La "revolución ultra", a un paso de derrocar a las democracias europeas

14 de Octubre de 2022
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Una manifestación de "chalecos amarillos" en París.

Francia se encuentra al borde del caos social. La huelga en las refinerías y el desabastecimiento de gasolineras deja escenas nunca antes vistas en el país de la prosperidad, los derechos humanos y el bienestar social, como esa pelea entre conductores que han salido a tortazos por una garrafa de combustible. Los grandes periódicos como Le Monde y Le Figaro dedican artículos en los que advierten ante la tormenta perfecta que se está gestando en las capas más bajas de la sociedad, las más golpeadas por la pandemia y la crisis económica. “Francia es un polvorín a punto de estallar”, dicen destacados editorialistas.

Macron trata de contener la furia y el malestar popular con una batería de medidas urgentes para tiempos de crisis que no parecen dar resultado mientras los franceses viven horas de tensión en todo el país. El presidente galo es un producto de mercadotecnia política, el típico galán parisino que imita a Belmondo en sus posados con la camisa desabrochada y el torso velludo al aire, pero mucho nos tememos que detrás de esa imagen de modelo de perfume masculino hay poco empaque, poca madera de estadista, pocas ideas brillantes. Estamos ante un político artificial, de laboratorio, creado por esa derecha liberal dermoestética que está siendo carcomida y demolida, desde sus mismos cimientos, por el fascismo de MarineLe Pen. Si Macron fuese español se llamaría Albert Rivera.

La grandiosa Francia que alumbró los valores y principios más nobles del humanismo contemporáneo se hunde sin que el macronismo pueda hacer nada por evitarlo. El Palacio del Elíseo ya recibió un serio toque de atención cuando la rebelión de los “chalecos amarillos”, pero aquella crisis se cerró en falso y va camino de quedar en un juego de niños comparada con la que se prepara estos días convulsos. Los ciudadanos pierden poder adquisitivo, la inflación causa estragos en las clases más bajas, las grandes empresas y multinacionales ganan más dinero que nunca, las políticas de los oligarcas de Bruselas enervan a los agricultores y transportistas y lo que es todavía peor: cunde la desafección y el descreimiento hacia el sistema democrático. Los franceses se están lepenizando a marchas forzadas y el discurso revisionista de que los nazis hicieron grandes cosas por el país durante los años de la ocupación y el Gobierno de Vichy se propala a una velocidad de vértigo. De pronto, se ha instalado la idea (bien alimentada por la ultraderecha) de que el modelo basado en la posmodernidad, la globalización y las estructuras políticas transnacionales que como la Unión Europea restan soberanía a los estados clásicos ya no sirve para dar respuesta a los problemas de las sociedades actuales. Mucha gente cree que la solución es volver al pasado, abrazar el mundo de hace un siglo con sus imperios coloniales, sus regímenes autoritarios con soldaditos de plomo, sus fronteras y sus guerras patrióticas. La idea de que la democracia es un sistema fracasado cala en las mentes culturalmente peor formadas y de bolsillo más debilitado. Los ultras nostálgicos más radicales apuestan por acabar con el mundo globalizador que según ellos no ha traído más que crisis, pandemias, multiculturalismo, delincuencia, incómoda ecología y desorden. Reconocen que la democracia funcionó durante un tiempo, que se creó prosperidad y riqueza, pero piensan que hoy por hoy el modelo se ha agotado. De esta manera, cada vez más franceses y europeos optan por un retorno a lo antiguo, a la granja autárquica de toda la vida, al carbón, a la máquina de vapor y al gas contaminante, a las tradiciones, a la religión de siempre y a las naciones fuertes donde las libertades, que para ellos no son más que expresión del libertinaje progre e izquierdoso, queden abolidas. Un mundo decimonónico con una especie de feudalismo económico de ricos y pobres donde impere la ley del mercado y donde el Estado de bienestar quede reducido a algo testimonial o residual, un ente encargado del ejército, de la policía, de las cárceles para inmigrantes y poco más. Ese es el programa de Gobierno que preconiza Le Pen. Ese es el futuro que la extrema derecha está diseñando para la Europa de las próximas décadas. Una Europa atomizada en múltiples estados fascistas, una Europa trazada con los mapas del viejo imperio austrohúngaro, una Europa que volverá a ser un mero ente geográfico, no una unidad política y económica.

Lógicamente, este plan enmarcado en un nuevo orden mundial no nace de forma espontánea ni de la noche a la mañana. Tiene un padre ideológico que trabaja en la sombra para corroer las democracias desde dentro y encender la mecha de la revolución reaccionaria: Vladímir Putin. Al igual que en 1936 España se convirtió en el campo de batalla donde las democracias y el fascismo se jugaron el destino del mundo, Ucrania se ha transformado en el escenario bélico donde se libra la batalla del futuro. Desde el Kremlin, el presidente ruso mueve sus tanques y lanza sus misiles asesinos contra los kievitas, pero al mismo tiempo juega otra guerra híbrida no menos importante que va erosionando los pilares de las democracias liberales. Ciberterrorismo, bulos en redes sociales, sabotajes, hackers que trabajan día y noche para desestabilizar a Occidente, financiación de partidos totalitarios antisistema que buscan la instauración de regímenes neofascistas en todos los países europeos. Hungría, Polonia eItalia ya se han perdido para la democracia. Pero si cae Francia todo el edificio se desplomará. Putin sabe que es solo cuestión de tiempo. No necesita lanzar la bomba del Armagedón sobre París o Berlín. Le basta con cerrar el grifo del gas, matar de frío a millones de europeos y seguir alimentando la lenta pero inexorable revolución autócrata. Hasta que todo el castillo de naipes se venga abajo.

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