Lo que está sucediendo en el entorno de Doñana con el agua, la tierra y sus gentes no es un problema único y exclusivo de dicho territorio, sino que, por desgracia, se extiende sobre todo el patrimonio natural del orbe. Tanto es así que no existe un solo rincón que se encuentre a salvo de su comercialización y puesta a disposición de los consumidores pues, en esencia, el pensamiento y razonamiento capitalista no deja ver otro uso del medio que no sea la de un bien o servicio a su disposición para ser transformado hasta agotarlo. Y aunque las consecuencias del cambio climático nos invitan a pensar en un futuro sostenible, al menos desde occidente, no es menos cierto que se trata de un greenwashing en forma de capitalismo verde al que no escapa, por supuesto, el entorno de Doñana.
El último de los lavados de imagen al que hemos asistido ha consistido en un macrojuicio contra el “robo de agua” en Doñana. Dicho así, atendiendo solo a los titulares que han presentado la mayoría de los medios en los meses, podría entenderse como un juicio que pondría en cuestión el modelo de extracción del agua y gestión del territorio. Pero no, no era ese el tema. La cuestión era tratar el particular caso, aparentemente aislado del conjunto del territorio, de la finca Matalagrana (Almonte) y la supuesta ilegalidad de los pozos y sondeos realizados para la extracción de agua. Además, se trata de una finca de titularidad pública de la Junta de Andalucía cedida al Ayuntamiento de Almonte para su gestión que fue promocionada, a comienzos de los noventa, como un proyecto pionero para el nuevo modelo de explotación ecológica.
A los encausados, dos exalcaldes y trece agricultores, se les hacía responsables de un delito de usurpación-distracción de aguas y contra los recursos naturales y el medio ambiente. Finalmente han quedado absueltos porque, según estima el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA), al tratarse de una finca propiedad de la Junta de Andalucía no existe responsabilidad alguna por parte del Ayuntamiento de Almonte (organismo que no autorizó la extracción ni tampoco los persiguió) y mucho menos de unos agricultores que contaban inicialmente, por parte de la propia Junta o el Estado (a través de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir), con las respectivas autorizaciones.
No cabe duda que, si este proceso pretendía convertirse en una ejemplar lección para los empresarios agrícolas de la zona y, sobre todo, en una demostración pública del celoso seguimiento e interés que las administraciones tienen por el cuidado y protección del patrimonio natural, ha tenido un desastroso resultado. En primer lugar, porque la sentencia pone en entredicho la capacidad de la administración para gestionar el patrimonio público al señalar, veladamente, la existencia de una cesión de tierras para ser explotadas bajo un supuesto vacío legal (cedidas para uso agrícola con permiso de extracción, pero sin estar reconocido legalmente) que señala ahora como principales perjudicados a propios los concesionarios.
En segundo lugar, porque siembra las sospechas de los más escépticos hacia el interés real que las administraciones y sistema judicial tieneen la persecución de los delitos medioambientales. Dicho de otra forma, cuesta creer que la propia administración, siendo propietaria de las tierras y debiendo velar por el cumplimiento de lo legislado, no tuviese conocimiento alguno de en qué condiciones las cedió. Entonces, debemos entender el juicio, si continuamos con esta suposición, como una maniobra que simplemente buscaba un jugoso titular en defensa del patrimonio natural de Doñana pues, al fin y a la postre, sabían que el resultado final no dejaría mal a nadie: la justicia cumplió con su función y el sector agrícola continúa su función. Por último, decepción. Decepción porque generó unas falsas expectativas hacia aquellos sectores o colectivos conservacionistas que creían ver en este proceso un claro posicionamiento contra la sobreexplotación del territorio. Dichos grupos, después de esta sentencia, han quedado con parte de su argumentario desmontado de cara a una opinión pública que ha visto a la justicia quitarles la razón (el común de la población solo lee titulares). Además, la sentencia servirá como arma arrojadiza del lobby agrícola para su demonización y responsabilización como agentes que frenan el progreso y crecimiento económico de la zona (el típico chivo expiatorio que refuerza los argumentos del poder).
En resumidas cuentas, el proceso y su sentencia va a ser instrumentalizado para reforzar la gestión que desde el sector agrícola se está haciendo del agua y la tierra en el entorno de Doñana sin diferenciar, y aquí está lo importante, quién lo hace bajo el paraguas de la ley y con una agricultura “ecológica e integrada” de aquellos que incumplen con lo mínimamente legislado. Este totum revolutum de no saber qué se puede hacer o no el entorno de Doñana interesa, a partes iguales, a multinacionales, distribuidores y administraciones públicas.
Pero, de todas formas, qué más da. Es decir ¿qué valor tiene condenar en un juicio a quince, cien o mil explotaciones si no se va a la raíz del problema? Porque el tema de fondo, lo que de verdad debería estar en tela de juicio, no es el uso legal del agua sino, más bien,los postulados actuales de producción y consumo que empujan a explotar de forma intensiva todos los recursos naturales del entorno. Pensar que la protección de los recursos hídricos del subsuelo garantiza una gestión medioambientalmente responsable es sumamente reduccionista porque, entre otras cosas, el cierre de supuestos pozos ilegales y su sustitución por agua superficial (trasvase) no acabará con el agotamiento de los recursos del entorno de Doñana. Estamos hablando de un modelo de producción agrícola que emplea ingentes cantidades de insumos cada vez más caros (fitosanitarios, semillas transgénicas, sustratos…), genera residuos (combustibles y materiales plásticos), degrada la tierra (contaminación y pérdida de nutrientes) y condena de por vida a su población (independientemente de su origen o procedencia) a bajos salarios, pobreza y marginación.
Entonces, si de lo que se trata es de seguir reproduciendo este modelo intensivo con “agua legal” y agricultura supuestamente ecológica, qué más da que haya cien o doscientos pozos sin permiso u otras tantas hectáreas roturadas ilegalmente. La simple posibilidad de que en un territorio determinado se habiliten espacios para una producción agrícola donde se ponen los elementos naturales (un bien común y colectivo) en manos de los intereses transnacionales dará pie, como así lo estamos viendo, a que otros tantos miembros de la comunidad deseen aspirar a reproducir el existo modelo saltándose la ley. La producción agrícola del entorno de Doñana está inmersa en el circuito de la industria agroalimentaria globalizada bajo valores e intereses 100% especulativos que, como era de esperar, dan como resultado un futuro hipotecado en la medida en la que continúe así ligado.
El modelo de gestión del entorno de Doñana es lo que debería someterse a juicio. Y ojo, no se trata de interpretar el medioambiente como un jardín que regar o admirar montados desde un vehículo con prismáticos (visión intencionadamente simplista). De lo que se trata es de repensar por todos los pueblos y sus gentes qué tipo de gestión precisa su entorno, es decir, cómo se pretende administrar el conjunto de bienes y servicios ecosistémicos (concepto netamente materialista) que la naturaleza pone a disposición de una comunidad determinada en un territorio dado. Sobre todo, evaluando el impacto que tendrá sobre los mismos y sus gentes el decidirse por una u otra acción. No es lo mismo ver Doñana y su entorno como un gran complejo comercial en el que cabe de todo y con diferentes intereses, a interpretarlo como un conjunto interconectado e interdependiente, es decir, una gran casa común que debe ser administrada y cuidada atendiendo las necesidad e intereses de la mayoría social y no del mercado. Se trata de cuestionar lo existente, reflexionar sobre el presente y plantear bien armados un futuro consistente.