Un juez acaba de legitimar los nauseabundos carteles racistas que Vox colgó contra los menores inmigrantes en el Metro de Madrid. “Con independencia de si las cifras que se ofrecen son o no veraces [estos menores] representan un evidente problema social y político”, concluye la Audiencia Provincial de Madrid en una resolución que parece sacada de otro siglo, cuando se perseguía como criminales a los vagos y maleantes.
No es el primer indicio de que nuestra judicatura se está derechizando peligrosamente. Recuérdese que hace tres años la sentencia de la manada recogía el voto particular de uno de los magistrados que en lugar de ver una asquerosa violación grupal apreció, machistoidemente, un “ambiente de jolgorio y regocijo”. Y no hace falta recordar el férreo amparo judicial que algún que otro juez falangista concedió a los nietos de Franco en su batalla legal para evitar que el Gobierno Sánchez sacara la momia del dictador del Valle de los Caídos.
Quiere decirse que el golpe de Estado ya se ha dado sin que nos demos ni cuenta. Pensábamos que la democracia nos la quitaría de las manos un guardia civil bigotudo, bravucón y corniveleto, con violencia, alevosía y ensañamiento, y resulta que no, que todo está siendo mucho más fácil y eficaz. Si algo le ha enseñado el manual trumpista a las nuevas generaciones reaccionarias, feudales y rurales es que la violencia por las armas ya no se lleva, que todo eso pasó, y que hoy lo que se impone es controlar el país desde dentro, desde arriba o “desde detrás” de las instituciones, que tanto da. Los Casado y Abascal de la vida han aprendido que el poder no se conquista por asalto sino colocando a los idóneos peores negros frente a los peones rojos en una clandestina partida de ajedrez que los españoles no ven porque se dirime detrás de los escenarios políticos, entre bambalinas.
El problema es que la izquierda sigue haciendo la revolución y la lucha de clases como antes, a pecho descubierto, con la bandera de la hoz y el martillo y recitando a Marx. Que no colegas, que no, camaradas, troncos, que no os enteráis de nada, que la lucha secular contra el fascio redentor, contra la injusticia y la opresión hace mucho tiempo que ya no se libra en las trincheras. La moda ultra viene marcada por el golpe incruento, la fagocitación de las instituciones, la usurpación de la democracia y el lawfare, como llaman los politólogos posmodernos a la represión de la disidencia y a la caza de brujas de toda la vida. Ha hecho más por la causa izquierdista la desaparecida Rafaella Carrà, a la que hoy lloramos desconsoladamente, que el propio Lenin. A golpe de cadera y melena platino al viento, la Carrà arrastraba a las masas proletas con un discurso directo y sencillo: “Yo siempre voto comunista”, decía la diva italiana rojaza que estará siempre en nuestros corazones.
Los más agoreros temen que en algún momento vuelvan los tiempos de los golpes de Estado y las violentas refriegas callejeras contra los obreros y revolucionarios, como en aquel mítico cuadro de Ramón Casas(La policía carga sobre la gente en Barcelona). Nada más lejos de la realidad. No hay golpe que dar sencillamente porque el golpe ya está dado. Se dio en 1978 y para mayor inri lo votamos en referéndum. No sé si me explico.
Derrotados los totalitarismos nazis en 1945, la extrema derecha vio claramente dónde estaba el negocio del futuro: en la retaguardia de la democracia, en las cloacas del Estado, en los resortes invisibles del poder como último bastión del hitlerianismo. Stieg Larsson, el gran periodista y autor de la trilogía Millenium, dedicó media vida a investigar los movimientos de extrema derecha en Suecia. Vio tantas cosas terribles en ese submundo que casi se vuelve loco y al final, agotado de dormir poco, de comer mal, de beber toneladas de café y fumarse dos paquetes diarios de Malboro, cayó víctima del miocardio. Sus compañeros empezaron a huir de él cuando les dijo cómo debían abrir los sobres por si eran cartas bomba.
En países como Alemania e Italia los nazis estuvieron décadas en letargo, criogenizados, y ahora, casi ochenta años después, se han quitado la careta y los complejos y fundan partidos como gente honrada y decente (véase Le Pen, Salvini u Orbán). Aquí, en España, como nos comimos 40 años de dictadura fascista y en la Transición no hicimos la conveniente desnazificación, tenemos bien interiorizadas las maneras ultras, de tal forma que los hijos de aquellos viejos fachones continuaron con la tradición del padre y del abuelo, o sea el “atado y bien atado” que dejó escrito el general.
Derecha carpetovetónica
Muchos de los nuevos cachorros del falangismo patrio se han infiltrado en el Ejército, en la Guardia Civil, en la Policía Nacional y en los tribunales de Justicia, lo cual explica que de cuando en cuando nos sorprendan con alguna sentencia polémica contra algún rapero incómodo o contra Isa Serra, a la que le han caído 19 meses por atentado a la autoridad. Algunas resoluciones parecen más bien sacadas de aquel fascioso Tribunal de Orden Públicoque de un órgano judicial plenamente democrático. Ayer mismo, a Monedero se le ocurría insinuar que el asesinato del joven Samuel es consecuencia de la homofobia emergente y Vox le ponía una querella fulminante. Por lo visto, la libertad de expresión política rige solo para unos pocos y aquí la extrema derecha puede decir lo que le venga en gana, desde que Sánchez es un genocida culpable de miles de muertes por la pandemia hasta que es un traidor a la patria. Así funciona esto.
En cuarenta años de democracia, la derecha española ha aprendido la lección. Es obvio que ni PP ni mucho menos Vox se han democratizado ni civilizado (eso es imposible tratándose de una derecha imperial, africanista, taurina, decimonónica y carpetovetónica) pero sí han conseguido sutilizarse. ¿Qué quiere decir eso? Que ya no sueñan con el pronunciamiento o asonada en plan burro y sangriento porque no lo necesitan. Tienen todas las armas que hacen falta en los arsenales de las Audiencias Provinciales. Tienen a los militares y a las fuerzas de seguridad, que están con ellos. Tienen de su parte a muchos jueces y a la patronal y a la Iglesia (salvo contadas excepciones). Controlan el Tribunal de Cuentas, con el que condenan a los indepes a la ruina económica; disponen de una porción de la tarta parlamentaria que impide cualquier reforma constitucional; y si el poder de la banca se ve amenazado se dicta una sentencia que avala las hipotecas y cláusulas abusivas y aquí paz y después gloria. Hasta los grandes barones del PSOE les dan la razón. ¿Qué más quieren? La guerra ya la ganaron en el 39, no necesitan otra. Las guerras solo se ganan una vez.