. En una sorprendente encuesta realizada en Estados Unidos, casi la mitad de los estadounidenses se declaró dispuesto a mantener relaciones sexuales con androides, una práctica que probablemente estará extendida a finales de siglo. El “sexbot” conllevará problemas de todo tipo, de seguridad, psicológicos (cómo afectarán los intercambios afectivos entre especies distintas a la psique humana) y legales (¿se permitirá el sexo con androides menores de edad sin que se reconozca a la víctima-robot derechos y naturaleza jurídica propios de los humanos?)
El transhumanismo, ese movimiento cultural que trata de transformar la condición humana mediante la tecnología (para superar las enfermedades, la vejez y la muerte), se convertirá en un lobby de presión. Enfrente tendrán a los abolicionistas de la IA, a los partidarios de la prohibición de una robótica sin control capaz de alterar las leyes de la naturaleza. En ese bando no solo estarán los negacionistas de la ciencia, los ultrarreligiosos y reaccionarios de siempre, sino probablemente también ciudadanos librepensadores que anhelarán volver al mundo de ayer, naturistas, ecologistas y nostálgicos del pasado analógico, gentes a las que, una vez los robots se hayan instalado en las grandes ciudades y convivan a diario entre nosotros –formando parte del nuevo cibercapitalismo–, solo les quedará el último recurso del retorno al campo. Una batalla cultural se está gestando. Lo que parece más que seguro a estas alturas es que nos encaminamos hacia sociedades de clases fracturadas no solo por el factor económico, como hasta ahora, sino también por la facilidad que cada ciudadano tenga para acceder a la robótica.
En una sorprendente encuesta realizada en Estados Unidos, casi la mitad de los estadounidenses se declaró dispuesto a mantener relaciones sexuales con androides, una práctica que probablemente estará extendida a finales de siglo
Hoy por hoy, cada vez son más los expertos que se dedican a la llamada Inteligencia Emocional Artificial, una rama de la IA que tiene como objetivo procesar, comprender e incluso replicar las emociones humanas. Se trata de comunicarse con la máquina a un nivel más profundo, más afectivo. Se ha comprobado que las computadoras pueden producir ideas más precisas sobre nuestras emociones a partir de vídeos y audios que manipulando solo textos. Les estamos enseñando a analizar las señales visuales que les enviamos como expresiones faciales, gestos corporales, movimientos oculares e incluso el tono de la voz. Una especie de interrelación más empática entre humano y máquina. Hasta el momento, los robots solo pueden copiar, imitar las emociones humanas, pero nadie es capaz de asegurar que en el futuro no puedan generar sus propios impulsos afectivos.
Estas investigaciones ya se están aplicando en la práctica. Cada vez son más las personas que emplean asistentes virtuales como Alexa o Siri, así como chats de inteligencia artificial (la última moda es el ChatGPT, una aplicación con IA especializada en la redacción de textos complejos que permite al usuario beneficiarse de la escritura de libros, la composición de canciones y la confección de guiones cinematográficos, entre otras actividades, y todo ello fabricado por la máquina). A medida que pase el tiempo, estos dispositivos serán más perfectos, se comunicarán mejor y de forma más natural con nosotros. De hecho, ya podemos mantener una conversación con ellos no muy diferente de la que concertamos con cualquier otra persona, algo impensable hace solo una década. El programa informático es capaz de detectar si su interlocutor está triste, preocupado, emocionado o angustiado. Estas prácticas conllevan un riesgo de trastorno psicológico, como que la persona termine disociándose, aislándose, hablando solo con el software porque supuestamente le dice lo que quiere oír o porque cree que le comprende como nadie y le hace sentir más feliz. Es así como el afectado puede llegar a rechazar el mundo exterior, la familia y los amigos.
Otro riesgo inmediato es que la IA logre controlar los datos personales de su interlocutor humano, o aún peor, su estado de ánimo. Y eso nos lleva inevitablemente a que cualquier desaprensivo, individual o colectivo, termine controlando la IA para influir en las decisiones del usuario del dispositivo, tales como las compras que debe hacer, dónde, cuándo, las marcas comerciales que debe elegir o el partido político al que debe votar. Un plato jugoso para los gurús de la propaganda subliminal. Ya hay estudios que analizan las consecuencias del “enganche” tecnológico que algunas personas pueden sufrir al conferir cualidades humanas a la tecnología, incluso cuando sean conscientes de que están interactuando con una máquina. Piénsese, por ejemplo, en los mayores y ancianos, ya vivan en sus casas o en una residencia de la tercera edad. Algunos expertos creen que asignar un robot a una persona en esa situación de vulnerabilidad puede ayudarla a combatir su soledad. Pero, ¿y si la máquina se acaba convirtiendo en un pequeño manipulador o dictador que termine gobernando su capacidad de decisión? Una vez más, el riesgo es real.
