Cientos de fascistas italianos rinden culto a Mussolini brazo en alto. Nazis alemanes se reúnen en un hotel de Potsdam (allí se fraguó la alianza entre Hitler y el ejército en 1933) para planear la expulsión masiva de todos los inmigrantes que no sean de raza aria. Y en España los franquistas insisten en asaltar Ferraz y limpiar España de comunistas enemigos de la patria. Y ante esta pandemia ultra, ante este revival fascista, ¿qué está haciendo la Unión Europea para hacer frente al preocupante fenómeno? Nada. De cuando en cuando se promueve una resolución, informe o directiva simbólica para condenar los totalitarismos xenófobos –no solo los de derechas, también los de izquierdas–, pero medidas efectivas y concretas, ninguna.
No hemos aprendido nada de la historia. Todo esto no es más que un déjà vu de lo que ya ocurrió hace un siglo en la vieja Europa. La República de Weimar miró para otro lado mientras los “camisas pardas” apaleaban judíos en la vía pública. Y en España la derecha tradicionalista, católica y caciquil compadreó descaradamente con el matonismo falangista hasta que estalló la Guerra Civil. Nuestro drama más sangriento no se entiende sin la claudicación de la llamada derecha democrática ante las fuerzas más reaccionarias que surgían por todas partes en aquella época turbulenta. Adoptaron las mismas medidas de sus programas políticos, se reunieron en secreto para actuar juntos, hasta copiaron su lenguaje violento y guerracivilista. En mayo de 1931, apenas un mes después de la proclamación de la República, militares y aristócratas ya estaban conspirando en una casa de la calle Alcalá de Madrid. Teóricamente, estaban fundando el Club Monárquico Independiente (en realidad estaban tramando el futuro golpe), cuando se les fue de las manos el fervor patriótico y pusieron la Marcha Real a todo volumen en un gramófono. Luca de Tena, fundador del ABC, gritó “¡Viva la Monarquía!”, y a los pocos minutos una multitud indignada se congregó frente al edificio, organizándose la primera gran revuelta de la convulsa Segunda República Española. Hugh Thomas cuenta que el incendio se extendió por todo el país y que se quemaron hasta cien iglesias. Aunque no hubo muertos, algunos frailes escaparon en el último momento. El nuevo régimen republicano estaba sentenciado desde ese instante. La provocación ultra había dado resultado.
Cuando la democracia muestra debilidad, avanza el nacionalismo supremacista, colonial y xenófobo. Pero esa lección no termina de cuajar en los gobernantes de las democracias liberales de hoy. Está claro que cada fascismo contemporáneo presenta sus rasgos propios según el país y que a cada movimiento nazi hay que aplicarle su propia receta o antídoto. No es lo mismo el votante de Meloni que el de Alternativa para Alemania (AfD). No es lo mismo el fenómeno de Vox que el supremacismo económico escandinavo. Pero todos comparten una misma idea y unos mismos objetivos: quieren acabar con el sueño de una Europa unida, recuperar el poder y la soberanía nacional de cada Estado, vengar la derrota de 1945, depurar la sangre cristiana contaminada con las de otras razas y ajustar cuentas con la izquierda europea que de alguna manera les ganó la batalla de la historia.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la socialdemocracia floreció en todo el viejo continente (aquí dejemos al margen a España, la excepción fascista que se mantuvo en vigor hasta la muerte de Franco en 1975). Se impusieron los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Se fundó la comunidad europea para evitar nuevas guerras como las que se desencadenaron en 1914 y 1939. Hubo riqueza, prosperidad, el oasis europeo de modernidad. Se instauró la libertad de expresión, de pensamiento y de culto, los sindicatos adquirieron peso específico y las clases trabajadoras pudieron sentarse a negociar por fin, de tú a tú y amparados por las leyes y las constituciones liberales, con los representantes del gran capital. Los ricos empezaron a ver con horror cómo los pobres llegaban a las universidades, como compraban casas decentes, cómo se vestían incluso más elegantemente que ellos, pareciendo humanos. El fascismo se dio por definitivamente derrotado. Pero no. Solo estaba aletargado esperando su momento. Esa desnazificación recogida en las leyes fundamentales de la que tanto se ha hablado fue solo un mito. Tras los juicios de Núremberg, en los que fueron ajusticiados unos cuantos prebostes del Tercer Reich (otros muchos lograron escapar de los aliados, refugiándose en Sudamérica y también en la España franquista), la mayoría de los alemanes que habían sido nazis siguieron llevando el fervor por dentro. Cuando salían a la calle a relacionarse con sus vecinos, hablaban bien de la democracia y de lo malo que había sido Hitler. Todos juraban no saber nada del Holocausto y sentirse muy consternados, pese a que cada mañana, durante años, habían aspirado el humo de los hornos crematorios. En público se declaraban demócratas de toda la vida; de puertas para adentro, la mayoría guardaba el retrato del dictador, el uniforme militar, la Lugery la esvástica, en algún cajón oculto de la casa.
Ese mismo fenómeno del fascista interior, del fascista discreto y silencioso, se produjo en los demás países, sobre todo en Italia y la misma Francia, donde muchos seguían siendo fieles admiradores del Gobierno títere de Vichy instaurado por el mariscal Pétain en la zona ocupada por el Tercer Reich. Los funcionarios nazis fueron reingresados a sus puestos. Los maestros nazis retornaron a las escuelas. Y los políticos de la derecha colaboracionista nazi hicieron carrera en todas partes. Tal es así que la propia Comunidad Europea del Carbón y del Acero fue fundada por algunos personajes de turbio pasado.
Hoy, los hijos y nietos de aquellos viejos nazis derrotados y camuflados, muchos de los cuales llevan el fascismo en los genes, vuelven por sus fueros. Pretenden dignificar la memoria de sus abuelos y padres incluso a costa de darle la vuelta a la historia presentándolos como grandes hombres y víctimas de un falso relato impuesto por los aliados. La Unión Europa de hoy no debería tolerar manifestaciones fascistas que nos retrotraen a tiempos oscuros. Estos días se nos ha encogido el alma al ver cómo miles de descerebrados italianos desfilaban como un solo hombre ensayando una nueva marcha sobre Roma como la que el Duce organizó hace ahora un siglo y que supuso el principio del fin de la democracia en Europa. El mundo civilizado va tarde, ya que las bestias han empezado a salir a la calle sin complejos, vomitando su nauseabundo discurso racista y guerrero. Pero aún se puede evitar que vuelva a repetirse la tragedia. Multas, sanciones penales, arrinconamiento social. Cualquier medida contra el fascismo se antoja tan urgente como necesaria. En Alemania, el debate sobre si debe prohibirse un partido como Alternativa, que está subiendo como la espuma y apunta a conquistar el poder por medios pacíficos, tal como hizo Hitler en su día, ya está servido. Aquí, en España, solo se habla del iluminado Puigdemont mientras los del pollo campan a sus anchas por Madrid.