Mientras la sombra de la recesión amenaza peligrosamente, mientras se prevé un otoño caliente de gran conflictividad social (la calle bulle como un polvorín, no sabemos si Sánchez se ha dado cuenta ya), el PSOE, noqueado tras el batacazo de Andalucía, sopesa la estrategia política a seguir para lo que queda de legislatura. Ahora mismo, al tiempo que se hace el pertinente análisis poselectoral del descalabro, dos corrientes pugnan en Ferraz para imponer el nuevo rumbo del partido de cara a los próximos meses. Por un lado están los barones territoriales (siempre tan conservadores) que apuestan por romper con Unidas Podemos, convocando elecciones anticipadas ya antes de que sea demasiado tarde. Por otra parte están quienes abogan por un volantazo a la izquierda, más audacia, más política social y cruzar los dedos para que los españoles sean benevolentes en la trascendente cita electoral de finales del próximo año.
La victoria clara y rotunda del PP en Andalucía confirma que a Moreno Bonilla le ha votado mucho socialista por miedo a que Vox llegue a las instituciones, por desencanto con Sánchez o por ambas cosas a la vez. El presidente de la Junta sabe que ha recibido mucho voto prestado. Pero en cualquier caso los andaluces le han dado su confianza hasta en la localidad sevillana de Dos Hermanas, el corazón mismo del socialismo. Además, el líder popular ha contado con la ayuda inestimable de una izquierda más fragmentada y dividida que nunca. Tres partidos progresistas (PSOE, Adelante Andalucía y Por Andalucía) son demasiadas opciones. La atomización confunde al electorado, penaliza y evidencia la debilidad de la izquierda. Mucho más cuando esas tres formaciones andan a la gresca, inmersas en una pugna fratricida. La división desengancha al ciudadano, termina por hastiarlo.
Pero hay más errores graves en la estrategia, como la mala comunicación, la deficiente planificación de la campaña y la falta de líderes carismáticos. La guinda que colmó el errático pastel cocinado por Espadas/Rodríguez/Nieto fue la aparición estelar de Zapatero en un mitin socialista en Vélez-Málaga casi al final de la campaña. Allí, de forma sorprendente, al expresidente socialista no se le ocurrió otra cosa que alabar con “orgullo” el legado de Manuel Chaves y José Antonio Griñán, los dos insignes jerarcas salpicados por el escándalo de los ERE. Fue como meterle el dedo en el ojo a miles de andaluces indignados con un turbio asunto que por aquellas tierras todavía escuece. Si en ese momento había un montón de indecisos que no sabían a quién votar el 19J, Zapatero despejó todas las dudas. Más botín para el PP. El voto emocional volvió a funcionar, como en su día ocurrió con Ayuso en Madrid. Vivimos tiempos líquidos y la política se ha convertido en un duelo de actores más que en un juego de confrontación de ideas. Génova produce muñecos muy efectistas: primero la muñeca Pepona que canta la nana de la libertad una y otra vez hasta la saciedad; luego el señorito andaluz educado y repeinado que parece salido de una película de Cine de Barrio. Y contra esos trucos de mercadotecnia, la izquierda se encuentra sin recursos, sin armas para contrarrestar el relato siempre mendaz de las derechas.
Pero si la comunicación está fallando entre los políticos de la izquierda y sus votantes, ya sea en Madrid, en Castilla y León o en Andalucía, más inquietante todavía resulta la ausencia de líderes carismáticos capaces de conectar con las masas. Susana Díaz, sin ser ninguna lumbrera y teniendo en cuenta que también es más liberal-burguesa que socialista, tenía la habilidad de saber llegar al pueblo. El don del animal político. A la izquierda la faltan dirigentes con peso específico, con empaque, con brillante oratoria y poder de convicción, pero sobre todo le faltan políticos astutos, profesionales, esos que saben cuándo y cómo tocar la fibra sensible del votante. Al menos Felipe González poseía la capacidad de seducir a las masas. Hoy por hoy, no existe ese jefe de personalidad arrolladora en la izquierda española. En el caso de las elecciones del 19J, Espadas era un caballo perdedor desde el principio; Teresa Rodríguez se defendió bien en el cuerpo a cuerpo con la candidata ultra Olona, pero pagó su cainismo disgregador; e Inmaculada Nieto, quizá la que dio un mejor nivel, llegó demasiado tarde a los ruedos políticos.
