Una advertencia resuena con fuerza en los círculos tecnológicos y económicos: según Dario Amodei, CEO de Anthropic, el 50% de los trabajos de oficina de primer nivel desaparecerán antes de 2030, y el 50% de los puestos de aprendizaje (aprendices, becarios, administrativos no especializados) el año que viene; sí, en el 2026. La propia Von Der Leyen ha anunciado la Inteligencia Artificial General para 2026. Incluso Barack Obama ha salido de su jubilación para hablar muy seriamente sobre la gravedad de este tema.
Esta predicción, compartida con la mayoría de los científicos, no es una distopía lejana, sino una llamada de atención sobre la transformación más rápida y profunda del mercado laboral que hayamos presenciado. La inteligencia artificial (IA) no es solo una nueva herramienta; es una fuerza disruptiva que, a diferencia de revoluciones pasadas, opera a una velocidad sin precedentes, exigiéndonos una adaptación inmediata.
Para comprender la magnitud del desafío, es útil mirar atrás. La historia está marcada por revoluciones tecnológicas que, si bien impulsaron el progreso, tuvieron un coste humano significativo durante su transición. La invención de la imprenta en 1440, por ejemplo, aniquiló el 90% de los empleos de copista en una generación. La Revolución Industrial multiplicó la productividad, pero dejó a miles de artesanos sin sustento y los salarios tardaron décadas en recuperarse; y lo hicieron a base de revoluciones, miseria y muertos. La llegada de la electricidad y, más recientemente, de internet, siguieron un patrón similar: un período de adopción, una fase de transición dolorosa con millonaria pérdida de empleos, y finalmente, un auge con la creación de nuevas industrias y roles.
Sin embargo, la revolución de la IA rompe el molde en un aspecto crucial: la velocidad. Mientras que las sociedades pasadas tuvieron generaciones para adaptarse, la IA promete consolidar su impacto en meses. Ya vemos sus efectos: empresas como Amazon y Walmart están automatizando tareas a una escala que habría requerido cientos de veces más personal humano del que tienen. Y a eso le siguen despidos, ya por miles, en las grandes empresas e instituciones. La IA se perfila no como una simple herramienta, sino como "inteligencia gratuita", capaz de realizar labores intelectuales complejas a un coste marginal.
¿Qué harás cuando un clon digital tuyo trabaje 365 días al año, las 24 horas del día, y encima lo haga gratis?.
Este nuevo paradigma plantea cuestiones socioeconómicas fundamentales. Si la IA puede ejecutar gran parte del "trabajo intelectual mundano" de manera más eficiente que los humanos, ¿cuál será el futuro de millones de trabajadores? El riesgo de una creciente brecha entre una élite rica y tecnológicamente capacitada y una mayoría desplazada y pobre es real. Soluciones como la Renta Básica Universal se discuten como posibles paliativos, pero abordan el sustento, y no abordan necesariamente la pérdida de dignidad y propósito que el empleo proporciona.
Y esto afecta a todos, porque está previsto que en 2027 los robots empiecen a sustituir eficientemente figuras como cuidadores, transportistas, camareros, taxistas o policías.
Y mientras tanto, en una reciente encuesta a los funcionarios españoles publicada en un medio de gran tirada, nos ofrece la política del avestruz, la otra cara.
Según este medio, a la pregunta de que si será capaz la IA de hacer su trabajo en el plazo de diez años el resultado es el siguiente:
- La IA nunca podrá hacer mi trabajo, el 48%
- No por al menos 10 años, el 11%
- Dentro de los próximos 6-10 años, el 13%
- Dentro de los próximos 5 años, el 12%
- Ya es capaz, el 6%
Hay que reconocer que solo hablan con conocimiento de causa el 6% de los funcionarios. Ante este escenario, la inacción no es una opción, porque frente a una sociedad depauperada, donde los ricos apenas paguen impuestos, tampoco habrá “parné” para pagarles a ellos.