Todo el mundo sabe que el personal que trabaja en las Naciones Unidas, aparte de bien pagados, son una cuadrilla de inútiles manifiesta. Como no podían ser una excepción, los integrantes de la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas para el Líbano (FPNUL) han mostrado en los últimos años una probada incapacidad para detener la guerra que ahora está en ciernes, pero, en vez de retirarse con un poco de decoro salvando el escaso honor que les queda, han preferido quedarse para ser testigos de la tragedia que ellos mismos han facilitado con sus absurda y estúpida presencia.
Hagamos un poco de historia de los contingentes militares de las Naciones Unidas en lo que ellos denominan en su argot como “misiones de paz”. Cuando estalló la guerra civil interétnica de Bosnia y Herzegovina (1992-1995), por poner uno de los ejemplos más vergonzantes en la historia de las Naciones Unidas, las fuerzas de paz enviadas por esta organización para proteger a los civiles fueron incapaces de detener las atroces matanzas perpetradas por los serbios y croatas contra los musulmanes y también de evitar las violaciones de derechos humanos perpetradas por los tres bandos, incluidos los musulmanes.
Ya con la guerra en curso -campos de concentración por medio, bombardeo de poblaciones civiles indefensas, ataques indiscriminados a mercados y crueles masacres también-, la resolución 824, de mayo de 1993, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas establecía como “zonas seguras” y protegidas a las ciudades de Bihac, Srebrenica, Sarajevo, Tuzla, Zepa y Gorazde. En estas seis ciudades la población estaría protegida, supuestamente, de "ataques armados y de cualquier otro acto hostil", según dicha resolución. Pero en la práctica todas ellas se convirtieron en campos de tiro para la artillería serbia o en guetos aislados del mundo por sus tropas, cuando no eran utilizadas por el bando musulmán como plataformas para desencadenar ataques. Un fracaso total fue la resolución número 824.
De la matanza de Srebrenica al genocidio ruandés
Pero lo peor estaba todavía por llegar. En julio de 1995, en medio de una encarnizada guerra casi de todos contra todos, los serbios lanzaron una ofensiva contundente contra el enclave protegido de Srebrenica. Los cascos azules holandeses, que en teoría deberían proteger a la población musulmana presente en el enclave, un total de 50.000 hombres, mujeres, niños y ancianos aterrorizados ante el cariz que tomaban los combates, confraternizaron con los altos mandos militares serbios y entregaron sin ofrecer resistencia el enclave a los atacantes. Lo que pasó después es de sobra conocido: 8.000 musulmanes desarmados e indefensos fueron asesinados por las tropas serbias y otros miles huyeron por las montañas desesperadamente, aunque muchos fueron “cazados” por los serbios y pasaron a engrosar la lista de víctimas.
De la misma forma que en Bosnia, en Ruanda, en abril de 1994, cuando los tutsis comenzaban el exterminio de miles de hutus, un comunicado de la Cruz Roja Internacional calculaba que decenas de miles de ruandeses habían sido asesinados en tan solo unos días. Mientras tanto, la misión de pacificación de Naciones Unidas UNAMIR no hacía nada. El 14 de abril, el contingente belga se retira. Aun así el general Dallaire, al mando de los militares de las Naciones Unidas, podría haber protegido a la población civil, al menos en la capital ruandesa, Kigali, pero de nuevo se vio frenado por órdenes directas del Cuartel General de la ONU. Su superior, el entonces Coordinador de las Operaciones de las Fuerzas de Paz de la ONU Kofi Annan, le ordenó mantenerse al margen a través de un infame comunicado que ha pasado ya, sin lugar a dudas, a la historia de la ignominia. Como resultado de la inacción de la comunidad internacional, pero muy especialmente de las Naciones Unidas que tenía un contingente presente en Ruanda, entre 500.000 y 1.000.000 de tutsis fueron asesinados por los hutus. A Annan como “premio”, y para mayor escarnio de los ruandeses, le nombraron Secretario General de las Naciones Unidas en 1997. Qué vergüenza.
Lo mismo está ocurriendo ahora en el Líbano y viene sucediendo desde hace años. Mientras Hezbolá lanza a diario centenares de cohetes contra territorio hebreo, aunque casi todos sin éxito debido al escudo protector israelí, las Naciones Unidas miran para otro lado y no hacen nada por detener a los atacantes. Los casi 10.000 soldados de más de cuarenta países deberían haber sido retirados hace tiempo y evitar así, al menos, un mayor descrédito de esta organización internacional.
Sin embargo, lejos de haber facilitado las cosas y haber ayudado a evitar un conflicto como el actual, las Naciones Unidas se han dedicado a atacar y acusar a Israel de haber iniciado una guerra cuyo epicentro es Teherán, quien mueve cuidadosamente sus fichas en la región -Hamás en la Franja de Gaza y Cisjordania, Hezbolá en el Líbano, Siria e Irak- para provocar una guerra total contra el Estado hebreo. Desde la fundación de la República Islámica de Irán, en 1979, el régimen teocrático de los fanatizados clérigos iraníes nunca ha ocultado su anhelo de destruir a Israel y a ese objetivo le dedica ingentes gastos en armas y pertrechos militares para sus aliados regionales.
Ahora, cuando la guerra se abre paso en el Líbano sin que nadie ya pueda detenerla y Hezbolá aparece como el principal acto político-militar en este país, eclipsando a su propio ejército que se siente incapaz de neutralizarlo y hacer valer su papel de árbitro, nuevamente se vuelve a poner sobre la mesa la falta de verdaderos instrumentos por parte de la comunidad internacional para poner fin a los numerosos conflictos, guerras y contenciosos que enfrenta. Naciones Unidas, creada al albur del final de la Segunda Guerra Mundial y el terrible descubrimiento del Holocausto, ha mostrado en su dilatada historia su incapacidad para resolverlos y encontrar soluciones justas que satisfagan a los países implicados en los mismos.