En cuanto al mensaje, quedó claro que fue una grave equivocación apelar, una vez más, al miedo y al “que vienen los fachas”. Al andaluz ya no le da ningún temor la derecha. Las viejas generaciones que en la Transición votaban socialismo por puro odio al cacique franquista ya no están y los jóvenes que se incorporan a la política vienen derechizados de casa, aburguesados, convencidos de que han dejado atrás la lacra del proletariado que estigmatizaba a sus padres y abuelos. Las juventudes de hoy solo han vivido democracia, hedonismo, botellón veraniego y chalé en Torremolinos, y creen que España fue siempre así, de modo que ya no es necesario defender las conquistas sociales. En esa revolución sociológica, la izquierda sobra y la extrema derecha se acepta sin pudor. El votante siente que, pese a que el PP lleva cuatro años gobernando con Vox, en todo ese tiempo no se han visto escuadristas de la Falange desfilando calle abajo por las ciudades andaluzas.
Así las cosas, no tenía demasiado sentido la campaña de las izquierdas apelando a la movilización contra el fascismo. Y mucho menos si tenemos en cuenta que el PSOE y las confluencias habían dejado caer que en caso de que Juanma Moreno no ganara por mayoría absoluta y necesitara de Vox para gobernar, el bloque progresista no se abstendría para favorecer un Ejecutivo monocolor del PP. Si eran tan fieros los lobos nazis como los pintaban, ¿cómo podía ser que las izquierdas estuviesen dispuestas a permitir que los de Macarena Olona entraran por la puerta grande de San Telmo para ocupar cargos, consejerías y despachos? El mensaje de la izquierda fue anacrónico, fuera de tiempo, confuso y contradictorio. También dio la sensación de que los programas de la izquierda apenas se renuevan, son calcados de unas elecciones a otras, y no ofrecen propuestas imaginativas, concretas, capaces de seducir al electorado.
Capítulo aparte merece la dramática abstención. Que solo un 58 por ciento del electorado haya participado en los comicios regionales andaluces significa que la democracia no atraviesa por su mejor momento. Ya no vale la excusa de que era domingo y que la gente se fue a la playa; ya no sirve la coartada de que la ola de calor generó en el votante una pereza insuperable, tanta como para no salir de casa. La desmovilización socialista tiene mucho que ver con los últimos años de susanismo decadente y clientelar, con el giro a la derecha del PSOE y con la miseria del subsidio agrario que ya no lo quiere nadie. Sánchez debería aprender la lección andaluza porque lo peor de todo es que estos comicios los gana Moreno Bonilla no a la manera ayusista –en plan faltón, gamberro y soltando bulos y disparates–, sino con fineza, con elegancia, al estilo Feijóo. Por destacar algo bueno y no caer en la más absoluta de las melancolías, al menos no ha habido “macarenazo” ultraderechista, confirmándose que Vox pierde fuelle. Algo es algo.
