Desde hace algún tiempo asisto con perplejidad y pesadumbre a los reiterados avisos que desde distintos foros se vienen prodigando al alertar del inquietante avance, por igual, de la ultraderecha y la mediocridad en el Mundo, más me ocupa Europa en particular y de cómo la intolerancia y la violencia ganan terreno día a día ante la pasividad de una opinión pública que, probablemente demasiado preocupada por la crisis y sus devastadores efectos económicos, prefiere mirar para otro lado.
Quieren pasar al fascismo junto a la mediocridad, la incoherencia, la injusticia o la mentira y creemos que estos comportamientos son más propios de cosas o sistemas del pasado, como si esta amenaza, tan real como escalofriante, no fuera contra cada uno de nosotros y, en una pirueta moral, podemos acabar dándole la espalda a nuestra conciencia a costa de la dignidad y la ética más elemental.
Es cierto que la pobreza, la falta de oportunidades y el estado de necesidad nos vuelve insolidarios y, en lugar de buscar respuestas o salidas en nuestro entorno, recurriendo a los mecanismos políticos que la democracia pone a nuestra disposición para exigir el rendimiento de cuentas en el ámbito de lo público, igualdad real, en la justicia y responsabilidad a quienes nos representan, preferimos demonizar al diferente dando alas a la xenofobia y el odio racial.
Desde la indiferencia y la cobardía, parece más fácil culpabilizar al débil, pero los más débiles siempre son las víctimas. Nos hemos acostumbrado tanto a ver el horror diariamente en las pantallas de televisión, todas esas tragedias que amarillean en los telediarios, que apenas nos estremecemos ante la imagen de la muerte y la desgracia ajena.
Sí, es verdad, cuando la muerte se ceba en Lampedusa o quiere saltar la ignominiosa valla en la frontera de Melilla o se hacina en cualquier cayuco a la deriva en el Mediterráneo parece que por un momento nos estremecemos y hasta somos capaces de volver nuestra inquina contra todos esos dictadores del cuerno de África que empujan al pueblo a arrojarse al mar porque prefieren el naufragio y la muerte a la esclavitud y las cadenas. O pedimos la cárcel para esos traficantes de seres humanos e, incluso, reconocemos que todos esos próceres que gobiernan Europa se equivocan al declarar ilegales a tantos seres humanos necesitados de ayuda.
Por un momento, estallamos, y gritamos que no hay derecho, que no es posible ni civilizado que existan leyes que impidan tender la mano a quienes se ahogan en el mar o alquilar una vivienda a quien no tiene papeles ni nacionalidad ni identidad ni siquiera donde caerse muerto. Políticos y traficantes deben responder penalmente de lo que hacen o dejan de hacer, pero ¿y nosotros?
Quiero unir mi clamor a la voz de quienes, sin gritos ni aspavientos, sin que se le caigan los anillos que no lucen, recuerdan con auténtico y sentido dolor a las víctimas de la inhumana crisis de conciencia social y de valores humanos junto a la sanitaria, la de igualdad real, diversidad y verdad coherente junto a la económica global que son, hoy por hoy, los síntomas más evidentes de la falta de respeto por el hombre como ser. Y no me tiembla el pulso al expulsar a los lobos y lobas que se han instalado en la política.
Una vergüenza, sí, y añado: una vergüenza repartida porque es una responsabilidad que nos alcanza a todos y a todas, al conjunto de la sociedad en general.
Quien no quiera verlo así será como en aquellos sepulcros blanqueados donde se rasgaban las vestiduras porque eran capaces de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Somos responsables y si no merecemos el reproche penal, como los traficantes de vidas humanas, o el político, como los legisladores que declaran ilegal al ser humano, sí somos acreedores de la censura moral por nuestra apatía que acaba irremisiblemente en complicidad.
Si Europa y sus gobiernos defienden los derechos humanos, es preciso que arbitren soluciones y que lo hagan ya. Si no, seguiremos dando carta de nacionalidad a los muertos y muertas víctimas de lo que en verdad no existe desde el amor real.