Soy de natural optimista. Así que esperaba, por estos años, estar viviendo los felices años veinte bis, o sea, los más estupendos de este siglo, antes de que llegara algún tío Paco con las rebajas y nos hundiera, como suele suceder. Bueno, pues todo lo contrario. Nos está pasando lo que menos podíamos esperar, al menos los del común, que creíamos vivir en el mejor de los mundos posibles. Desde que empezó el siglo XXI vamos de crisis en crisis, desbocados hacia el colapso final y con estaciones intermedias como la de una pandemia que parece la peste, actualizada a estos tiempos pero no menos letal.
Vaya primer cuarto de siglo, coleguis. ¿”Desdichados años veinte” lo llamarán si hay futuro? La resistencia de los humanos es grande y por increíble que parezca nos estábamos acostumbrando a las crisis y sus efectos, al paulatino empobrecimiento general, a la acumulación de riqueza en escasísimas manos, al hundimiento de países enteros e incluso continentes como el africano. Ni una revolución digna de tal nombre en ese siglo dramático, ni un levantamiento popular que haya pasado de la fase de amago o no haya sido sofocado a las primeras de cambio. Y ojo, que ya tengo unos años, la violencia me incomoda como al que más y lo último que deseo es vivir guerras o revueltas sangrientas o golpes de estado. Pero condiciones, no me digan que no, se dan y se han dado. Ahí abajo, abajo del todo, donde los más no solemos mirar, estoy seguro de que hay ebullición de tanta miseria y necesidades. ¿Se ha perfeccionado la olla social y ya nunca explota? Lo dudo.
Pero a lo que voy es a que, por si no teníamos suficiente con las crisis sucesivas y la explosión creciente de la desigualdad en el mundo, va y nos cae sobre la cabeza una pandemia que se expande con rapidez, que afecta a todos y a la que no se consigue poner coto por más que nos vacunemos, por más restricciones que nos impongan y por más esfuerzos que se hagan desde la comunidad científica y la política internacional. Cierto es que falla la base de ese combate, claro: la galopante desigualdad va también por países, y solo los más ricos se están vacunando bien, mientras los más pobres ni pueden pagarse las vacunas ni tienen los medios para extenderla a sus gentes. No ha habido forma de que se haga lo obvio, y que no para de reclamar, como voz clamando en el desierto, un diputado como Iñigo Errejón:
-Liberad las patentes de las vacunas, para que se puedas fabricar en cualquier país.
Da igual que esta moderna peste se descontrole. De hecho, cuanto más se descontrole, mejor para el gigantesco negocio de las empresas fabricantes de las vacuna. No hay forma de que los gobiernos pongan en sus sitio a esas empresas. Eso es también uno de los grandes signos de este siglo maldito. Estamos a merced de la codicia de las grandes élites económicas. Y eso lo explica todo en realidad: las crisis que nunca acaban, el colapso que viene y la imposibilidad de hacer frente a la nueva peste global. En el siglo XX hubo unos felices años 20 seguidos de un “crash” que derrumbó la aparente prosperidad mostrando que solo había sido un castillo de naipes. En el XXI ya solo hay “crash”. A ver hasta dónde aguantamos.