La UE se parte en dos bloques, humanistas y ultraderechistas, ante el éxodo de refugiados afganos

31 de Agosto de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Refugiados afganos en la base de Torrejón de Ardoz.

Europa aguarda una nueva oleada de refugiados: medio millón de afganos que huyen del infierno talibán. ¿Y cómo piensa afrontar la UE la mayor catástrofe humanitaria de los últimos años? A esta hora se desconoce la respuesta. No hay una posición única de los 27 socios del club comunitario frente a semejante desafío; no hay un plan de contingencia que prevea el acogimiento masivo de refugiados; no hay reparto de cuotas migratorias entre los diferentes estados. En definitiva, no hay una política común de extranjería (en realidad nunca la hubo) para responder con eficacia mientras cientos de miles de personas amenazadas por los talibanes llaman a las puertas de la vieja Europa.

Hoy los ministros de Justicia e Interior de la UE mantienen una reunión urgente para abordar el problema y ya se han formado los dos habituales bloques antagónicos: por un lado los humanistas partidarios de acoger a la mayor cantidad posible de personas desplazadas por respeto a los valores democráticos europeos más elementales; por otro los ultraderechistas xenófobos (polacos y húngaros a la cabeza), cuya única receta o solución ante la catástrofe humanitaria es levantar más verjas inútiles, más muros frágiles, más alambradas quebradizas.

En los últimos años, el método Trump ha acreditado su más rotundo fracaso. Sus medidas drásticas de nada sirvieron, ya que los “espaldas mojadas” han seguido entrando por la frontera mejicana. Tratar de amurallar los límites de un país rico para que no entren los pobres, los desesperados, los parias de la famélica legión, es una medida tan estúpida y absurda como tratar de ponerle puertas al campo. La marea humana, el vendaval de inocentes masacrados por la miseria y la injusticia acabará entrando de una forma o de otra, como el huracán Ida que estos días arrasa los estados sureños de Norteamérica.

No hay piedra ni muro blindado suficientemente grueso como para evitar la grieta o fisura y los inmigrantes acabarán llegando por tierra, mar o aire, en patera o en globo aerostático, escondidos en el maletero de un coche o en la despensa de un camión frigorífico a varios grados bajo cero. La vida no tiene ningún valor cuando se ha perdido todo: la familia, los hijos, la tierra de origen y la dignidad aplastada por la humillación. Lo vimos hace unas semanas en la frontera de Ceuta, donde miles de marroquíes sin futuro se lanzaron a las aguas del Tarajal para jugárselo todo a vida o muerte. Por mucho que diga Santiago Abascal, no hay fortaleza que pueda detener a una legión de hambrientos, no hay ejércitos suficientes que frenen a los que no tienen nada que perder, y esa es la primera lección que deben aprender los ministros de la Unión Europea que se reúnen estos días en la conferencia de la vergüenza.

Afganistán es un avispero criado por Occidente. Kabul un inmenso psiquiátrico organizado por los generalotes del Pentágono, los vejestorios de la OTAN alicatados de medallas, los desalmados traficantes de armas de Wall Street y las empresas privadas de servicios de seguridad, mercenarios y matones a sueldo que se han llenado los bolsillos a golpe de subcontrata. Buena parte de culpa de lo que ha ocurrido allí en estos últimos veinte años de ocupación aliada la tenemos los occidentales, que siempre miramos a aquel país hundido en el último rincón del mundo como un yermo campo de batalla para la lucha contra el terrorismo yihadista, no como lo que es, un estado fallido necesitado de ayuda internacional, de cooperación y de democracia de la de verdad, no esa farsa de gobiernos corruptos y títeres que hemos estado apoyando todos estos años de infructuosa invasión.

Refugiados con derechos

Sin embargo, en Europa apenas quedan líderes humanistas capaces de defender los nobles principios. Macron está dando muestras preocupantes de coqueteo populista tras asegurar que endurecerá los requisitos legales para solicitar la condición de refugiado. Las elecciones están a la vuelta de la esquina y los Le Pen presionan al presidente francés para que cierre fronteras ante la posible llegada de miles de afganos (al igual que Abascal le marca la agenda a Pablo Casado en España). Toda la derecha convencional europea corre serio riesgo de caer en el radicalismo ultra, ese es el inmenso drama de Europa, no una inexistente amenaza de los inmigrantes. El debate está servido y divide a los franceses. Por un lado, los solidarios; por otro los xenófobos temerosos ante el discurso de la invasión que promueve la extrema derecha. En realidad, medio millón de afganos desplazados es un porcentaje insignificante, ínfimo, al lado de la población total europea. Se puede acoger a todas esas personas sin que se origine ninguna convulsión demográfica; se puede dar asilo a los refugiados que huyen del talibán sin que el mercado laboral quiebre y estalle una revolución. Aceptarlos no implicará ningún “efecto llamada” mayor del que ya existe ni un incremento del riesgo yihadista, tal como proclama la extrema derecha en sus constantes bulos en las redes sociales, ya que el peligro está en los sátrapas del Califato que operan en países al borde de la extinción como Siria, Irak o Yemen, no en unas personas que huyen de la guerra.

Estos días de tensas reuniones se juega buena parte del destino de Europa. Lo que queremos ser en el futuro. La decencia frente al egoísmo; el espíritu de fraternidad frente a la semilla de la guerra. Una tierra que respeta los valores humanos (los refugiados tienen derecho al asilo según los tratados y convenciones internacionales) o un búnker absurdo poblado de millones de seres neurotizados por el racismo, la obsesión por la seguridad y el miedo al atentado terrorista. Mientras no asumamos que nuestra verdadera nacionalidad es la humanidad, tal como dijo H.G. Wells, estaremos abocados a un futuro cada vez más negro e incierto. Lamentablemente, no parece que hayamos aprendido la lección de Auschwitz. En los primeros contactos entre ministros en Bruselas se han impuesto las tesis reaccionarias de los “países duros”: Austria, Polonia, Hungría, a los que se han unido los estados bálticos y algunos partidos daneses falsamente socialdemócratas. Los estados en manos del nuevo populismo neofascista que retorna con fuerza, en fin.

Sobre la mesa planea la sombra de la gran crisis de los refugiados de 2015, cuando más de un millón de personas se vieron obligadas a huir de la guerra en Siria. El primer acuerdo adoptado no augura nada bueno: “Basándose en las lecciones aprendidas, la UE y sus Estados miembros están decididos a actuar conjuntamente para evitar que se repitan los movimientos migratorios ilegales incontrolados a gran escala a los que se enfrentaron en el pasado”. Parece el artículo de un código penal, más que una declaración por los derechos humanos. Aquel gesto de la canciller alemana, Angela Merkel, que abrió las puertas de Alemania a los refugiados sirios laconvirtió en la última gran humanista europea. Después de ella nada. O mejor dicho, después de ella las ideas racistas del húngaro Orbán, los violentos neonazis centroeuropeos, los viejos fantasmas que resucitan con fuerza. Habrá que esperar para saber si Ursula Von der Leyen recoge el testigo que dejó una canciller como Merkel a la que terminaremos añorando y echando de menos. Y si no al tiempo.

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