¿El final de la humanidad?
“Es posible que a mediados de siglo la era de los robots emotivos esté en pleno florecimiento”, asegura Michio Kaku. El sueño de Pinocho, el muñeco con sentimientos, parece cada vez más cercano. Estamos consiguiendo robots capaces de imitar las emociones de los seres humanos. Ahora bien, ¿será posible lograr una máquina que pueda desarrollar su propio mundo interior? El científico Henry Markram afirmó: “No es imposible construir un cerebro humano (...) No es cuestión de años, es cuestión de dólares”. El superordenador Dawn, un artilugio formado por 147.456 procesadores con 150.000 gigabytes de memoria y 100.000 veces más potente que una computadora doméstica, logró avances en el terreno de la robótica emocional. En 2006 consiguió simular el 40 por ciento del cerebro de un ratón; un año más tarde, reprodujo el cien por cien del cerebro de una rata (55 millones de neuronas, muchas más que un ratón). Y en 2009 logró copiar el uno por ciento de la corteza cerebral humana, la región donde se acumula la capacidad de generar pensamiento racional. El único problema es que consumía tanta energía como una central nuclear. No era económicamente viable.
Pese a los problemas, estamos en el camino. Según los expertos, al igual que le ocurrió al sapiens, nuestras creaciones robóticas irán avanzando en el árbol de la evolución. Primero alcanzarán la inteligencia de una cucaracha, más tarde la de los ratones, conejos, perros y gatos. Después el nivel del mono. Y finalmente competirán con los seres humanos. Ya en 1993, Vernor Vinge, teórico de la computación, afirmó: “Dentro de treinta años dispondremos de los medios tecnológicos necesarios para crear una inteligencia sobrehumana. Poco más tarde, la era humana estará terminada... Me sorprendería que este acontecimiento se produjera antes de 2005 o después de 2030”. No nos queda mucho tiempo para poder cumplir el vaticinio, pero el avance de la robótica es exponencial y los saltos tecnológicos son casi diarios. Ahora bien, ¿cuál es la gran barrera con la que se encuentran los investigadores en IA para alcanzar el robot hecho a nuestra imagen y semejanza? Algo que llamamos consciencia, una palabra mágica que, pese a los esfuerzos de los filósofos y científicos, sigue siendo tan enigmática como hace dos mil años. Fue Leibniz quien dijo que “si se pudiera inflar el cerebro hasta que alcanzara el tamaño de un molino, y caminar por su interior, no encontraríamos la consciencia”. Más de 20.000 artículos sobre el tema y todavía no existe un consenso entre los estudiosos. El enigma de la creación se resiste a ser desvelado.
Kaku se atreve a aventurar su propia definición sobre la consciencia como la capacidad de sentir y reconocer el entorno, de autoconsciencia de uno mismo y de planificar el futuro estableciendo objetivos y planes, es decir, simulando el porvenir y desarrollando una estrategia. En esa línea, habría una escala del 1 al 10. Así, una silla tendría consciencia cero, pero el termostato de un aparato de aire acondicionado sí tendría (concretamente un 1), ya que es capaz de reconocer lo que le rodea, medir la temperatura ambiente y modificarla. Los insectos como las moscas y las abejas podrían estar entre el 2 y el 3 de la escala, ya que reconocen varios parámetros del entorno (visión, sonidos, olores, presión). Y ahí es donde entra el segundo requisito: la autoconsciencia. La mayoría de los animales atacan a un espejo cuando se ven reflejados en él. Sin embargo, los elefantes, delfines y monos son capaces de entender que la imagen les representa a ellos mismos, por lo que se situarían en un nivel superior en la escala. El ser humano estaría en el grado 10.