Un giro a la derecha
Pero más allá de los errores de una izquierda obsoleta que se mira el ombligo sin hacer autocrítica mientras va perdiendo apoyos en la sociedad y se amansa y adocena en el poder, convirtiéndose en una pieza más del engranaje, cabe plantearse si a fin de cuentas la crisis de la ideología progresista no será sino la consecuencia inevitable de los tiempos líquidos que vivimos. En las últimas décadas, una región como Andalucía se ha transformado y modernizado radicalmente gracias a las políticas del PSOE. Sin embargo, hoy los andaluces votan derecha en un fenómeno muy similar al que ocurre en regiones de otros países europeos que han alcanzado un cierto nivel de prosperidad. ¿Por qué? Sin duda, la evolución sociológica explica el fenómeno. Para empezar, Andalucía ya no es aquella tierra atrasada del pasado siglo dividida en caciques y jornaleros. La sociedad andaluza se ha transformado radicalmente, los pequeños propietarios agrarios han ocupado el lugar de los terratenientes, se ha consolidado una importante clase media y la región se ha modernizado con carreteras, aeropuertos y ferrocarriles (el AVE ha vertebrado a ese pueblo en el sentido más orteguiano del término). El analfabetismo se ha situado en cifras residuales, como en cualquier país desarrollado, aunque es cierto que existe un serio problema de fracaso escolar. Hay buenos científicos, hospitales punteros, centros de investigación en todas las disciplinas. Aquella frase con la que Federico García Lorca definió el secular sueño eterno en el que cayó el sur español –“Andalucía es increíble. Oriente sin veneno. Occidente sin acción”– ya es historia. Los “descamisaos” de los que hablaba Alfonso Guerra, el socialismo de base, se ha transformado en otra cosa. Hay autónomos que se creen empresarios; una nutrida casta funcionarial; obreros precarizados sin conciencia de clase que viven de espaldas a la política; jóvenes criados en el hedonismo; parados de larga duración que han terminado odiando a esa izquierda que apenas les ofrece un mendrugo de pan. La España trumpizada, en fin.
Con el “salto adelante” andaluz ha surgido una clase media aburguesada y desideologizada que vota PSOE o PP en función de la coyuntura, de los intereses, de lo que el bipartidismo le dé en cada momento. En un mundo sin ideologías, la izquierda pierde, tal como auguraba Baudrillard. Gente que participa en los comicios solo para que le arreglen “lo suyo” (lo suyo es mayormente no pagar impuestos, el mantra que la derecha ha logrado colocar bajo la falsa idea de que el Estado de bienestar se mantiene por sí solo y que cualquier medida intervencionista supone un paso más hacia el comunismo). A estas clases medias se las suele clasificar tanto en el centro-izquierda como en el centro-derecha o mediante la engañosa etiqueta del “votante moderado”. Es ahí donde se ganan las elecciones, dicen los politólogos y analistas, en ese inmenso granero en el que Unidas Podemos no ha logrado penetrar. La izquierda no está sabiendo leer la realidad de una sociedad que se ha vuelto compleja y que ya no atiende a la vieja dialéctica señorito/jornalero u obrero/patrón. La izquierda no está conectando con la sociedad de hoy.
Este país ha logrado cotas de bienestar económico y social como nunca antes se había visto en la historia de España. Las generaciones que lucharon por la conquista de derechos tras la dictadura y la Transición desaparecieron y los votantes de las nuevas generaciones creen que aquí siempre hubo libertad. La desmemoria histórica, maquiavélicamente potenciada por la derecha, también juega en contra. Los españoles de hoy piensan más en clave pragmática, individualista y burguesa (mantener los privilegios y derechos adquiridos), que en valores como la solidaridad, el reparto de la riqueza y el bien común, ideales propios de una izquierda que muchos consideran rancia y trasnochada. El egoísmo nihilista al que ha llegado la sociedad capitalista por influencia de las ideologías libertarias reaccionarias –expresado en la famosa frase “qué hay de lo mío”–, explicaría que los principios progresistas ya no sintonicen con buena parte del pueblo. Los españoles se han tornado conservadores, como demuestra el hecho de que muchos votantes jóvenes den su apoyo, sin pudor, a la extrema derecha. Son los signos de los tiempos trumpistas que vivimos, marcados por la resurrección de un nuevo fascismo blando, político y económico, que zombifica las democracias liberales desde dentro, controlándolas sin llegar a destruirlas. Contra esa corriente de la historia poco o nada se puede hacer más que esperar a que vengan tiempos mejores. El diagnóstico certero del cambio sociológico lo aportó Gerardo Iglesias, fundador de IU, cuando aseguró: “Nuestras sociedades han cambiado mucho, los partidos obreros nacidos al calor de la primera revolución industrial ya no sirven. Las sociedades son completamente distintas. Tanto los partidos como los sindicatos obreros, de clase, nacen por la gran concentración de trabajadores en fábricas. Eso ya no existe. Hay gente que trabaja con un ordenador en su casa y también hay masas de jóvenes en paro. Los partidos no tienen mecanismos, ni los sindicatos, para llegar a esa gente. Pero además, los partidos de izquierda en lugar de abrirse a los cambios que se producen en la sociedad, han ido convirtiéndose en aparatos cerrados desvinculados incluso de su propia militancia, o sin dar apenas papel alguno a la militancia más que como número”. Touché.