Será el momento de la Tierra como un gran superordenador. Entonces, quién sabe, quizá nuestras máquinas se lancen a la conquista del espacio, engullendo otros planetas, otras galaxias, el universo entero
En cuanto al potencial para adelantarse a lo que está por venir, en general los animales no tienen desarrollado el sentido del pasado y el futuro. Para ellos solo existe el ahora. Y ustedes dirán, ¿entonces qué pasa con las hormigas? No se emocionen. Es cierto que estos insectos almacenan alimento para el invierno, pero lo hacen de forma instintiva, ya que sus genes han sido programados para detectar automáticamente un descenso de las temperaturas. Su nivel de autoconsciencia es muy limitado, de ahí que no aparezca un héroe como Z-4196, el personaje central de la película Antz (Hormigaz), un neurótico e inteligente himenóptero en plan Woody Allen que sobrevive en un Manhattan de galerías subterráneas. Crear múltiples modelos o hipótesis para prevenir el futuro es algo consustancialmente humano. El sentido común es un requisito previo para estar en la cúspide de esa escala. Por esa razón la consciencia es el gran enemigo de los expertos en robótica. Muchos creen que algún día esa cualidad emergerá de forma espontánea en la propia máquina, pero nadie sabe explicar cómo, cuándo, ni por qué. Además, si la evolución humana fue cuestión de cientos de miles de años, es difícil que una consciencia artificial despierte de la noche a la mañana, pillándonos desprevenidos. De alguna forma, deberíamos verlo venir para poner remedio. En cualquier caso, si eso llega a ocurrir algún día, si el robot se percata de algunos problemas que nosotros ignoramos, anticipando sus propias soluciones y objetivos, empezaríamos a estar en grave riesgo.
Tres hipótesis de ciencia ficción
Los científicos se han planteado varios escenarios para cuando tenga lugar el “milagro”, bien de forma azarosa o por efecto de nuestra tecnología y conocimientos. El primero es que los robots superen a los humanos y nos traten como seres inferiores, torpes reliquias de la evolución. ¿Nos meterán en el zoo para tirarnos cacahuetes? “Quizá ese sea nuestro destino: crear superrobots que luego nos consideren una simple nota a pie de página vergonzosamente primitiva”, asegura Michio Kaku. Por eso nos conviene tratarlos bien, como hijos nuestros que son, para que, llegado el momento, ellos nos traten a nosotros al menos con respeto. En ese escenario, los robots, ávidos de información, van creando generaciones cada vez más perfectas e inteligentes, hasta que acaban devorando el planeta. Será el momento de la Tierra como un gran superordenador. Entonces, quién sabe, quizá nuestras máquinas se lancen a la conquista del espacio, engullendo otros planetas, otras galaxias, el universo entero, ya convertido en un ente de suprema inteligencia artificial. Hemos llegado a la “singularidad”.
En el segundo escenario, convivimos de forma “amistosa” con la IA. Les colocamos un chip de seguridad, que se activa de forma automática al menor indicio de comportamiento anormal, y evitamos que el invento se nos vaya de las manos. Asimov ya nos ha abierto ese camino sentando las bases de las tres famosas leyes de la robótica con las que hoy trabajan todos los programadores de las grandes multinacionales fabricantes de IA. Primera, un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño; segunda, un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley; y tercera, un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley. En todo caso, si el protocolo falla tendremos que empezar a pensar en robots cazadores que persigan a los de conducta asocial, marginal o desviada, como en Blade Runner. Crear una IA amistosa (un término acuñado por Eliezer Yudkowsky, fundador del Instituto Singularidad de Inteligencia Artificial) parece un buen seguro de vida para nuestra propia subsistencia como especie. Las máquinas no pueden hacernos daño ni esclavizarnos. Todo controlado. En ese mundo, los robots eligen ser benignos, benevolentes por sí mismos, de forma diferente al modelo que les instala una especie de marca humillante, una cadena esclavizante que quizá algún día les mueva a desconfiar y a rebelarse. El problema es que detrás de la mayor parte de proyectos de IA en Estados Unidos y China están los ejércitos, empeñados en fabricar robots entrenados para matar humanos. Así que, por ahí, ya vamos mal.
En un tercer escenario, muy a futuro y largo plazo, nos fusionamos con los robots, convirtiéndonos en superhumanos (seres superiores hasta hoy reservados al mundo del cómic). Ya hemos conseguido insertar dispositivos electrónicos que conectan con la biología de nuestros cuerpos, como el implante coclear que permite oír a personas sordas, o la visión artificial, que mediante la instalación de un chip de silicio en la retina de los ciegos reconecta con las neuronas. “En los partidos de la Little League, puedo ver dónde están el catcher, el bateador y el árbitro”, asegura Linda Morfoot, una paciente que se benefició del exitoso experimento. Incluso hemos logrado implantes de miembros, como la mano robótica incrustada a Luke Skywalker después de que Darth Vader se la amputara en aquel mítico duelo en Star Wars. En efecto, Robin Ekenstam, de 22 años, que había perdido la mano derecha a causa de una intervención para extirpar un tumor canceroso, ha podido, mediante un ingenio articulado, sentir el movimiento de sus dedos mecánicos. “Es fabuloso, tengo sensaciones que no había tenido durante mucho tiempo. Ahora estoy recuperando la sensibilidad. Si agarro algo firmemente, puedo sentirlo en las puntas de los dedos, lo cual es extraño, porque no tengo dedos”, dijo el implantado por médicos suecos e italianos.
Estos adelantos confirman la gran plasticidad del cerebro humano, preparado para adaptarse a nuevos apéndices y órganos artificiales. En los próximos años el implante robótico será cada vez más frecuente en medicina. Y más aún, “es posible que lleguemos a tener una conexión inalámbrica con Internet instalada directamente dentro de nuestros cerebros”, según el robotista australiano Rodney Brooks, ex director del Laboratorio de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial del Instituto de Tecnología de Massachusetts. ¿Seres humanos capaces de oír sonidos a kilómetros, como los perros, o incluso de distinguir rayos X, ultravioleta e infrarrojos? ¿Personas no ya conectadas a las redes sociales, sino con las redes sociales insertas en la cabeza formando parte de ellas sin necesidad de pantalla? El mito de Superman hecho realidad. Estaríamos en ese caso ante el principio del “gen del ratón listo”, un procedimiento mediante el cual se van añadiendo capas neuronales a un roedor hasta ir aumentando su inteligencia, un experimento que ya ha sido probado con éxito en la robótica.
En un tercer escenario, muy a futuro y largo plazo, nos fusionamos con los robots, convirtiéndonos en superhumanos, seres superiores hasta hoy reservados al mundo del cómic
El campo de la IA no parece tener límites. Aún hay más. A día de hoy ya sabemos que los humanos pueden meterse, literalmente, en un robot o programa informático (a través de unas gafas o lentes de realidad aumentada), para percibir y sentir a través de él. O incluso controlar la máquina con la mente. La historia que cuenta la película Avatar quizá no esté tan lejos de hacerse realidad. En el film de James Cameron, los seres humanos llegan al planeta Pandora y para contrarrestar la toxicidad de la atmósfera crean un programa informático gracias al cual mantienen sus conciencias unidas a un ente doble cibernético, a un avatar, es decir, la representación gráfica o virtual de un usuario en entornos digitales. De esta manera pueden explorar el nuevo mundo sin exponerse.
La fusión de personas con robots es el Santo Grial de la nueva ciencia informática. Ya se piensa en la posibilidad de sustituir cada neurona de un cerebro humano por un transistor colocado dentro de un robot. Incluso se cree que será posible descargar toda nuestra psique, nuestra personalidad completa, a un ordenador. El sueño de la inmortalidad a nuestro alcance, ya que el alma de cada individuo, por así decirlo, podría acoplarse a máquinas perfectas que duren eternamente. Convertirnos en personajes de un programa informático, vivir en un ciberespacio virtual creado no con materia orgánica real, sino con unos y ceros. Todo sería posible en ese universo, desde viajar al pasado hasta conquistar nuevos planetas y galaxias, aventuras trepidantes, aunque de ficción, de mentira, bajo un decorado de cartón piedra digital. Es cierto que habríamos superado la barrera de la mortalidad, que ya no estaríamos predestinados a morir, pero, ¿quién quiere vivir en esa falsa ilusión electrónica, en esa jaula de oro de neón y electrones tan fascinante como deshumanizada? En cualquier caso, lo más probable es que nada de todo esto ocurra antes del siglo XXII, aunque quién sabe, la tecnología avanza a pasos agigantados y quizá el sueño (o la pesadilla, según se mire) esté a la vuelta de la esquina.
Hemos entrado en una fase acelerada de la historia donde la tecnología amenaza con volverse cada vez más perfecta, poniendo en riesgo la supervivencia de la humanidad. Sin embargo, de cuando en cuando aparecen curiosas noticias como esta que nos hacen dudar: “Un coche de Tesla se salta las órdenes del código de circulación”. Es decir, el robot también comete errores, o quizá los cometa a conciencia, lo cual sería más preocupante. De cualquier forma, esa cosa tan humana de hacer la trampa o “pirula” al volante del vehículo para saltarse un stop y llegar antes al destino previsto o conseguir un aparcamiento rápido, como haría cualquier pícaro de la carretera, vendría a demostrar que si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza y nosotros vamos camino de hacer lo propio con nuestros hijos los robots, nada bueno puede salir de esto. De lo imperfecto no puede derivar nada perfecto. O, dicho de otra manera: de tal palo, tal astilla.