Así las cosas, a la izquierda le queda por delante un largo proceso de reflexión y de reconstitución si no quiere quedar como una mera etiqueta, un oxidado cliché sin utilidad alguna. Si algo ha caracterizado a este movimiento es su capacidad para ir por delante de los vaivenes de la historia. Hoy esa dinámica se ha perdido y las fuerzas políticas parecen caminar a remolque de los acontecimientos. En el futuro, los partidos progresistas, hoy férreos y monolíticos en sus aparatos, deberán ceder en favor del cuerpo social y las plataformas ciudadanas, que irán aportando ideas y soluciones a los problemas reales. Sin participación de la sociedad, el proyecto pierde todo su sentido. En esa línea, es preciso acoger con interés la plataforma Sumar liderada por la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que comienza a dar sus primeros pasos. Sin duda, la izquierda debe recuperar su papel de protectora frente al desrregularizado y caníbal mercado laboral. Trabajar para las clases obreras, liberándolas del funesto precariado, se antoja fundamental. Para ello será imprescindible devolver al proletariado el valor del trabajo. Han sido demasiados años de mentiras neoliberales, de desclasamiento y de falsas promesas, como la conversión de los trabajadores en autónomos, a quienes se les ha hecho creer que eran pequeños empresarios. El socialismo recuperará el terreno perdido cuando logre romper ese hechizo maldito de la derecha, esa ficción que ha narcotizado a las masas hasta anestesiarlas y hacerles perder la conciencia de clase.
Por supuesto, Sanidad y educación gratuita, pensiones e impuestos equitativos deben ser defendidos palmo a palmo frente a los intentos ultraconservadores que tratan de desmantelar y privatizar lo público. Llegan tiempos de prodigiosa revolución tecnológica e industrial. Fenómenos como la digitalización, la inteligencia artificial y la robotización dejarán fuera de juego a grandes masas obreras condenadas al infierno del desempleo. Una cobertura estatal fuerte con unas potentes prestaciones sociales deben figurar en el punto número uno del programa político de cualquier partido que se considere de izquierdas. La crisis energética por la escasez y el encarecimiento de las materias primas y la emergencia climática van a cambiar el mundo, ya lo están haciendo. El ecologismo real, más allá de discursos utópicos, y el antibelicismo, deben jugar un papel fundamental. Lucha contra la desigualdad, feminismo e integración de las minorías y de la población inmigrante seguirán siendo caballos de batalla en las próximas décadas de este convulso siglo. Norberto Bobbio llegó a la conclusión de que lo que distingue a la izquierda de la derecha es la defensa de la igualdad. Y no solo en economía, también en participación política, en defensa de los derechos civiles y en la lucha por la libertad.
Y finalmente está el papel de los medios de comunicación. La izquierda debe tener como objetivo primordial la creación de una prensa progresista europea que hoy por hoy ha quedado relegada a una especie de gueto mediático en sus respectivos países. El cuarto poder también se ha derechizado como consecuencia del proceso de acumulación y concentración de medios en manos de las oligarquías y familias conservadoras. La banca, la patronal y la Iglesia católica controlan los titulares de los periódicos, radios y televisiones. Es cierto que todavía existen medios de izquierdas, pero son los menos y han quedado para el consumo de una minoría. Sin información independiente, veraz y masiva capaz de desmontar los bulos del neoliberalismo y la extrema derecha será imposible crear una opinión pública progresista europea. La izquierda volverá a ser internacionalista y fraternal o no será. Así que toca renovarse o morir.